Jornada Semanal, 17 de febrero  del 2002                                 No. 363
Enrique López Aguilar
Música "Clásica"  (I)
A Finuca


 El adjetivo clásico, que hoy se aplica indistintamente para cuanto quiera ponderarse como paradigma o modelo de algo, y cuya connotación estética parece incuestionable, se difunde desde esa obsesión dieciochesca por ofrecer esquemas de referencia que valieran para fijar, pulir y dar esplendor a todos los órdenes de la actividad artística, los cuales no se consideraban valiosos si no se remitían al equilibrio que la Ilustración creyó encontrar en la cultura grecolatina. Fruto de los afanes clasificatorios y enciclopédicos propios del siglo XVIII, surgió la idea de establecer categorías, muchas veces arbitrarias, para definir grandes etapas históricas: si la Grecia y Roma antiguas parecían ejemplos de equilibrio en todos los órdenes de la vida, a los siglos que abarcaron esas civilizaciones se les consideró llenos de luz y dignos de llamarse clásicos, por antonomasia; así, casi parecía natural que a los mil años que siguieron después de la caída del Imperio Romano se les viera como tiempos de oscuridad, razón por la cual Voltaire no dudó en bautizarlos como Edad Media, es decir, como un periodo oscuro que interrumpió la cadena luminosa que, después, se continuaría en el Renacimiento y a la que sobrevendría una nueva etapa oscura, el Barroco. ¿Qué mejor cosa que llamar neoclásica a una cultura obstinada en seguir los saludables caminos enseñados por Grecia y Roma?

Contra lo que se cree, la palabra clásico no se deriva del latín classis (‘escuadra’), ni de classicus (‘trompetero’), ni de classicum (‘toque de trompeta’), palabras relacionadas con las actividades militares, sino de mecanismos más cívicos y hacendarios implementados por Servio Tulio a mediados del siglo VI a.C., mediante el censo que le permitió determinar un orden fiscal dentro de la sociedad romana para saber quiénes pagarían impuestos y cuántos: como resultado del censo, se dividió a los romanos en cinco classes (cuyo singular es classis), de acuerdo con la capacidad de cada una de ellas para pagar un caballo, monturas, armas y escudos (puesto que en esa época no se distinguía aún al ciudadano del soldado) y, de acuerdo con esas solvencias financieras, se realizó una escala que iba de la primera a la cuarta clase, las cuales estaban sujetas a un gravamen proporcionalmente gradual; la quinta, la de los proletarius sin recursos, debía ser subvencionada por el Estado: la culta palabra clásico se originó en una terminología que, en principio, sirvió para diferenciar las clases sociales en Roma de acuerdo a sus recursos económicos.

El segundo momento de la palabra la determinó Cicerón en AcademicasII, 73, en el siglo II a.C., en un pasaje en el que, hablando de Demócrito y los filósofos que lo antecedieron (Critón, Cleantes…), valora a esos predecesores, tanto por su valor filosófico como literario y declara que, en efecto, hubo otros antes de Demócrito pero, en comparación, todos ellos parecen de quinta clase (quintæ classis), con lo cual alude a los resultados del censo realizado por Servio Tulio, pero desplazando el sentido de lo social a un juicio de valor literario y filosófico: cabe decir que cuando actualmente se expresa que algo "es de quinta", para referirse de manera despectiva al escaso valor que eso tiene, se está repitiendo el marco de ideas en el cual pensaba Cicerón.

El momento definitivo del término ocurrió en el siglo II d.C., cuando Aulo Gelio, en las Noches áticas XIX, 8, a propósito de una discusión sobre el buen o mal uso de una palabra, hace que uno de sus personajes invoque la consulta de la autoridad de Julio César (De analogia), quien era famoso por la sencillez de su prosa; ante esto, otro de los interlocutores replica: "mejor menciona a algún escritor clásico que no sea proletario", frase en la que classicus tiene un interesante sentido metafórico: de referirse antiguamente a la persona que poseía tierras, con Aulo Gelio pasó a designar al escritor que tenía un lugar en la historia literaria; por oposición, el scriptor proletarius era aquél que tenía hijos, es decir, obras, pero no un lugar, como quienes pertenecían a la quinta clase en el censo de Servio Tulio. Este fue, también, el momento en el que clásico adquirió su connotación moderna de "modelo", así fuera de manera muy indirecta.

