La Jornada Semanal,  17 de febrero del 2002                         núm. 363
 Andrea Blanqué

Ascensos y caídas de Tamara de Lempicka

El crítico Giancarlo Marmori propuso la hipótesis de que Tamara de Lempicka, figura relevante en los años veinte del París artístico, se había convertido en una desconocida. Tamara, nos dice nuestra colaboradora Andrea Blanqué, contestó: “¡Desconocida! ¿Desconocida de quién? ¡Sólo de esas nulidades! Yo nunca he sido una desconocida. Yo he pintado siempre.” Nueva York, Houston, mansiones en París, clínicas en una Suiza descrita por Scott Fitzgerald, hotelitos en los lagos italianos y nuestra Cuernavaca... en esos lugares vivió para pintar y pintó para vivir. Su “polvo enamorado” vive entre las cenizas del volcán mexicano contemplado por el miedo y la leve esperanza de Lowry.

En 1977, la pintora Tamara de Lempicka –desde hacía más de treinta años, "baronesa Kuffner"–, recibió una llamada telefónica. Al otro lado de la línea estaban sus amigos Octavio Paz y su esposa, Marie-Jose. La llamaban, preocupados, porque habían visto las pruebas de un libro que estaba a punto de publicarse. El libro, editado por el italiano Franco Maria Ricci, era una espléndida edición que contenía cuarenta reproducciones a todo color de la obra de Tamara de Lempicka. La publicación era bellísima e iba a conseguir que miles y miles de personas en el mundo conociesen y admirasen la obra de una artista mayor a quien las guerras, las emigraciones, el cambio de la cultura europea a la norteamericana, las modas, el paso del tiempo y, por qué no, el olvido, habían arrinconado y en ocasiones hasta borrado, dejándola en el limbo de todos aquellos que alguna vez hicieron arte pero no hicieron historia.

El libro iba a poner las cosas en su justo punto, al menos artísticamente. Pero las pinturas no venían solas. Ricci, el responsable de la espléndida edición, había anexado también el diario del ama de llaves del poeta Gabriele D’Annunzio, diario llevado en los días en que Tamara de Lempicka, a fines de los años veinte, había visitado la mansión del escritor italiano para hacerle un retrato. El retrato nunca fue realizado: Tamara no consiguió pintar a aquel hombre excéntrico, que buscaba obsesivamente acostarse con ella antes que ser retratado. Las idas y venidas de la pintora y el famoso modelo frente a la tela y en la cama fueron contadas bajo la forma del más vil chismorreo por la criada en su diario. Esta mujer, amante y a la vez celestina de su señor, odió a Tamara por lo muy poco querible que ésta en ocasiones era, y también porque ella tuvo la altivez de despreciar al millonario y donjuanesco patrón.

El editor Franco María Ricci cometió la "travesura" de incluir páginas de este diario en la edición de la obra de Tamara, como pretendiendo que quien tomase ese libro y admirase las enormes figuras de la pintora eslava, debía necesariamente buscarla a ella en la cama, a ella desnuda, lujuriosa y caprichosa, bajo las palabras de la resentida criada.

Alta traición

Desde luego que Tamara de Lempicka nada sabía de todo eso. Ella había incluido un artículo en el contrato donde se obligaba al editor a mostrar el manuscrito a la pintora para su autorización antes de la publicación. Pero el editor no lo hizo. Y aunque la pintora se puso furiosa y se desesperó y amagó con diversos juicios al responsable de todo aquel desastre, el libro continuó en circulación y las hermosas reproducciones de las obras de Tamara fueron un hecho en el mundo.

Todos los que amaban el arte del siglo xx podían admirar aquello una y otra vez, volviendo las páginas: las figuras enormes y voluminosas, de una piel mágica, irradiando un extraño erotismo; casi de tamaño natural, bajo una luz increíble, realizadas con una pincelada perfecta, evocando a Bellini, a Botticelli y además –paradójicamente– al cubismo; figuras atravesadas en diagonal en el cuadro, esbozando con las manos extraños gestos, mientras al fondo, los grises rascacielos o los trasatlánticos gigantes rodean con sus abismos y metales el maravilloso cuerpo humano.

