Jornada Semanal,  10 de febrero del 2002                                núm. 362 
Ana García Bergua


Vértigo de sobreviviente

Ya llevo leídas en estos meses tres novelas sobre la guerra española. En junio me regalaron La plaza del diamante (Edhasa, 1982), una novela de Merce Rododedra (1909-1983), una de las figuras más importantes de la literatura catalana del siglo XX. Esta novela narra, con sencillez aparente, la vida de una joven que se casa en la Barcelona de principios de siglo; las infinitas rarezas de su marido se mezclan con el trasfondo de la República, la guerra y finalmente la paz franquista. Al final, las peripecias diarias y los trabajos por los que pasa esta mujer inocente terminan por pintar un fresco muy logrado de la vida cotidiana en la Barcelona de entonces, de la euforia republicana y de las dificultades que pasaron después las mujeres cuyos maridos iban a pelear al frente y se quedaban solas con sus hijos en una ciudad bombardeada, en medio de la escasez. Esta narración, despojada de dramatismo y que a veces raya en lo absurdo, es muy distinta a la perspectiva que da Josu Landa en su novela Zarandona (Centro Vasco, 1999), en la que, a través del enfrentamiento verbal del hijo de un refugiado vasco establecido en Venezuela con su padre, podemos ver la tragedia del exilio. El vasco Zarandona ha logrado establecerse en la Orinoquia, pero llevándose a su tierra con él: ha construido un caserío vasco y no ha abandonado su sueño de regresar al pueblo. El trabajo desmedido de un emigrante para comenzar de nuevo, las entretelas de los grupos del exilio, las dificultades con los hijos ya universitarios, el problema del orgullo perdido (personal y nacional), aparecen en esta memoria que Josu Landa dedica "a los que se quedaron porque se fueron", es decir, a aquellos que ya nunca pudieron desligarse, no de su país, sino de esta guerra que los marcó con una dolorosa nostalgia de la infancia y la juventud de la que fueron expulsados. 

Luego leí Soldados de Salamina (Tusquets, 2001), la reciente novela de Javier Cercas que indaga en la figura de uno de los escritores que fueron ideólogos del franquismo, o más precisamente de la Falange: Rafael Sánchez Mazas. En la novela, el periodista Cercas busca saber por qué cuando Sánchez Mazas escapó del fusilamiento de un contingente republicano y fue perseguido, el soldado que lo encontró lo dejó ir. Cercas traza una visión muy interesante de la génesis del movimiento falangista y sus ideólogos bastante delirantes, a los que Franco traicionó, si cabe, con su infinita zafiedad, a la par que retrata a una figura verdaderamente impresionante del bando republicano: la de Miralles, que con su columna Leclerc contribuyó a la victoria del ejército Aliado. Sobre la idea novelesca, lejanamente probable, de que haya sido Miralles el soldado republicano que dejó ir a Sánchez Mazas, Cercas vuelve a contar una historia en la que finalmente participaron dos bandos, con una libertad envidiable –aunque no pude evitar que la figura del poeta Sánchez Mazas me revolviera las tripas. Es curioso: estas tres novelas me han permitido ver la misma guerra de la que salieron exiliados mis abuelos y mis padres por dentro, por fuera y a la distancia. Y en este último caso me di cuenta de que ya pasó el tiempo, ya la guerra civil española es materia de amplia curiosidad novelística, tema universal y no pasión de sobrevivientes, como supongo que ocurrirá siempre con todas las guerras. Da vértigo de pensarlo.
 

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Naief Yehya


Entrevista con Ralph Shoenman (II)

El origen del terrorismo
está en el Pentágono
En la entrega anterior el activista y autor estadunidense Ralph Shoenman ([email protected]) comienza a describir el intrincado tejido conspiratorio de los atentados del 11 de septiembre del año pasado. Para Shoenman es fundamental explicar que existen antecedentes que dan credibilidad a la hipótesis de que la cia y otras organizaciones de inteligencia estuvieron involucradas en los actos del 11 de septiembre. Lo siguiente es una breve enumeración de algunos de los crímenes planeados o cometidos por estas agencias.