¿Qué es lo clásico? ¿Qué es ser un clásico? El origen de una palabra ofrece muchas claridades, pero no esclarece el devenir de la misma ni sus cambios y enriquecimientos (o empobrecimientos) sucesivos. Manoseado hasta el cansancio, el adjetivo clásico ahora se emplea para intentar la definición de casi cualquier cosa. En su luminoso ensayo "Sobre los clásicos", el ya clásico Jorge Luis Borges entiende que la noción de clasicismo cambia de país a país, de época a época, de persona a persona y de circunstancia en circunstancia. Me parece que lo clásico es algo que llega a formar parte tan íntima de nosotros que pareciera integrar nuestra ontología; despojados de eso, perderíamos algo invaluable de nuestra esencia: músicas, libros, ideas, personajes, edificaciones, imágenes que nos habitan aunque no las frecuentemos como, tal vez, quisiéramos, pero que nos construyen cotidianamente. Casi de manera platónica, la recordación de los clásicos (su presencia diaria en nosotros) proporciona a cada individuo una suerte de evidencia arquetípica, de modelo insoslayable.

Además de los amados libros de Borges, desde los cuales realizó la fundación de sus ideas, y transvasando sus certidumbres a otros universos, creo, con él, que "clásico no es un libro […] que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad".

(Continuará.)



Alberto Ruy Sánchez, jardinero

Con Los jardines secretos de Mogador (Alfaguara, 2002) Alberto Ruy Sánchez vuelve, convertido en jardinero, al mundo árabe, el ámbito que ha elegido para cultivar sus historias. Sus novelas se apuntalan en la arquitectura, la poesía amorosa y la pasión narrativa que nos ha legado el Oriente, para explorar, con el mismo ánimo lúdico con el que estas culturas los han tratado, los dos temas que signan sus libros: el deseo y el amor.

Aquí volvemos a encontrar su pasión –compartida por los árabes– no sólo por los jardines, también por lo velado, lo encubierto, lo que estimula la imaginación y aviva el deseo con la llama del misterio: las celosías, que nos permiten adivinar pero no ver, los velos que sugieren, los tatuajes que visten la desnudez y al mismo tiempo la muestran, las túnicas que ocultan el cuerpo amado, los pétalos que encierran el corazón perfumado de la flor y el jardín aislado que encubre un desierto y que a su vez esconde un oasis.

Si Los nombres del aire es una exploración del nacimiento de las pasiones y En los labios del agua un análisis de la materia combustible del deseo asumido y las fantasías, Los jardines secretos de Mogador es el libro del amante que lucha contra la costumbre, es el libro del amor maduro que da frutos. Esta novela pertenece a una tradición árabe llena de prestigio: los rawdiyyat o "libros de los jardines", en los que éstos se comportan como personas y las personas florecen o se marchitan, los bosques son selvas de pasiones y los besos se dan a flores "que son como las manos del califa". En Los jardines… hay poemas que recuerdan la poesía del célebre Ben Jafacha, y la de Ibn Zamrak, ésa que decora las paredes del jardín de palmeras pétreas y gráciles que es la Alhambra, poemas protagonizados por seres humanos sujetos a leyes vegetales y jardines que "muestran todo género de maravillas/ que no existen ni aun se sospechan en el Paraíso".

Jassiba, la amada, es huérfana y está embarazada. Su historia se desarrolla entre la muerte del padre y el alumbramiento del primer hijo, entre estos dos puntos cardinales del devenir humano. Ella, narradora, guardará silencio y callará sus historias para probar a su amado, como una Scherezada a la inversa. No le interesa sólo el placer del cuerpo. Al igual que en Occidente, como en las cortes de los poetas provenzales, los árabes tienen una tradición de amantes puros que viven sólo el amor de la mente y el espíritu: los udras. Jassiba es udra y hurí, y pide a su hombre que al mismo tiempo la conozca y la sorprenda, una antigua recomendación asentada con grave seriedad por Algazel en el Libro de los buenos usos en el matrimonio

