La Jornada Semanal,  17 de febrero del 2002                         núm. 363
Ilustración de Gabriela Podestá
Luis Tovar

Dentro y fuera

La señora Guevara, su hermana Angélica y el perro Pecoso viven en el mundo cerrado de su pequeña casa. El esposo, como casi todos los esposos de este país, no está y, tal vez, no sea; pero adquiere forma en el deseo y la necesidad de compañía que rigen el alma de la señora Guevara. Luis Tovar recorre estos caminos del amor, el deseo y la compañía en este cuento que inaugura su nueva forma de escribir sobre la soledad, tanto la solitaria como la acompañada. Su confianza en la palabra y su sinceridad lo facultan para redescubrir una serie de pequeñas cosas esenciales y, al mismo tiempo, nos permiten confirmar la eficacia de su prosa

El sonido equívoco de algo como un objeto que rueda en el patio y se aleja y la señora Guevara interrumpe apenas la maniobra de colar el café de olla; con el jarro en la mano se asoma por la puerta y ve a uno de los perros que al oír el ruido se levanta de su sitio y corre a husmear.

–¡Pecoso!

Este perro siempre tan atento. El animal se acerca y gruñe quedo. Unas caricias en el lomo, el jarro humeante, anda, vete a dormir, Pecoso, no pasó nada.

En la recámara, al otro lado del patio, Angélica espera a su hermana con la mirada fija en el tenue haz luminoso del borde de la puerta, el foco que pende de un largo cable desde el techo de vigas carcomidas; se agranda el haz, la silueta, ¿todavía no te duermes, niña?, y Angélica en la cama, con el camisón que le queda grande, la ve y sonríe; bajo las cobijas esconde su par de manos pequeñas juntas a mitad del cuerpo, mientras la señora Guevara se quita el vestido y apaga la luz.

Angélica boca arriba cierra los ojos, cambia de posición y se acurruca junto a su hermana, hunde la cabeza en el otro cabello largo y roza la espalda de la señora Guevara que al sentir voltea el rostro y luego gira sobre sí misma; ¿ya rezaste?, el murmullo y acariciarle el rostro, a oscuras reconocer sus propias facciones, con los dedos índice y medio tocar los párpados detrás de los cuales unos pequeños ojos oscuros se disponen a descansar.

El efecto del café que le hace despertar y sale de la recámara, siempre me pasa lo mismo, no puedo dormir bien; un cigarro, las estrellas que manchan el cielo profusamente y le traen recuerdos; la señora Guevara cruzada de brazos apoya el cuerpo en una columna del pasillo; el frío de la madrugada que le eriza los pezones y cómo me hace falta. Sigue con la vista arriba, suspira, y el duro contacto con el concreto le resulta incómodo; tira el cigarro y al volver a la recámara piensa en Angélica, ahí dentro, dormida, su breve y ovillado cuerpo tibio que me gusta tanto en el sitio de su esposo.

Cuántas cosas a medias, piensa en la mañana mientras le sirve leche a Angélica en un vaso pequeño y ve cómo ella troza el pan y deja el resto en la mesa; cuántos panes comidos por mitad, incompletos como el sueño de la señora Guevara, las ojeras, al barrer un poco de torpeza y entretanto Angélica juega en el patio, el Pecoso se le acerca seguido de los otros perros, nunca todos porque alguno debe andar husmeando en alguna de las habitaciones que nadie ocupa y la señora Guevara piensa en el amueblado inconcluso, la enorme pieza en donde sólo está la cama de Angélica, sin usar desde que se fue el esposo de la señora Guevara, junto a un ropero, un par de sillas y la cama matrimonial.

Angélica duerme a mediodía; en el patio es el sol quemante que se cuela hasta abajo y mancha de lunares la tierra; la señora Guevara recuerda el sonido que escuchó horas antes, a oscuras, pero no encuentra nada que pudiera haber rodado; nada, y bajo la sombra de la higuera cargada de frutos rememora que cuando él estaba el árbol no tenía ni hojas, y se le viene a la mente que Angélica la compara a ella con la higuera cada noche que la abraza, tus manos son las ramas, tus dedos y tu pelo las hojas calientitas; esa Angélica, uno de mis dos amores mientras el otro sigue ausente, y a medias en sus afectos la señora Guevara desiste de buscar el objeto que rodó en la noche y ya es otra cosa trunca, sólo un sonido extraño.