En realidad, tanto o más que la promiscua historia de D’Annunzio (viejo y desnudo y cocainómano, queriendo penetrar a la joven y arisca pintora), a aquella Tamara de ochenta años le había repugnado otro aspecto del libro, que ella consideró una impertinencia. Después de todo, la pintora había tenido numerosos amantes –de ambos sexos– y había participado durante los locos años veinte en frecuentes orgías. Su libertad sexual nunca había sido ocultada a nadie, pues a los periodistas les contestaba en entrevistas, sin ningún reparo, que siempre había tenido amantes, y que, aunque amaba mucho a su marido, coquetear le había sido absolutamente necesario: un amante guapo y joven era para ella un factor de inspiración.

Lo que más había dolido a la pintora de ese libro paradójico era tal vez el prefacio del crítico Giancarlo Marmori, que proponía la hipótesis de que Tamara de Lempicka había sido una figura relevante en los años veinte del París artístico, y que injustamente las cosas habían llevado todo hasta convertirla en una desconocida. "¡Desconocida! –exclamó con rabia ante un periodista–. ¿Desconocida de quién? ¡Sólo de esas nulidades! Yo nunca he sido una desconocida. Yo he pintado siempre. Lo que ha pasado es que ellos no miraban. Yo no quiero vivir como un souvenir. Yo sigo con lo mío día tras día. Todavía no he pintado mi mejor pintura. Cada vez que comienzo tengo la seguridad de que aquella pintura será la más grande y cada vez que la termino me siento defraudada."

Una trabajadora

Tenía razón. Había trabajo como loca durante más de cinco décadas. Durante años se había pasado pintando toda la noche sin parar, y se había ido durante el día al Louvre o a museos como los Uffizzi para hacer copias de los grandes maestros. A los veintiocho años ya había ganado un millón de dólares con la venta de sus numerosas pinturas, en pleno boom del arte de los años veinte. Mantenía a su familia, y todo salía de ese par de manos. Era una mujer que se había hecho a sí misma. Siendo una lúcida anciana, valoraba todas las etapas de su carrera: el neocubismo de los años veinte, el hiperrealismo de los treinta, los bodegones de los cuarenta, las pinturas geométricas de los cincuenta, la pintura con espátula de los sesenta. Como artista longeva del siglo xx, había corrido varios caminos, y siempre trabajando. Que a los ochenta años escuchara que sólo debían rescatarse aquellos cuadros de los "años dorados", la puso furiosa.

A la muerte de Tamara de Lempicka, en 1980, el valor de sus cuadros subió en forma espectacular. Se llegaron a pagar dos millones de dólares por su sensual e inolvidable Adán y Eva. Pero aún así, luego de su muerte, con dinero y todo, era muy difícil conseguir un Lempicka, porque quienes tenían uno no querían desprenderse de él. La farándula comenzó a comprarse los cuadros de la glamorosa pintora: Jack Nicholson ha adquirido unos cuantos –incluso de aquellos hechos con espátula– y Madonna, desde hace tiempo, los colecciona.

En vida, Tamara conoció el poder enorme de seducción que ejercían sus pinturas. Sabía –se jactaba– que en una exposición de cuatrocientos cuadros el suyo era absolutamente identificable. Y que delante, dándose codazos para ver mejor, había un tumulto de espectadores admirándolo.

Pintar y ocultar

Tamara de Lempicka murió hace sólo poco más de veinte años. Habiendo sido un personaje del brillante mundo de los ricos y famosos, sobran testimonios acerca de ella. Desde 1939 vivió en Norteamérica: Nueva York, Los Angeles, Hollywood, Houston, y finalmente Cuernavaca, en México. Alternó estas ciudades con hoteles de París, clínicas de Suiza, mansiones de Italia. Conoció a un mundo de gente, y un mundo de gente observó sus penetrantes ojos azules clarísimos, sus uñas pintadas, sus pestañas postizas, su nariz prominente, sus increíbles sombreros haciendo juego con vestidos de telas espléndidas, sus joyas, que en las fotografías se enredan en su cuello, en sus brazos o en sus dedos, como aquel anillo con un topacio gigantesco que le había regalado D’Annunzio y que llevó hasta los últimos días.