Para Jassiba, heredera de la pasión jardinera de su padre, el hastío es el enemigo del amor. Su jardín, su ryad, es la metáfora viva tanto de su cuerpo y sus sentimientos. Ruy Sánchez nos recuerda que la palabra jardín nos fue legada por Oriente y significa "pequeño paraíso". No es casualidad que el Kama Sutra árabe, traducido por Sir Richard Burton, se titule El jardín perfumado. Ruy Sánchez lo sabe; en lugar de entregarnos uno, como aquél en el que el jeque Nefzaoui recoge el dilatado catálogo de caricias de su mundo y su época, nos describe, por orden de Jassiba, diecisiete jardines.

Como Marco Polo en Las ciudades invisibles de Italo Calvino, el narrador debe traer consigo cada noche la historia de un lugar lleno de prodigios. Para los árabes el Paraíso es un jardín en el que se satisfacen todos los sentidos. Diligente, el narrador los halla y nos los ofrece al mismo tiempo que los describe a Jassiba: los hay de olores, fantasmales, vistos en un trozo de tela, jardines flamígeros, de sonidos, como el jardín chino en el que los árboles son las jaulas habitadas por grillos, jardines de piedra, de redes, de discusiones bizantinas, de flores caprichosas. Ninguno es producto de la imaginación y deben ser descubiertos en una ciudad sobre la que gravita la cercanía del desierto.

En este libro, la jenna es el Árbol del Bien y del Mal de la tradición judeocristiana, la magnolia la flor que conmemora los encuentros amorosos y los cactus se vuelven viajeros. Las palmeras van a Mogador como alguna vez fueron llevadas a Córdoba por Abdel Rahmán para ser lloradas luego por el triste rey desterrado y poeta, Mutadid, quien moría de nostalgia por ellas, sus esbeltas palmeras andaluzas, cargado de cadenas en la arena del Magreb. Hasta los jardines miniatura del lejano Oriente se asientan con naturalidad en Mogador, pues como dice Jassiba, si Mogador es la "ciudad del deseo, debe ser también la ciudad de los jardines". 

Me quedo con estas líneas que me animan a buscar en esta ex ciudad de los palacios, ahora –casi irónicamente– llamada la ciudad de la esperanza, la visión de los jardines que tanta falta nos hacen. 


Noé Morales Muñoz

Juegos profanos

A Ester, Fernando y al Ángel de Vitoria, 
por las añoranzas del futuro
Ese solvente director teatral que es Ricardo Ramírez Carnero se ha tomado la molestia de dirigir dos profusas y aleccionadoras cartas al buzón electrónico que usualmente se pone a disposición de los lectores al final de cada colaboración en este espacio quincenal. El hecho, más allá de halagador, es significativo por las impresiones que sobre el fenómeno escénico vierte el maestro Ramírez Carnero a propósito de su montaje de El lector por horas, de Sanchís Sinisterra, aquí abordado de manera tangencial (e injusta, por lo demás) en un número anterior, víctima de la obnubilación biliar del columnista ante los lances del Secretario de Hacienda en funciones. Por considerarlo de sumo interés, se retoma uno de los conceptos al que el ya citado creador escénico hace referencia en esos invaluables textos.

Ramírez Carnero llama "puntos cardinales" a todos aquellos resquicios que el autor dramático, consciente o deliberadamente o no, deja sin ocupar en el corpus de su escritura. En otras palabras: ese conjunto de ambigüedades que el espectador (y antes el director de escena y demás filtros interpretativos) debe descifrar libremente en comparación con otros signos explicitados con mucha más claridad, constituyéndose estos últimos al mismo tiempo como el punto de referencia que permite hipótesis mucho más certeras acerca de aquél. En el caso del El lector..., Sanchís se vale de una estilización casi matemática para velar ciertos datos esenciales de su desarrollo de trama que, aunados a una estructura caprichosa en cronología y ritmo, dotan a su obra de esa multiplicidad de niveles de lectura tan característica en él. Y de pocos otros escritores, cabe resaltar.