Shoenman: Sus lectores deben de estar informados de algo que se llamó Operación Northwoods (http://www.gwu.edu/~nsarchiv/news/20010430/), cuya documentación fue desclasificada recientemente. Esta operación fue planeada por la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) y el Estado mayor estadunidense en 1962, bajo la dirección del general Lemnitzer, y fue aprobada por todos los altos mandos militares. Ésta proponía, entre otras cosas, secuestrar aviones para estrellarlos en ciudades estadunidenses, matando civiles, así como destruir el cohete que llevaba como pasajero al astronauta John Glenn [citado por James Bamford en su libro sobre la NSA, "Body of Secrets", páginas 82-91]. Esto lo llevaría a cabo el ejército estadunidense y se atribuiría a Fidel Castro y la revolución cubana para dar pretexto a la invasión de Cuba. Los atentados provocarían histeria masiva en Estados Unidos, como la que se produjo después del 11 de septiembre. Este no era un plan vano, sino que fue preparado cuidadosamente y fue propuesto al presidente y al secretario de la defensa. McNamara y Kennedy decidieron esperar porque no querían que Estados Unidos se involucrara en Cuba de manera abierta, sino que preferían llevar a cabo una operación secreta. No hubo objeción moral alguna. Entonces el Estado mayor propuso un segundo plan que sería un ataque a la base de Guantánamo por personal militar estadunidense que sería atribuido al ejército cubano y se usaría como pretexto para una invasión. Esto tampoco fue aprobado por la presidencia, por lo que propusieron informar a la inteligencia cubana las coordenadas de vuelo sobre Cuba del avión espía U2, ocultando las fuentes de esta información, con la esperanza de que lo derribaran y que eso diera causa para invadir. Estaban preparados a matar ciudadanos estadunidenses y a Glenn para engañar al público y culpar a Cuba. Actos así no se pueden definir de otra manera que como traición.

La resolución del Golfo de Tonkin en el tiempo de la guerra de Vietnam lleva la misma huella y cuando examinamos las circunstancias de los eventos que rodean al 11 de septiembre encontramos un patrón familiar. Fue una operación destinada a proveer el pretexto y las bases para lo que el gobierno estadunidense define como una guerra ilimitada, la cual según Bush puede durar hasta cincuenta años, como una nueva guerra fría. De ninguna otra forma los dirigentes del país hubieran podido obtener el consentimiento popular y enormes aumentos en el presupuesto militar. El virtual agotamiento del excedente presupuestal, la eliminación de servicios sociales y la concesión a las diecisiete corporaciones más grandes del país de descuentos fiscales por diez años de 150 mil millones de dólares, son algunas de las cosas que no hubieran sido concebibles sin las circunstancias creadas el 11 de septiembre, las cuales también han permitido establecer condiciones de virtual ley marcial, con la suspensión de libertades civiles y planes para ocupar hospitales, confiscar provisiones alimenticias e imponer vacunas obligatorias.

Además tenemos el supuesto ataque terrorista con ántrax. Ha habido más de tres mil trescientos incidentes de distribución de ántrax desde el primero de octubre pasado. Y ahora tenemos evidencia de que este ántrax tiene la huella digital inconfundible del ántrax militar producido en laboratorios del ejército estadunidenses, el aditivo squaline. La gente ha sido aterrorizada con la posibilidad de una guerra biológica, cuando los antecedentes son muy claros. En el libro Clouds of Secrecy, Leonard Cole, quien trabajó en [la base militar] Fort Dietrick, Maryland, describe cuarenta años de experimentación con agentes biológicos por el Pentágono en varias ciudades de Estados Unidos: en el sistema de transporte subterráneo de Nueva York, en el sistema escolar de Minneapolis y alrededor de San Francisco. Fueron lanzadas billones de esporas de agentes patógenos comprometiendo la salud de la población en 239 blancos civiles en el país, como lo ha reconocido The New York Times. Más de diez millones de personas fueron afectadas por este programa clandestino. El verdadero origen del terrorismo en contra del pueblo norteamericano puede encontrarse en el Pentágono y la clase gobernante, ese dos por ciento de la población que es dueña del noventa por ciento de la riqueza nacional.