Quiso ser artista y personaje, y en varios momentos de su vida el personaje opacó a la artista. No se movió con soltura entre los teóricos del arte –a quienes no podía ver– ni entre los galeristas ni entre los marchantes. Buscaba a la alta sociedad para ser allí al mismo tiempo una estrella y a la vez una más. Entonces mucho quedó en la memoria del folclore, de la frivolidad. Quiso dar una versión de su vida y en una oportunidad comenzó a dictarle su biografía a su única hija –Kizette–, pero luego desistiría, cansada. La hija publicaría unas memorias sobre su madre en 1987, que, complementadas con unas largas entrevistas realizadas por unas japonesas a la pintora antes de su muerte, pueden dar idea de la historia y la realidad de esta excéntrica o extraña pintora.

Pero, ya sea porque ella negó o manipuló los datos, ya sea porque los testimonios no coinciden, lo cierto es que a pesar de ser un personaje público y entrevistado, Tamara de Lempicka se llevó unos cuantos secretos básicos a la muerte (por no decir tumba, ya que sus cenizas fueron desparramadas desde un helicóptero sobre un volcán mexicano).

Se llevó, por ejemplo, nada menos que el dato de su fecha de nacimiento. Con su temprano complejo de femme fatale, Tamara decidió ocultar la verdad de su edad. Se calcula que su nacimiento fue entre 1895 y 1900. Como buena narcisa, quiso siempre parecer más niña de lo que en realidad era. A los treinta y cinco años, por ejemplo, se inscribió de incógnito en una escuela de arte italiana, sin maquillaje y con tacón bajo, pretendiendo pasar por una adolescente. Y está el hecho insólito, sin desperdicio, de que desde que su hija Kizette fue una jovencita, Tamara no la presentó jamás como a su hija, sino como a su hermana. Quería ser eternamente joven, aunque era enemiga de las cirugías estéticas. Envejecer era perder energía, poder de seducción, creatividad, pasar de moda. Todo esto la aterrorizaba y así mentía olímpicamente sobre su fecha de nacimiento.

No sólo sobre su fecha. También sobre su lugar. Durante años se barajó la versión, lanzada por la propia pintora, de que ella era polaca y que había nacido en Varsovia. Hoy, a la luz de distintos documentos, se sabe que nació en Moscú, y que su padre, Boris Gurwik-Gorska, era una empresario judío y ruso. Tamara jamás habló del padre ni dio explicaciones de por qué no lo hacía. La biógrafa Laura Claridge supone que el padre de Tamara se pegó un tiro cuando ella tenía cinco años: de hecho, ella había hablado en ocasiones sobre una escena espantosa de suicidio cuyo protagonista habría sido un supuesto tío. El suicidio del tío fantasma coincide cronológicamente con la desaparición del padre de Tamara y la sustitución de su presencia por madre, abuela y tías: un auténtico matriarcado de mujeres eslavas tremendas a las que Tamara nunca perdería de vista como modelo para salir adelante.

Adiós, Rusia

La madre de Tamara era una aristócrata polaca: la niña vivió la infancia yendo a pasar vacaciones a Polonia, pero también a París y a Italia, donde desde pequeña entró en contacto con la deslumbrante belleza de los pintores del Renacimiento. También residió en su adolescencia en San Petersburgo, metida absolutamente en las fiestas, el lujo y el hedonista e irresponsable discurrir de la aristocracia rusa en los años anteriores a la revolución. En una de estas fiestas de disfraces conoció a quien sería su marido, un refinado polaco, casi como ella, Tadeusz Lempicka, cuyo atractivo rostro sería inmortalizado en el célebre Retrato de hombre inacabado, que le haría la pintora en 1928. El joven era abogado pero no trabajaba, y pertenecía a una rica familia con tradición de despilfarro. Tamara se empecinó con él –era un hombre de aspecto increíblemente seductor– hasta que se embarazó y casó prontamente. Ambos vivían de los padres. En 1916 tuvieron una niña, que nació en San Petersburgo, aunque después ante todo el mundo Tamara mintió impunemente que Kizette había nacido en París en 1918.