Finalmente, y amén de ser una cuestión de maestría y dominio de su oficio, el que un dramaturgo enriquezca así sus propuestas escénicas pasa por un asunto de estilo. El autor chiapaneco Carlos Olmos, por su parte, aventura una sórdida crítica a los sistemas de poder tan tradicionales en el México de siempre desde otra trinchera estilística, la farsa de humor negro, en su Tríptico de juegos, que a más de medio siglo de haber visto nacer su primer cimiento no pierde un ápice de vigencia. Quizás por esto mismo es que un copioso y ecléctico grupo de productores privados (en el que cabe hasta un ex centro delantero señero: Luis García) se da a la tarea de reponer en el Teatro Helénico, a diecisiete años de distancia, Juegos profanos.

El texto de Olmos, como los dos previos que completan la trilogía, pretende una sórdida e irónica mirada a temas aún hoy considerados tabúes por la mayoría: parricidio, incesto, necrofilia. Con la constante de la problemática de pareja como tema central, las tres obras se permiten de paso una corrosiva revisión de ciertas instituciones como el matrimonio y la familia, muy a la manera del primer Hugo Argüelles.

En donde cabe traer de nuevo a cuento la tesis de la cardinalidad es a propósito del montaje de Sergio Cataño de la obra de Olmos. Si bien el texto es mucho más estrecho en cuanto a libertades de interpretación, su utilización de ciertos juegos de planos de realidad y de teatro dentro del teatro lo enriquecen de manera ostensible, dotándolo de la posibilidad de variaciones tonales que lo vuelven lo suficientemente complejo para trascender la condición de mero ejercicio de género puro. 

Y es que la plataforma anecdótica se pone al servicio de esta multidimensionalidad: dos hermanos en oscuro amasiato, Alma y Saúl (Kate del Castillo y Julio Bracho) participan de un macabro juego de vulneraciones mutuas, azuzados por la enorme carga de una infancia tormentosa de altos vuelos freudianos: complejos edípicos, incesto filial y otros ingredientes de una ensalada explosiva que deriva en parricidio. Siendo esta línea narrativa perfectamente clara para el espectador, el interés principal radica en esa representación de lo pasado como explicación de un presente profundamente amoral, en el que no existe el menor esbozo de sensibilidad. El discurso de Olmos, aunque denso, recurre a la farsa estridente como herramienta discursiva.

Sergio Cataño no parece haber localizado esta dualidad entre farsa y solemnidad y presenta una puesta de carencias notables. Incapaz para ubicar el tempo preciso que el texto requiere, Cataño diseña traslados actorales demasiado largos e innecesarios que, aunados a un diseño de escenografía e iluminación notables pero opuestos por su amplitud a la sensación de encierro que el autor solicita, terminan por propiciar un indeseable distanciamiento con respecto al espectador. Además, la imposibilidad de tensar una línea interpretativa sólida y de matizar debidamente las múltiples transiciones de sus dos actores propician que el efecto buscado por Olmos se presente de manera invertida: el público se ríe cuando ha de conmoverse y viceversa.

El rendimiento del elenco motiva a recordar la diferencia entre los lenguajes expresivos del actor con relación al medio de expresión en el que se mueve. Kate del Castillo convierte a su Alma en una caricatura del personaje que Olmos diseñó, al presentarla con un excesivo barniz infantil. Su inocultable tendencia a la ilustración, la nula organicidad de sus transiciones y la monotonía vocal en sus parlamentos son los característicos de quien acostumbra trabajar bajo las circunstancias propias de la realización televisiva. Julio Bracho confunde intensidad con sobreactuación y, pese a un esfuerzo mal canalizado, naufraga junto con el resto de los integrantes de un proyecto que requiere sin duda replantear ciertos puntos de partida.