(Continuará.)
Puede escuchar a Ralph Shoenman los viernes a las 9:00 a.m. en www.wbai.org. Opción Listen.
 
 
 
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Juan Domingo Argüelles


Los poetas mexicanos y los derechos de autor

A decir de El ABC del derecho de autor (Unesco, París, 1982), "el sistema de regalías, en virtud del cual los autores pueden vivir de los ingresos obtenidos gracias a la utilización de sus obras, es un elemento fundamental del derecho de autor".

El problema es que, incluso en el ámbito universal, son muy pocos los poetas que pueden vivir de los ingresos que obtienen de la utilización de sus obras. (A muy pocos autores se les ocurre pensar que deben obtener dinero por publicar un libro de poemas.)

En rigor, los libros de poesía no tienen mercado. Las casas editoras comerciales no tienen una colección para los poemas porque éstos carecen prácticamente de clientes. Los poemarios ven la luz en editoriales universitarias, en instituciones oficiales de cultura y en pequeñas empresas sin afán de lucro.

La mayor parte de estos sellos editoriales que promueven y divulgan poesía le "paga" a los autores con sus propios libros. "Aquí está tu diez por ciento", le dicen. Y le entregan un centenar de ejemplares para que el autor los regale, los presuma e incluso los venda (unos poquitos) durante las lecturas o presentaciones que habitualmente están abarrotadas: quince o veinte asistentes que pueden desglosarse del siguiente modo: dos son los presentadores, otro más el moderador; cinco son familiares; otros cinco, amigos del autor; dos más son los organizadores, y quizá (ya muy optimistamente), cinco que llegaron porque vieron la cartelera y les gusta escribir o leer poesía.

Con excepción de estos cinco, todos tienen el libro que se presenta, porque el autor se los obsequió. La tía, a veces, compra un par de ejemplares, para regalarlos a sus amigas y presumirles que su sobrino o su sobrina escribe poemas. Pero no va ser el autor tan desconsiderado de venderle a su tía los ejemplares como si fuera cualquier público; le hace, por supuesto, una rebaja considerable.

Entre los cinco asistentes, dos de ellos compran, cada uno, un ejemplar; otros dos preguntan por el precio, pero no llevan en esos momentos cincuenta pesos (son jóvenes y apenas si les alcanza para su transporte). El último de los cinco asistentes nunca pensó ni por asomo comprar el libro: en realidad él fue a la presentación para tomar dos o tres copas de vino y, de paso, tratar de hacerle conversación a quien se deje y, si se deja un poco más, recitarle uno de sus poemas.

Cuando la Unesco dice que las regalías constituyen el sistema mediante el cual los autores pueden vivir de la utilización de su obra, es todo lo optimista y lo relajada que puede ser una institución internacional que, con mucha frecuencia, basa sus parámetros en las condiciones ideales de los países que gozan de mayor riqueza y mayores espacios y tiempos para el ocio individual y colectivo; países (los del Primer Mundo, por supuesto) donde los derechos de autor, incluso para los escritores medianos y menores, dan para algo: si no para vivir desahogadamente, sí al menos para cubrir un ingreso modesto con la fuente de la escritura (para el caso, ¡todo un lujo!).

Cuando la gente no sabe nada de la realidad literaria nacional, supone muchas cosas que por lo general no son ciertas. Cree, por ejemplo, que un escritor en México puede vivir de lo que escribe y publica. ¡Incluso un poeta! Y si cree esto, entonces ¿por qué no creer que debe pagar una carga impositiva por ello? ¡Abajo los privilegios! ¡Que le entre con su cuerno!