Cuando llegó la revolución Tadeusz se involucró con los rusos blancos en actividades contrarrevolucionarias. Quizás ya pertenecía previamente a la policía secreta del zar y por eso no trabajaba. Lo cierto es que una noche, estando la pareja en su apartamento haciendo el amor, la puerta cayó a patadas y Tamara desnuda vio venir hasta ellos a la guardia bolchevique, con sus abrigos de cuero. Tadeusz fue llevado preso y ella salió detrás en plena noche nevada, en bata, para ver qué hacían con su marido. En el camino tropezó y cayó contra un caballo muerto semienterrado en la nieve: lo habían descuartizado algunos hambrientos para lograr comer.

Ningún aristócrata estaba seguro en aquellos tiempos. Ni siquiera el zar, que fue acribillado mientras Tadeusz continuaba preso. Tamara removió cielo y tierra para poderlo liberar de la cárcel. Hoy consta que, gracias al cónsul sueco, Tamara consiguió los papeles que le permitirían escapar a Copenhague y conseguir la libertad de su marido. Para que el cónsul le hiciera tal favor, la futura pintora tuvo que acostarse con él. Después de pasar la noche con su "salvador", Tamara vomitó en las alcantarillas.

No fue Copenhague el destino final de la pareja prófuga, sino París. Tamara, como toda integrante de la aristocracia eslava, conocía la capital francesa, hablaba fluidamente el francés y había comprado siempre sus ropas allí. Pero en 1918 el panorama era muy distinto. Apenas unas joyas se habían podido rescatar de la fortuna familiar: como tantos rusos blancos, Tamara y su marido debieron archivar su historial de nobles refinados y pasar a formar parte del ejército de seres sucios y derrotados que bajaban del tren para hallar un hospedaje barato en París. Algunas condesas rusas se dedicaban a ser modelos, pues estaban delgadísimas. Otros condes, que habían manejado sus flamantes automóviles, en París hacían de taxistas.

Empezar de cero

Tadeusz, el marido de Tamara, estaba deprimido y abúlico, bebía y no quería trabajar. Le pegaba a su mujer, que estaba histérica.

La hermana de Tamara vio un día los magullones que le había hecho el marido y le aconsejó: "Tienes que trabajar." Y después, recordando las habilidades para el dibujo que desde niña Tamara tenía, le aconsejó que tomara clases en una escuela de arte: vendiendo cuadros podría mantenerse y mantener a la familia.

Tamara lo hizo, y lo hizo tan en serio, que a los tres años ya estaba exponiendo en conocidas galerías y vendiendo retratos a los ricos de París. Hizo unos retratos mágicos: mostraba a la gente cómo era por dentro y por fuera.

Su aprendizaje fue vertiginoso. Alumna en primer término de Maurice Denis, lo despreció más tarde por ser éste un secuaz de Cézanne, al cual la pintora despreciaba, por borroso y confuso. Admiradora de la luz, de la pincelada perfecta, de todo aquello que le había llenado los ojos en varios viajes a Florencia y Roma, se desligó fácilmente de las teorías de su maestro.

Tamara despreció en general todas las teorías, porque quería demostrar a todo el mundo que ella se había hecho a sí misma, que todo, todo –incluso esa maestría que irradian sus cuadros– lo había conseguido con el trabajo y la voluntad. Nunca reconoció influencias de sus contemporáneos, aunque varios lazos estéticos la unen a André Lhote, quien también fue su maestro. Lhote, por un lado, la empapó de la belleza de los desnudos de Ingres y, por otro, defendió en la cabeza de Tamara el cubismo como un retorno al clasicismo.

Pero mucho más que las escuelas formales de arte, los años veinte de París fueron fundamentales en la formación de Tamara a través de lo que vulgarmente se entiende por "escuela de la vida". En estos años, aunque pintaba frenéticamente por las noches –con la nariz llena de cocaína–, Tamara respetaba las reglas del juego de la vida de los artistas y concurría a los cafés. Los cafés estaban llenos de debates estéticos y de chismorreos: verse, observarse, criticarse, era fundamental en ese amasijo humano y artístico donde florecieron no sólo las vanguardias sino también el concepto de la galería, de arte como mercancía, de objeto artístico plausible de ser vendido e intercambiado.

La mujer nueva

En los cafés conoció por ejemplo al líder del futurismo, Marinetti, de quien probablemente fue amante. Cuenta el anecdotario que una noche, Marinetti incitó a los contertulios de una mesa a quemar el Louvre: Tamara estaba allí y ofreció llevarlos en su auto. Cuando fueron a buscar el auto, éste no estaba: se lo habían llevado por mal estacionado. El Louvre siguió vivo.