Luis Tovar
El déjà vu
de lo ya visto (I)

El pasado fin de semana, Columbia Pictures tuvo a bien estrenar Corazones rotos, largometraje con el que Rafael Montero dio fin a una ausencia en la pantalla grande que ya casi alcanzaba los cinco años. Recordado sobre todo por Cilantro y perejil, filmada en 1996 y estrenada al año siguiente, Montero es uno de los mejores ejemplos de un proceso que comienza a adquirir visos de sintomatología cuando uno se da a la tarea de revisar la trayectoria de ciertos directores mexicanos. Véanse si no los siguientes apartados, en los que, salvo la obvia necesidad de cambiar un poco las fechas y, desde luego, los títulos de cada producción, bien podría estarse hablando de otro cineasta de los que actualmente se encuentran en activo –pongamos, por ejemplo, a Juan Antonio de la Riva o bien a Carlos García Agraz:

1. Rafael Montero es egresado del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos.

2. A los veintidós años de edad, es decir, en 1975, debutó como director con un cortometraje que llevó por título El infierno tan temido y que anunciaba a un director en ciernes de quien podían esperarse buenas cosas.

3. Tuvo que esperar tres años para filmar su primer largometraje: Adiós, David, adaptación ni más ni menos que de Ciao Massimo, de Cesare Pavese. Producida todavía en los aciagos tiempos en los que sólo tronaban los chicharrones de Sasha Montenegro, Lin May y demás epidermis antihistriónicas, esta ópera prima era toda una rareza y, en buena parte debido a eso mismo, una de las contadas cintas que en aquel entonces no daba pena decir que estaba filmada en México.

4. Diez años –sí, ni más ni menos que una década enterita– después, se encargó de la dirección del episodio "Viajeros" en Historias de ciudad (1988), conjunto de cuatro relatos de mediana extensión. Los otros tres fueron dirigidos por Ramón Cervantes, Gerardo Lara y María Novaro. De estos cuatro cineastas, sólo Montero y la directora de El jardín del edén han tenido un desarrollo visible, mientras que sus compañeros en este "concierto a cuatro voces" se encuentran totalmente fuera de circulación en cuanto a dirigir una película.

5. Ese mismo año dirigió El costo de la vida, coproducción de varias entidades entre las que destacaron el imcine y la unam. Con la periclitada actriz Alma Delfina y Rafael Sánchez Navarro en los protagónicos, esta cinta perfiló a Montero como un cineasta que prefería los ámbitos y las historias urbanas, localizadas en la muchas veces difusa franja socioeconómica llamada clase media, a la que habría de volver después, como veremos.

6. La década de los años noventa, particularmente difícil para la producción cinematográfica nacional (aunque ¿cuál no lo ha sido desde finales de los cuarenta?), representó para Montero caminar sobre el delgado filo de una navaja llamada Televicine: Justicia de nadie, Ya la hicimos, Una buena forma de morir, Crimen perfecto y Embrujo de rock fueron los trabajos que el monopolio le encargó entre 1990 y 1995. De los cinco filmes, solamente Ya la hicimos (1993, coprotagonizado por Alonso Echánove y Leticia Perdigón) da por momentos la impresión de no ser una simple forma de cubrir los requisitos exigidos por el patrón. Y para no abundar en ignominias e ironías, baste anotar que la última de las mencionadas tuvo el privilegio de contar en el rol principal con la sobresaliente actriz Gaby Ruffo, cuyo mayor mérito, salvo prueba en contrario, consistió en haber sido cuñada de Eugenio Derbez hasta que su hermana se divorció del comediante.

7. De esta manera, quien aparte de las cintas mencionadas dedicó sus esfuerzos a filmar algunos documentales etnográficos para el Instituto Nacional Indigenista, mismos que llegaron a obtener reconocimientos, hoy puede ver que la mitad de sus largometrajes fueron hechos bajo la tutela de una empresa muy poco preocupada por la calidad cinematográfica de lo que alguna vez auspició. Para mayor abundamiento al respecto, piénsese solamente en quién dirigía Televicine en aquella época: se trata de Jean Pierre Leleu, actual director de programación de la cadena Cinemark; y si dirigir una productora da lo mismo que programar películas pensando siempre y solamente en la recaudación en taquilla...