Se desconoce el presente, porque también se ignora el pasado y no interesa el porvenir. Ni Sor Juana Inés de la Cruz, ni Ignacio Rodríguez Galván, ni Ignacio Ramírez, ni Altamirano, ni Díaz Mirón, ni Othón, ni Urbina, ni Efrén Rebolledo y ni siquiera Nervo vivieron de su escritura. Otras muchas tareas tuvieron que cumplir para su sustento. Y hay que ir a la historia también y saber de qué penoso modo vivió Gutiérrez Nájera de su escritura (y no precisamente de su poesía): ni siquiera en la honrosa medianía de la que hablaba Juárez, sino en la pobreza, en el filo de la miseria.

Ni siquiera los más populares del siglo xx pudieron vivir de su escritura poética. Sería bueno llevar a cabo un ejercicio de sociología y economía literarias para saber cuánto cobraron por sus obras poéticas Ramón López Velarde, Carlos Pellicer, Renato Leduc, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Efraín Huerta, Octavio Paz, Rosario Castellanos, Jaime Sabines. No se necesita ser adivinos para saber que muchas de sus obras maestras le salieron bastante baratas a una nación que se enorgullece con ellas. Y que, en cada caso, el monto de las regalías por esa obra poética (que les costó una vida) es de apenas un puñadito de pesos. Otras cosas tuvieron que hacer, y otras cosas tuvieron que escribir, para conseguir la subsistencia.

El problema es que se juzga a las obras literarias como si fueran productos efímeros, como si los libros fueran materia muerta al igual que las prendas de vestir, los muebles y los automóviles. Como si una obra poética maestra se hiciera por casualidad.

Desde luego, no todos los poetas que escriben consiguen hacer una obra maestra, y muchos ni siquiera una obra mediana. Pero ya suficiente tienen con su fracaso (si éste no los conduce a la tumba) y con el hecho de tener que conseguir su sustento con los oficios más diversos.

Lo que sorprende en algunas personas aparentemente cultas o presuntamente ilustradas (porque fueron a la universidad y se graduaron en una carrera) es que no alcancen a comprender que una obra literaria no es nada más un objeto; que un libro de poesía es un ente vivo que puede dar, también, muchas vidas.

Las obras maestras de la poesía mexicana siguen entregando un valor incalculable a nuestro país, a cambio de la insignificancia que, económicamente, reportaron a sus autores. Y puede darse el caso –porque las excepciones confirman la regla– pero sería muy extraño que alguien en el mundo eligiera escribir poesía para hacerse millonario. Y mucho más extraño sería todavía que, además, lo consiguiera.
 

 

Javier Sicilia
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Kafka y Dios

Hacia el final de la vida de Kafka, entre 1921 y 1923, un joven crítico católico, Gustav Jonouch, que tenía gran admiración por el creador de La metamorfosis, se acercó a él. De aquella amistad surgió un libro inquietante: Conversaciones con Kafka

Aunque se ha cuestionado la veracidad de esas conversaciones, no se ha podido demostrar su carácter espurio: la seriedad de los trabajos críticos de Jonouch y la relación que existe entre muchas de las reflexiones que aparecen en su libro y los aforismos escritos por el propio Kafka, parecen afirmar lo contrario. 

De aquellas conversaciones, Guido Somavilla, que se ha dedicado a estudiar la religiosidad de Kafka, extrae una reflexión asombrosa. Después de que Kafka ha hablado abundantemente sobre su visión del arte, Jonouch afirma a manera de pregunta: "Entonces el arte conduce a la religión." A lo que Kafka responde: "No lo sé, pero con toda seguridad a la plegaria [...] El arte y la plegaria son como dos manos tendidas en la oscuridad."

Vista a la luz de esta afirmación, la riquísima y polisémica obra de Kafka puede leerse también en clave religiosa como una enorme súplica lanzada a Dios, como un largo y penoso ascenso al misterio.