Ilustración de Gabriela PodestáEs distinto y ahora más fuerte, como el de una roca que alguien empujara; otra vez de noche, el café que se derrama y la señora Guevara sale al patio, nada, la higuera en silencio y el Pecoso inquieto que gruñe desde el cubo del portón mientras ella busca con la vista qué se mueve así, qué sucede desde ayer; los otros perros comienzan a ladrar, furiosos; ladridos de perro asustado que pareciera ver algo imperceptible para la señora Guevara que apresura el paso por el corredor y se mete a la recámara donde Angélica pregunta ¿qué rodó, Laura?, y la señora Guevara siente un miedo que no le permite pronunciar es por todo este tiempo sin él, cómo me haces falta, cómo explicarle a Angélica que quiere saber por qué ladran así los perros, y la señora Guevara se quita el vestido manchado de café todavía caliente, sin hablar se mete a la cama, mejor dormirse y busca el cuerpo de Angélica, se aprieta contra ella, duérmete, no es nada, son los gatos en la azotea que se pelean y se caen, ¿ya rezaste?, y de nuevo el sonido clarísimo de un objeto empujado ahí afuera, tan claro y tan del otro lado de la puerta que no tengas miedo, aquí estoy, ya pasó; ahora Angélica, su esposo ausente, no el oscuro pecho de Mario sino la delicada blanca piel de Angélica bajo el camisón donde las manos ocultas y tibias.

Y sin falta, las noches siguientes el sonido de algo que rueda se aloja en el patio y visita puntualmente el temor de la señora Guevara que piensa no sé qué pueda ser, nunca amanece nada tirado; y Angélica que pareciera escucharlo también sigue preguntando y al no haber respuesta espera a que anochezca para refugiarse en el cuerpo higuera de su hermana; cada tarde es esperar interminablemente la hora de acostarse, la compañía, la angustia de que comenzará el rodar pesado de algo que se adivina enorme, que intimida a la señora Guevara y la obliga a volverse la oquedad que reciba a Angélica, no tengas miedo, aquí estoy yo, y acostarse cada vez más temprano, bajo las cobijas todavía el resabio dulce pero cada vez más lejano de Mario ausente, amanecer con la cara hundida en el cuello de Angélica y las manos rodeando la mínima cintura.

La señora Guevara trata de convencerse de que no es nada, siempre he sido muy imaginativa, pero son justificaciones que se inventa a pesar de que las reconozca inútiles, desde que se casó necesita sentir apoyo y en su cuerpo el calor y la pasión de Mario, cómo me haces falta, cada vez siento que te necesito más, tus manos, pon aquí tus manos; y es la noche, las horas que no quieren avanzar, afuera el sonido de algo que rueda y no para; Angélica que finge dormir, estoy segura de que no; ahora parece que ya, no frunce más el ceño por miedo y deja de apretarse contra la señora Guevara y hay un cuerpo laxo pero tan caliente y Mario, mi amor, mientras afuera el sonido parece alejarse pero no, aquí está su rodar indubitable, pausado desplazamiento de algo como una roca enorme, tal parece que no hubiera paredes y que el calor que diario se instala en las hojas de la higuera fuese capaz de permanecer hasta la noche porque la señora Guevara siente cómo el sudor le invade la piel mientras abraza a su hermana que no reacciona con el primer beso en el cuello ni con el sonido de algo inmenso que se acerca como atraído por las pequeñas manos de Angélica que se dejan conducir, y el ruido aproximándose más, ya está aquí, ya llegaste, Mario, bésame, y aquello como una gran roca parece arrasar con la higuera, las manos en vaivén, la señora Guevara que no puede moverse, paralizada por el estrépito, como si aquello destrozara inevitablemente la puerta de la recámara con un estallido que le hace sentir un calor insoportable, tanto tiempo de haber esperado a que ocurriera, y por fin no mirar cuando los ojos abiertos o cerrados da lo mismo, en medio de un silencio que se había vuelto inusual y que no rompen ni los perros y Angélica semidormida y la señora Guevara plácida, casi creyendo escuchar oye, Laura, tengo las manos mojadas.