8. En 1996, es decir, un año después de cobrar cheques firmados por el extinto "Tigre" Azcárraga, Montero volvió a dirigir una película producida por el IMCINE. Cilantro y perejil, que contó como protagonistas con Demián Bichir y Arcelia Ramírez, tuvo una variedad de significados para el cine mexicano: estrenada en 1997, permaneció en cartelera mucho más tiempo del que nadie se pudo imaginar, terminando así con un lustro lleno de "ya meritos" y de sinsabores en taquilla, luego del éxito de Sólo con tu pareja. En otras palabras, hace cinco años tuvimos el segundo garbanzo de a libra por lo que respecta al difícil balance de pérdidas y ganancias monetarias, y al todavía más inescrutable de dar en el blanco y filmar una película aceptada por un público masivo. Mal que le pesó a la crítica especializada, esta sencilla historia de una pareja clasemediera que se separa y vuelve a unirse, contada en clave cuasi-cómica sobre todo a raíz de las intervenciones de Germán Dehesa a manera de apostillas para la trama, le gustó a mucha gente. Paralelamente, Demián se consolidó como el actor de cine mexicano más (re)conocido, al tiempo que comenzaba la insidiosa costumbre de referirse a él como a María Rojo, a la propia Arcelia Ramírez y algunos otros, como a "los de siempre"; fue como si de repente la fama, producto natural de la reiteración pero también de la eficiencia, estuviese prohibida.

9. Como se indicó al principio de estas líneas, Montero debió esperar un lustro más para dirigir su más reciente largometraje, del cual hablaremos la próxima semana.

(Continuará.)


 
Angélica
Abelleyra
 
mujeres insumisas

Mariana yampolsky: 
despojarse de lo 
aprendido... y volar

Si algo la caracteriza es su respeto por la gente, la naturaleza y los objetos. Todo lo que la rodea le merece atención, la anima a reflexionar y lo atrapa con su cámara para dejarlo volar en imágenes. A sus setenta y seis años, Mariana Yampolsky continúa con muchas preguntas y prefiere poner en duda cualquier respuesta. ¿El fotógrafo busca la belleza? ¿Una foto es arte o documento? ¿Puede el fotógrafo dejar de ser un intruso?

Esta mujer blanca y pequeña, de cabello ensortijado color plata, sonríe casi siempre. Sólo se da un respiro y pone el rostro serio cuando habla de la pobreza y la desigualdad que muchos viven en el campo mexicano. Pueblos a lo largo del territorio nacional que Mariana ha retratado desde que pisó nuestro país en 1944, atraída por las imágenes y la historia que ofrece John Steinbeck en El pueblo olvidado. "Desde que fui joven, México era un país de encantos y atracción porque la Revolución Mexicana era muy importante. Y la película de Steinbeck, con su mensaje social tan fuerte, influyó en mí. Desde el momento en que llegué a este país quise ser parte de él y enfrentarme a lo bueno, lo malo y lo feo."

Así fue. Mariana se integró de lleno a un nuevo entorno. Nacida en Chicago, Illinois, y con estudios en Humanidades en la Universidad de Chicago, se convirtió en ciudadana mexicana (renunció a la nacionalidad estadunidense por convicción) y entre nosotros ha desarrollado un trabajo artístico que la sitúa como una de las fotógrafas fundamentales. Ésa que, sin aspavientos, lejos de los reflectores, ha conformado un enorme archivo de más de treinta mil negativos que donará a la Fototeca del inah en Pachuca. Son sus series sobre el arte popular, la arquitectura vernácula, los grupos mazahuas y otomíes; los parajes en Oaxaca, Puebla y Tlaxcala; las chozas y las palmeras reales en Tlacotalpan.

"Me formé en las humanidades y esto quiere decir el entendimiento de la humanidad. Me gusta pensar que con mis fotos logro mostrar una parte humana de aquellos que en general no tienen voz ni en la economía ni en la política ni en la cultura."

Recién instalada en México, Yampolsky no inició su camino en la fotografía. Cruzó la frontera para buscar el Taller de la Gráfica Popular y se convirtió en la primera mujer que integraba aquel colectivo de grabadores con un sentido político y social. Pero, como ella misma dice, "una siempre quiere aprender más", sumó a su oficio de grabadora el de la pintura, y se inscribió en la escuela de artes plásticas La Esmeralda.

Andaba entre placas y bastidores cuando conoció a una mujer que le marcó la vida: Dolores Álvarez Bravo. En la Academia de San Carlos empezó a tomar clases de fotografía con ella, se convirtió en su asistente y ya no dejó nunca su oficio con la cámara y un universo retratado en blanco y negro.