El primer Kafka, el que, según la Carta al padre, abandona el templo para seguir un itinerario religioso muy personal; el Kafka de América, El veredicto, La metamorfosis, El proceso, está preso de una espantosa culpabilidad. 

Los mundos de esos libros son, a primera vista, la expresión de la inocencia castigada; de la inocencia que se ha vuelto, sin saber cómo ni por qué, culpable. 

Sin embargo, hay en esa misma inocencia que se expone al castigo, una súplica velada, una oración, una plegaria, un llamado a Dios. Cuando leo esos relatos del primer Kafka, siento detrás de todo el sufrimiento absurdo de sus personajes el clamor del salmista: "¡Oh Yavé, Dios mi Salvador! Grito de día/ y gimo de noche ante ti./ Llegue mi amor a tu presencia,/ inclina tu oído a mi clamor [...]" (Sal. 88).

Aunque Kafka está lejos de la declaración que le hizo a Jonouch en relación con el arte como plegaria, hay en su diario del 25 de febrero de 1912 una frase reveladora que apunta ya hacia ese sentido: "¡Escribir regularmente! ¡No declararse perdido! Y a pesar incluso de que la salvación no debería llegar, quiero en todo momento ser digno de ella."

Ese Kafka desesperado, que en el fondo de su sentimiento de condenación busca a través de su escritura ser digno de Dios, va a entrar en una segunda fase a raíz de su tuberculosis. Los temas de sus relatos más conocidos en ese periodo (El castillo, La muralla china), probablemente influenciados por su propia enfermedad y sus lecturas de Kierkegaard, ya no será el sentimiento de la falta, sino la angustia frente al límite. De ahí que, como lo señala Somavilla, en esos relatos aparezca "la proyección hacia el Más allá, el Infinito, el Absoluto".

Aunque el tema de El castillo (1922) es la lucha del agrimensor K por llegar al interior de un castillo y de los poderes que están encerrados en él, la metáfora del propio castillo es también, leída bajo las obsesiones religiosas de Kafka, como una metáfora del límite del hombre que quiere alcanzar el infinito de Dios, como la lucha del límite humano terrestre con lo ultraterreno; la súplica desesperada de un Kafka que quiere ser acogido por el misterio; un hombre que, salido de sus sentimientos de culpa, busca a Dios. "Toda esta literatura –escribe en su diario, haciendo referencia a su obra ya escrita y a la que emprenderá con la redacción de El castillo– es combate contra las últimas fronteras terrestres, y combate llevado desde abajo por los hombres, lo que no impide el asalto llevado desde lo alto contra mí", que en realidad es una actualización del aforismo que escribió el 13 de diciembre de 1912 y que recuerda en más de un sentido al San Agustín de las Confesiones: "Quien busca no encuentra sino que [...] es encontrado."

De hecho, señala Somavilla, "Erich Heller, gran intérprete de Kafka, se esfuerza por explicar el extraño título: agrimensor, Landvermesse. En alemán es quien mide la tierra, pero el léxico indica también el sentido de un cuasi místico. Temerario de la tierra... Land puede significar tierra en general, y vermessen, más que medir: equivocar las medidas. Vermessen, Vermessenheit tienen por sentido muy conocido: ir más allá de cualquier medida o límite, temerariamente. Tenemos entonces al terrestre que escala la montaña de Dios", el que con su escritura –que, como se lo dijo a Jonouch, es una plegaria– intenta hacerlo.

Leída en la clave religiosa que nos permiten muchos de sus aforismos y de las reflexiones que se encuentran en el libro de Jonouch, la obra de Kafka es una infinita plegaria hacia el infinito de Dios que quiere alcanzar. 

¿Lo habrá alcanzado?

