umbral Las calmas chichas se confunden tan fácilmente con el no-pasa-nada que, en un mundo como el actual que se agita en tantas direcciones, la aparente tranquilidad de la transición mexicana podría preludiar nuevos momentos que conmuevan al mundo. Pasado el siglo PRI, ingresamos a escenarios inéditos donde los actores sociales se redescubren a sí mismos, se recrean.


El poder como es ahora, si logra permanecer, lo hará condenado a reforzar la democracia. Dicho de otro modo, entre más se estrechen los incipientes caminos de la democracia, más corta e ilegítima será la existencia del "cambio" que se supone ha ventilado los usos del presidencialismo.

La atonía aparente de la política (de la que sólo podría salvarnos, ya que no la economía, un santito providencial y a la medida de la mediatización) es propiciada por los intereses de la clase política, cupularmente partidaria y pastelera (por aquello de las tajadas), y su obediente entrega, a los reyezuelos del Imperio, de los recursos que son de todos y de esa antigualla del siglo del nacionalismo revolucionario y la doctrina Estrada: la soberanía nacional.

El affair Juan Diego, independientemente de su indemostrable historicidad, parece la última y desesperada artimaña de las cúpulas por "encauzar" la dignidad indígena, sacarla de las calles, mellarle el filo transformador y convertir la conciencia india en un accidente menor, atavismo antimoderno resuelto en peregrinaciones dóciles y opio de los pueblos. ¿Veremos un San Juan Diego peleándole legitimidad a los Acuerdos de San Andrés? Difícilmente. El "diseño" de estrategias ha fracasado una y otra vez en su intención de manipular el despertar de los pueblos, que a lo más convertirán al santito en nuevo instrumento de lucha.

Como en las novelas del realismo mágico más banal, ahora ocupan la palestra obispos y banqueros, políticos gesticulantes, tahúres en las cámaras y las cortes. Desfilan actricillas ready made y delincuentes con patente de corso. Y nos quieren hacer creer que eso, y los deportes televisados, es todo lo que hay.

México, quizás por destino histórico, nunca ha escapado de la prueba de la realidad. La conmoción en lo que hoy es nuestra nación inauguró para el mundo el Renacimiento y el siglo XVI. La de 1910 fue la primera revolución del siglo XX, y sus vástagos bastardos fueron los últimos autócratas modernos en soltar las riendas de un Estado, en aras de la foxitransición y la necesaria reconversión del capitalismo local en sucursal de las matrices financieras.

El tránsito mexicano ha sido obra, sobre todo, de la gente, de los pueblos originarios, de los ciudadanos electores, de las organizaciones sociales que han resistido al desencanto y los cañonazos de 50 mil pesos (o su equivalente en la nueva paridad del chaqueteo). La banalidad mediática que ahoga al mainstream mundial aquí topa con alguna clase de obstáculo que, innegablemente, tiene que ver con la intensidad de la gente.

Pueblo de pueblos, México entra de lleno en la nueva modernidad (ésta de ahora) dotado de un hervor singular, aunque para muchos invisible. Subterráneo, callejero y multitudinario, en sus ámbitos la desconfianza no ha devenido desesperación, ni el desencanto claudicación.

Las protestas contra el mercado único y sus guerras, sintetizadas en el Foro Social de Porto Alegre y su ramillete de alternativas en estado larvario, tumultuoso y variopinto, buscan puertas para salir del hoyo global. Experiencias como la mexicana, aún con sus asegunes, señalan algunas de las puertas que siguen abiertas, y sobre todo, las puertas que se inauguran donde antes sólo muros había.

El tlc, las privatizaciones, el trayecto inapelable del Plan Puebla-Panamá, el corredor comercial que estrangulará al Valle del Anáhuac, la desigualdad escandalosa y la eterna declaración de hostilidades que representa nuestra frontera norte, han despertado el vigor de los pueblos enterrados y negados, su malbaratada mano de obra, sus fortalezas centenarias. Las identidades particulares se refuerzan, pues se transforman. La lucha por los derechos de los pueblos indígenas ha sido el detonador definitivo de las nuevas resistencias.

El nervio de indígenas y campesinos mueve el mapa de México y lo expande hasta Chicago, Alaska, el corazón de Silicon Valley y el agujero más profundo del Ground Zero en Nueva York.

Y el nervio de la autodeterminación transforma por lo bajo, y por delante de la ley (lenta como suele ser), las relaciones de pueblos y gentes con el poder.

México representa uno de las últimas oportunidades históricas de que una nación pruebe que son viables la tolerancia, la convivencia entre diferentes, la inclusión de todo lo que sea que verdaderamente sea. Por eso somos un país tan peligroso. No en balde la plutocracia de Wall Street y la burocracia vaticana nos tienen tan calculadamente en la mira. No conviene a sus intereses, oh sí globales, que el pueblo mexicano se salga con la suya.

Cómo que tijuanenses y chilangos, culiches y mayas, jarochos y punk-mazahuas, mujeres organizadas, barrios y pueblos que se mueren en la raya, dos-que-tres sindicatos de los que quedan, estudiantes, mineros y diableros, municipios autónomos y cultivadores del maíz de siempre, sin copyright ni manipulación genética. Cómo que idiomas y genio de pueblos, comunalidad, democracia con minúscula pero sin irónicas comillas, cargos públicos para servir sin servirse.

La variable internacional (global) se ha vuelto espectáculo de sí misma: los globalizados de arriba y los globalizados por abajo juegan en canchas distintas el destino de un solo y mismo planeta. La dualidad de hoy, que pareciera maniquea, blanco-y-negro en tiempos tecnicolor, se manifiesta en lo que Davos, y en lo que no.

En esta esquina: el hipercontrol de Big Brother, a fin de preservar el interminable bísnes de expoliar el mundo que ningún imperio ha tenido tan totalmente al alcance de su avaricia como lo tiene el imperio estadunidense (no importa que lo representen personajes tipo Bush, mientras conserve su capacidad ofensiva a escala planetaria y el negocio de la guerra no decaiga).

En esta otra: los expoliables, los prescindibles, los nadie, la humanidad existente en las regiones, en las particularidades y las ganas de seguir vivas en cada lengua, en tierras que son o deberían ser de quien las trabaja.

(Por cierto, pobre Orwell. Jamás hubiera imaginado que su terrible fantasmagoria del Gran Hermano terminaría siendo el cínico título de una "telenovela en vivo" para morbo y consumo de intimidades fingidas. Cosas veremos).

Nuestros pueblos andan. Las fuerzas de disuasión "legal" buscan atajarlos. ¿Qué ley rifará a la larga? ¿La del más fuerte y picudo? ¿O la de la justicia, la igualdad y la autodeterminación en lo particular y lo nacional, de la democracia de carne y hueso, no de ratings, urnas y papeletas que cualquier testaferro de gangsters podría quemar, llegado el susto?

Cómo no va a ser México algo más que un vecino incómodo para Los Poderes Que Son: "El que no está con nosotros está contra nosotros" dijo Bush. Por ende les urge atarnos comercial y militarmente, devorarnos de una vez, mas sin homologar los privilegios. Para los patrones de Washington, México está lleno de obstáculos. Millones de ellos.
 
 

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Estación Bellas Artes, México DF

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