Hacer lobby era fundamental. Tamara lo sabía, y aunque siempre respetaba ciertos horarios y almorzaba con su hija –y la acostaba y la arropaba y le decía buenas noches– luego salía constantemente, noche a noche, llevando una vida que muy poco tenía que ver con el rol tradicional de esposa y madre. El lesbianismo entró a formar parte importante de su vida. La bisexualidad era moneda corriente en aquellos años parisinos, pero las lesbianas tuvieron su década dorada en París a través de la presencia de Gertrude Stein o Natalie Barney, entre muchas otras, que eran tildadas de "amazonas". Tamara circuló por estos espacios y, de hecho, es probable que varias de sus voluptuosas modelos de senos erguidos y pezones erectos, y de vientres y muslos gigantescos, hayan sido sus amantes. En aquel tiempo era frecuente que las modelos fueran prostitutas y, de hecho, Tamara frecuentaba orgías, no ya de famosos intelectuales sino orgías variopintas en los oscuros cobertizos de los costados del Sena.

La imagen de Tamara lamiendo un body art de paté a una muchacha en una fiesta, y al unísono, la imagen de su marido y su hija durmiendo a la misma hora en su casa, es impresionante. En realidad, Tamara hacía la vida de todos: muchos hombres y mujeres artistas estaban en la dinámica de Tamara, pero los hombres no eran condenados y las mujeres o eran lesbianas, o sin esposo y sin hijos. La biógrafa Laura Claridge insiste en esta situación excepcional de Tamara de Lempicka: ser pintora, ser madre y ser esposa de un empleado bancario era absolutamente extraño en aquel París de los años locos.

El matrimonio de Tamara con Tadeusz no tardó en convertirse en un infierno. Frente a la imagen de Tamara sopapeada hay que pensar en el testimonio de Kizette adulta que recordaba a su madre persiguiendo con un cuchillo a su padre en pijama y a éste escapando por el ascensor.

Tadeusz resistió el terremoto de su matrimonio, pero finalmente dejó a la bella pintora por una rica y gordita señora polaca. A Tamara se le vino el mundo abajo: persiguió al marido largamente, destruida, aunque continuó acudiendo a cafés, fiestas y tertulias. En 1933 se casó nuevamente con un aristócrata –aunque de origen judío–, el millonario barón Kuffner, a quien pintaría en un retrato como un hombre enérgico y de gran personalidad, todo lo contrario a la imagen del bello e indolente Tadeusz.

Con el barón Kuffner –que era un gran coleccionista de arte y un profundo admirador de Tamara– continuaría casada en una relación de estrecho afecto hasta su muerte, ocurrida por un infarto en 1961. No siempre estaban juntos, no se sabe si habían mantenido relaciones sexuales, pero es un hecho que el matrimonio, de algún modo, funcionó. Para la artista su marido millonario y refinado fue un apoyo desde todo punto de vista que le permitió sobrellevar la emigración –seguramente forzosa– a Estados Unidos, y continuar pintando por varias décadas.

Muchas veces se ha dicho –y ella también lo sostenía– que Tamara no puede ser juzgada con una moral de clase media. Criticada por narcisista, egoísta, infiel, frívola, señora de alta sociedad, tacaña y dada a la gula, esta mujer también dejó la impresión en muchos de ser sumamente inteligente, una mujer inolvidable y una gran amiga.

El alcohol, la locura y la crueldad fueron bandera de muchos de los artistas que se sentaron junto a ella en los cafés de los años veinte, o entre los que se burlaban de ella tildándola de reaccionaria en los sesenta. Tamara no se dio al alcohol, porque le parecía que las despreciables borracheras denigran al individuo y le hacen perder el poder sobre sí mismo. Su locura pasó por los largos periodos de depresión que la hundían en la cama durante semanas impidiéndole pintar. No puede decirse tampoco que fuera cruel, porque, aunque insoportablemente egocéntrica, hacía de los afectos un lugar determinante en su vida.

Tal vez convenga más admirar sus bellos cuadros que sus monstruosidades, como todo el mundo lo hace con Picasso.