Creo que sí. A pesar de que la tensión entre lo finito y lo infinito fue una de las grandes obsesiones de Kafka, y de que la escritura de su obra fue una infinita plegaria por trascenderla: un largo viaje por los límites y las oscuridades del mundo que, semejante a La muralla china, parece nunca concluir; el orante Kafka esperaba que esa plegaria terminara por ser escuchada al final de su vida para que el escritor fuera –como lo anhelaba el 13 de diciembre de 1912– por fin "encontrado"; o de qué otra forma podría leerse esa extraña invocación escrita sobre un boleto, en uno de sus últimos días, cuando ya no podía hablar y cuando el infinito de su plegaria novelística había concluido: "Hacia las profundidades, hacia el puerto profundo, Hijo de los reyes."

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos y evitar que Costco se construya en el Casino de la Selva.


Luis Tovar
Una de cal

El pasado viernes 1 de febrero, este aporreateclas se desayunó con una noticia que le alegró la mañana: Alfredo Joskowicz, director del Instituto Mexicano de Cinematografía, anunció que ese mismo día arrancaba el programa Cortometrajes, más que un instante, en virtud del cual el público podrá apreciar cortometrajes mexicanos antes de la exhibición del largometraje que haya ido a ver. Mientras leía el encabezado de la nota, con entusiasmo un tanto inmoderado recordé el emilio de un lector que se autodefine como des-habitual, en el que me explicaba que prefiere leer esta columna cuando se refiere a una película en particular, y me reprocha la reincidencia de incurrir en largos rollos acerca de la música en el cine, el guionismo o los cortometrajes, mismos que "no llegan a nada". En el primero de los varios arranques de inmodestia que secuestraron mi objetividad pensé que, muy al contrario de lo que afirmaba mi des-habitual lector, de seguro algún grano de arena me habrá tocado poner en la puesta en marcha de Cortometrajes, más que un instante, toda vez que hace algunos meses estuve jorobando la paciencia de muchos al hablar, largo y tendido, de la importancia de las películas de corta duración.

Pies a tierra

La vanidad me duró poco, y no precisamente porque su lugar hubiera sido ocupado de inmediato por una postura humilde surgida de mi propia cabeza, sino porque a renglón seguido leí que "continuarán los anuncios comerciales y adelantos de próximos estrenos". Puede ser una simple coincidencia, o (con lo que sufrí un segundo ataque de inmodestia) quizá podría pensarse en una respuesta directa, pero el hecho es que, un par de semanas atrás, este espacio fue dedicado a denostar la costumbrita mercadotécnica de enjaretarnos veintitantos minutos de sonidos y escenas que no son aquello por lo que apoquinamos en la taquilla. Me dije que, obligados a llegar al cine con tal anticipación, nada mejor que ver un cortometraje mexicano de ésos tan ganadores de concursos, muchos de ellos tan bien realizados y casi todos tan desconocidos para el público en general.

Si los anuncios comerciales y los trailers de los próximos estrenos no van a desaparecer, y a ellos hay que sumar un cortometraje, fácil tenemos para media hora. Ha de ser porque les tengo muy mala voluntad, pero no creo que ninguno de los anunciantes quiera ceder un espacio por el que ha pagado, y también me cuesta muchísimo esfuerzo dar por buenas palabras como las de Alma Rosa García, gerente de programación de Cinemex, quien habló de la necesidad de "educar a la gente para que vea cortos", o las de Jean Pierre Leleu, director de programación para México y Centroamérica de Cinemark, quien sostuvo que si hasta antes del 1 de febrero habían hecho caso omiso de los cortometrajes, fue porque "nadie se había acercado diciendo: ‘¿Puedo meter mi corto antes de tu película?’ Hasta que llegó IMCINE." De acuerdo con mi compañera Érika Montaño, en ese deseable país del revés al que mis ojos todavía se niegan a dar crédito, se supone que García y Leleu coincidieron en que "no se trata de un negocio, sino de impulsar el cine mexicano". Qué bien suena, ¿verdad? Es como para afirmar, junto con el gerente de Mécsicou Inc. –perdón, quise decir con Vicente Fox–, que este país no se parece en nada a lo que uno lee en los medios impresos.