"Cada vez que la recuerdo no tengo más que agradecer su apoyo, su punto de vista adelantado a la época. Lola nunca tomó un ‘no’ como advertencia de lo que se debía hacer en cuanto a la foto. De ella aprendí que no hay obstáculos porque eres mujer. Y no existen porque cada una tiene su voz, cerebro y corazón para llegar al máximo en cada tarea. Lola no representaba el modelo femenino que nos habían impuesto en aquellos años. Para tomar una foto, subía a los postes, se colgaba de un árbol, tal vez para comprobar que podía empujar los límites y lograr algo profundo. También fue una persona que compartió su cuarto oscuro. A veces pienso que no he podido pagar esa generosidad con los jóvenes."

Mariana no para de hablar con admiración y cariño cuando se refiere a Lola. Y quizás las palabras dirigidas a su maestra la retraten a ella misma, en cuanto a la carrera de obstáculos que se salvan con destreza, coraje, un aprecio por la dignidad de la gente, tratando de evitar ser invasora. "Ese es el gran problema con mi oficio. Una de las tareas del fotógrafo es indagar las emociones profundas o la razón del ser, llegar al interior de las personas. Pero en mí siempre hay cierto pudor y yo sí desisto de poner mi cámara cuando algo invade la privacidad."

Su enfoque no sólo es el rostro de niños y ancianos. También sus chozas, sus implementos de trabajo, el corral y la cocina. "No podemos separar al hombre de lo que hace. Lo que trabajas te refleja. Y si construyes una casa no sólo representa tu esencia sino tu creatividad, tu espacio más íntimo. Por eso mi vista se posa en lo que hacen las manos del ser humano, junto con su mente, sus ojos, los peligros y bondades de su entorno."

Así, ejerce no sólo una estética en sus imágenes sencillas, pulcras pero lejos del estruendo. También ejercita una ética: el respeto a la dignidad humana y, al mismo tiempo, mantenerse abierta a las diferencias de concebir el mundo y de aprehenderlo. "Yo no traslado mi creencia a un poder supremo sino a la gente común, a los libros, el trabajo y lo profundo del mar. El deber de la foto es despojarse de cosas aprendidas y abrirse a otras formas de vida y de interpretar", concluye la maestra de varias generaciones de fotógrafos.

A los que empiezan, les sugiere: "Que sientan un profundo respeto por los seres humanos y la naturaleza. Que sientan lo que está sucediendo ante sus ojos. Esto es difícil pues en una sociedad llena de imágenes. Estamos bombardeados con situaciones que, de tan cotidianas, pueden hacernos perder la sensibilidad ante manifestaciones más auténticas."

Laboriosa, trabaja ahora en una serie que documenta la invasión de productos estadunidenses en nuestro país. "La segunda conquista de México: Mickey Mouse y compañía", es su nueva tarea fotográfica para ilustrar cómo el ratón miguelito, el Pókemon, las Chicas superpoderosas y la Coca Cola invaden nuestro imaginario colectivo.


Germaine Gómez Haro


Vicente Rojo: del orden al desbordamiento

Vicente Rojo es uno de los artistas más sólidos y prolíficos de la mal llamada Generación de la Ruptura. A lo largo de más de cuatro décadas de creación –su primera exposición individual fue en 1958– su pintura y escultura han atravesado diferentes estadios, conformando un estilo personal plenamente reconocible. Fiel explorador de los intrincados parajes de la abstracción geométrica, Rojo ha conseguido, como pocos artistas contemporáneos, un rigor formal en obras que resultan profundamente ambiguas y evocadoras, cuestión no siempre fácil de lograr cuando se utilizan los lacónicos vocablos del geometrismo. Obsesionado con el meticuloso cuidado en la factura de su trabajo, el artista, de origen español, repite una y otra vez el tema elegido –mero pretexto para su indagación formal– en series que desarrolla a lo largo de cuatro o cinco años, como Señales, Recuerdos, México bajo la lluvia o Escenarios. Cada grupo se concatena con el siguiente mediante estructuras muy claras que denotan la evolución de un lenguaje propio que ha mantenido una gran coherencia. Su escultura reciente, reunida bajo el título de Quince volcanes, se presenta hasta el mes de marzo en la Casa-Museo Luis Barragán, dentro del marco de los festejos que conmemoran el centenario del arquitecto tapatío.