La buena onda no es mensurable

Siguiendo el espíritu del refrán según el cual "el que se quema con leche hasta al jocoque le sopla", releí la nota repitiéndome que esta buena onda de exhibir cortometrajes mexicanos proviene de Cinemark, Cinemex y Cinemas Lumiere, es decir, de las mismas entidades que no se arredran al quitar de cartelera una película si no les reditúa las sacrosantas ganancias a las que está obligada desde su estreno. Las mismas que no tienen ningún empacho en adquirir copias dobladas al español de películas habladas en otros idiomas, y exhibirlas sin decir agua va y sin que les importe que ese proceder atenta contra el cine mexicano, ya sean largos o cortometrajes. Las mismas, en fin, que multiplican sus ganancias convirtiendo las pantallas de cine en televisiones grandotas.

¿Cuánto mide la buena onda? Por lo que se sabe hasta ahora, en términos de espacio incluye dieciocho Cinemark, cinco Cinemex y dos Lumiere, lo que está muy lejos del total de la capacidad instalada que suman estos complejos. No se sabe si será ampliado a la totalidad de las salas de las tres empresas o si siempre serán estas veinticinco. El asunto tampoco está claro en términos de tiempo, es decir, cuántas semanas o días durará un cortometraje en particular, si estará amarrado a lo que dure en cartelera el largometraje al que precede o si se añadirá a la proyección, en la misma sala o en otra, de un largometraje más (siempre y cuando tengan la misma clasificación). De igual modo, no se sabe a ciencia cierta si el programa tiene una duración indefinida, si será sólo por una temporada, si los exhibidores pueden darlo por terminado cuando ellos lo decidan, si el título de los cortometrajes aparecerá anunciado en cartelera... A la indefinición se suma el hecho de que, por su parte, el IMCINE "no descarta la posibilidad de que en etapas posteriores se sumen cintas independientes". ¿No la descarta? Más bien debería incluirla desde ya, y si no están hechas en 35 mm, buscar el modo de que se transfieran a ese formato. Digo, aunque fuera nomás para no pensar en el Instituto como promotor exclusivo de su cinematografía, sino de la cinematografía mexicana.

Por lo pronto, el aquí llamado largo camino de los cortos parece haber llegado a un destino que sólo el tiempo definirá como estable o como precario.
 

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Michelle Solano
Murmullos

Todos sabemos que Pedro Páramo, de Juan Rulfo, no fue concebido como un texto teatral; sin embargo, no han sido pocos los intentos de llevarlo al lenguaje teatral (e incluso al cinematográfico; baste recordar aquel que, entre otros desatinos, ostenta el de proponer a John Gavin como Pedro Páramo), con resultados que han dejado mucho que desear. Recientemente se estrenó en el teatro El Galeón la obra Murmullos, la versión que Germán Castillo ofrece de la novela que inauguró la literatura mexicana moderna, a partir de que terminó el ciclo de la Novela de la Revolución.

El hecho de que la mayoría de estos intentos resulten fallidos puede deberse a varias causas, entre ellas, quizá la más importante es que Juan Rulfo fue, de manera preponderante, un creador de atmósferas, y éstas provienen del espíritu o carácter que anima a sus personajes; en otras palabras, Pedro Páramo en efecto puede ser visto como la narración de una historia que tiene lugar en el tiempo y en el espacio reales, pero, como bien se sabe, es mucho más que eso. Cada uno de los personajes que habita la novela de Rulfo no son sino el reflejo de un universo completamente avasallado por su propia circunstancia. Sus palabras –las que emplean, el tono en que las enuncian y los propósitos, es decir lo que quieren comunicar con ellas– inauguran un espacio y un tiempo que pueden interpretarse también como una alteridad, un universo regido por sus propias leyes, que no necesariamente son aquellas en las que una anécdota típica o convencional puede desarrollarse, y esto es de vital importancia cuando la estructura en que dicha anécdota es trasladada a un medio expresivo para el cual no fue concebida originalmente.

En Pedro Páramo (incluyendo el título mismo) lo fundamental está cifrado más en lo que no se dice que en lo que efectivamente puede leerse; trasladar esto a un escenario significa caminar sobre el filo de la navaja, con el consecuente riesgo de ganarlo o perderlo todo en el intento. O, para decirlo más claro, llevar a Rulfo al teatro significa sólo una cosa: aventar una moneda al aire. Inevitablemente caerá, sólo queda pendiente comprobar de qué lado.

La puesta tiene como máximo privilegio contar con un cuerpo de diálogos irrefutable: éstos fueron escritos por Juan Rulfo. Que no hayan sido alterados beneficia al montaje pero sólo para efectos de fidelidad a una historia que por ser tan conocida no admitía alteraciones de ningún tipo, puesto que la menor de ellas habría sido considerada –y con razón– como un intento absurdo de enmendarle la plana a uno de los autores más importantes de la literatura iberoamericana. Si bien en una adaptación se permiten estas cosas, en este caso específico habría significado un acto de soberbia imperdonable. Germán Castillo no lo hizo y eso entraña un acierto, aunque este hecho también es un arma de doble filo, puesto que es inminente el riesgo de convertir el montaje en un espectáculo que puede ser aprehendido solamente con el concurso de los oídos.

La escenografía propuesta por Castillo opera de modo eficaz ya que, junto con el trazo, constituye un muy buen trabajo escénico, digno de mejor dramaturgia y mejores actuaciones. El elenco está conformado por Lola Ovando, Fidel Monroy, Rodrigo Cervantes, Armando Chávez, Mireille Anaya, Esteban Castellanos, Rafael Pimentel, Ángeles Cruz, Humberto Yáñez; la mayoría de ellos tienen a su cargo más de un papel, y definitivamente sobresale el trabajo histriónico de Ángeles Cruz, quien también tuvo a su cargo la asistencia de dirección y supo imprimir emotividad, cuerpo y presencia escénica en todas sus interpretaciones.

Por momentos, el resto del elenco se advierte completamente desfasado, incluso podría decirse que en ciertos pasajes de la obra están trabajando sin sentir a cabalidad el resultado que su desempeño tiene de cara al público, como si estuvieran ajenos a lo que hace o dice cualquiera de sus interlocutores. Un hallazgo digno de mención es que Germán Castillo propone dos Juan Preciados en un mismo momento escénico, varias veces a lo largo del montaje, lo cual se traduce, en primera instancia, en un falso doble personaje (o quizá un doppelgänger) y, al mismo tiempo en un juego de protagonista-deuteragonista que enriquece tanto al personaje como al devenir dramático, dadas las posibilidades que emana el que ambos estén encarnados en uno solo.

El vestuario, la utilería, el maquillaje, la iluminación y la música, son elementos bien conjugados, armónicos, equilibrados y pertinentes, ya que cada uno cumple su función sin opacar al resto y sin un gasto desmesurado de recursos.

Aunque constituye una propuesta teatral interesante, debido a que sirve al loable propósito de llevar a un ámbito para el cual no fue pensada, una de las obras literarias fundamentales de nuestra cultura (sobre todo cuando, al echar un ojo a la cartelera, se advierte la preeminencia de los-autores-de-siempre), persiste el problema mencionado al principio de estas líneas: dada la dificultad intrínseca de llevar al escenario una obra de la complejidad que presenta Pedro Páramo, este esfuerzo (acertadamente titulado Murmullos, toda vez que éstos y los silencios son las expresiones más acabadas del sotto voce reinante en la narrativa rulfiana) pareciera quedarse en eso, un esfuerzo que no tiene más aportación a una obra que, de suyo, es perfectamente autosuficiente.
 

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