Se trata de una serie de bronces de mediano formato –con excepción de una pieza magnífica de mayor dimensión– acompañados del mismo número de dibujos sobre papel, que recurren al lirismo para exaltar la fuerza de las piezas tridimensionales. Las obras fueron compiladas en una exquisita edición realizada por Isaac Masri (Impronta Editores), para la cual el poeta Alberto Blanco –viejo cómplice de Rojo en otras publicaciones– escribió quince poemas inspirados en los elementos minerales y pétreos relacionados con la actividad volcánica. 

La afortunada museografía, en una amplia y luminosa sala en la que las obras se integran sutilmente al espacio etéreo de la arquitectura barraganesca, hace lucir espléndidos los bronces telúricos y los finos dibujos, mientras que otros "volcanes" ubicados en un patio exterior destacan entre el verdor del jardín. Cabe mencionar el impecable estado de conservación en el que se encuentra este museo, bajo la dirección de Catalina Corcuera.

En nuestra época son pocos los artistas cuya obra pictórica y escultórica se desarrolla al mismo ritmo evolutivo. Vicente Rojo es uno de ellos, al lado de otros "rupturistas" como Pedro Coronel, Manuel Felguérez o Juan Soriano. Las esculturas de Rojo han mantenido, al margen de su pintura, sus propias articulaciones formales. En sus diferentes etapas creativas se percibe una constante exploración de los diversos caminos del geometrismo. Del rigor de la geometría euclidiana presente en sus primeros trabajos, Rojo ha transitado poco a poco hacia territorios más libres –o, por decirlo de otra forma, menos racionales– en los que consigue comunicar, de manera más vehemente, sensaciones y emociones. Su trabajo actual se inserta en la "geometría cálida y sensual" que señaló Roberto Pontual al referirse a algunos escultores latinoamericanos. Sus Quince volcanes son clara muestra de esto.

Rojo ha sostenido que su arte nunca representa elementos exteriores. Sus series alusivas al paisaje y a la naturaleza –lluvia, jardines, y ahora, volcanes– son evocaciones poéticas que dan lugar a la libre expresión del lirismo a partir de una estructura sólida. El hecho de que el artista sea profundamente riguroso no elimina la intención lúdica. Para Rojo, la repetición es el mejor camino para jugar con las formas y retar a la imaginación. Repetir implica la posibilidad de crear infinitas variaciones sobre el mismo tema hasta agotarlo. Repetir implica, también, exprimir la imaginación y el deseo para que el resultado sea todo menos repetitivo. Sus "volcanes" son el desenlace natural de la miríada de triángulos y pirámides que el artista ha desplegado, a manera de caleidoscopio, como una constante en su pintura y escultura. Unas piezas remiten a estructuras arquitectónicas conformadas por una equilibrada y racional combinación de formas circulares y rectas (Volcán encendido 1 y 5), mientras que otras más exuberantes exaltan el movimiento y la imprecisión de los fenómenos naturales (Volcán apagado 2), o bien la serenidad y mesura logradas con una extrema economía de elementos (Volcán primitivo 1).

Estas esculturas recientes presentan modalidades totalmente nuevas. Las formas limpias, mesuradas y hieráticas de su obra anterior, han dado lugar a una expresión mucho más abierta y compleja, que tiende hacia un lirismo dionisiaco, a la vez que conservan, en su factura, el rigor apolíneo. La intención a un tiempo lúdica y metódica de Vicente Rojo se percibe en cada uno de estos "volcanes", cuya fuerza invoca la inminente erupción. El carácter individual de cada pieza revela una incesante búsqueda de las infinitas combinaciones que se generan a partir de las formas geométricas elementales. Obras que trasminan el perfecto equilibrio entre la armonía y el caos, la expresión de un orden desbordado que manifiesta el arrojo del creador en la investigación de nuevos derroteros. 

(Vicente Rojo: Quince volcanes. Casa-Museo Luis Barragán, General Francisco Ramírez 14, colonia Ampliación Daniel Garza)