Jornada Semanal,  24 de febrero  del 2002                                núm. 364 
Ana García Bergua


Yo también hablo del impuesto

Aunque lo cierto es que cuando salga este artículo ya se habrá dicho todo sobre el asunto del impuesto a los derechos de autor, la discusión se ha visto azuzada por la terquedad de dos analistas políticos de los que salen en el canal 11 vestidos de negro y escriben en Reforma, quienes insistían en que los libros, las partituras, etcétera, son un trabajo que se paga y que por lo tanto debe pagar impuestos, apoyados por el caricaturista de los domingos de ese mismo diario, cuyo cartón, si es que lo entendí, expresaba a su manera artística que el hecho de crear arte no era justificación de ninguna exención, y que él, pobrecito representante de la clase media, terminaría pagando los impuestos que los autores no pagaban. En el propio Reforma y en otros periódicos ya respondieron (y no a estos articulistas, sino a los diputados que apresuradamente decidieron aplicar el impuesto) Gabriel Zaid, José de la Colina, Fernando del Paso, Rafael Segovia, Homero Aridjis, Miguel Ángel Granados Chapa, Humberto Mussachio, Christopher Domínguez, Pablo Soler Frost, entre muchos otros, y hasta salió en Letras Libres un soneto de Griselda Álvarez, todo ello con la finalidad de dar argumentos sólidos y contundentes a favor de exentar a los autores del impuesto a los derechos por obras de creación. Entre ellos hay uno que me parece particularmente importante, y espero que los diputados –que serán quienes decidan finalmente dejar el impuesto o quitarlo– pongan especial atención a él, y es que los autores sí pagan impuestos de su trabajo, pues raro es el autor que no tenga que trabajar para sobrevivir en cualquier otra cosa, a veces muy lejana incluso a la materia que conforma su obra, la cual escribe, compone o pinta por placer o por necesidad, y no como chamba. Y que, como dice don Gabriel Zaid, a su muerte pasa a ser patrimonio de la nación, un patrimonio nada desdeñable, a menos que las personas que tachan a los autores de privilegiados no sientan, por ejemplo, orgullo por el Premio Nobel otorgado a Octavio Paz (y si no, pues que lo digan claramente). Es cierto que a algunos autores les va bien –menos mal, nomás faltaba que a ninguno–, y que también se benefician de la exención autoral obras concebidas con afán de lucro, como los libros de autoayuda o la columna del señor que escribe puros chistes en el periódico mencionado y en muchos otros, pero a fin de cuentas la exención nunca ha estado destinada a estas clase de desobras, sino a apoyar a los creadores que por su obra reciben magros derechos sin poderse siquiera dedicar a ella de tiempo completo. Si no, imaginen qué sucedería si quisiéramos pagar al Estado en especie con nuestros versos, novelas y cuartetos de cuerdas, como pueden hacer los pintores (y no siempre; pregúntenle a Von Gunten); no creo que el Estado acepte, y de ahí la demostración de que su valor no es precisamente monetario. De hecho, el impuesto afectará a la industria editorial mexicana, de por sí débil, la cual tendrá que editar más libros de autoayuda y menos de creación: ahí también queda claro qué es lo que se fomenta en realidad con estas medidas, aunque quizá lo que el Estado mexicano y sus poderes requieren en estas fechas, más que nunca, es un libro de autoayuda. Y no tengo mucho que añadir a lo razonado por plumas más altas que la mía, excepto preguntar a todos aquellos que consideran a la creación autoral un trabajo como cualquier otro, si se entusiasmarían llegado el caso en el que uno de sus vástagos les anunciara que se piensa dedicar al lucrativo arte de la lira o la pluma, tanto como si la amable criatura pretendiera dedicarse a la contabilidad; honestamente no lo creo. Y ya me paso a retirar, luego de haber puesto mi granito de arena o lanzado mi pedrusco a una discusión que no es bueno que pase ni que acabe, mientras no se resuelva.
 

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Naief Yehya


Entrevista con Ralph Shoenman (III)

Los intereses de los Bush 
Continuamos aquí la conversación con el controvertido activista Ralph Shoenman, quien afirma que los atentados del 11 de septiembre fueron una operación destinada a servir como pretexto a una guerra ilimitada para nutrir la vorágine del complejo industrial militar estadunidense.

–¿Qué piensa usted de la reacción del presidente Bush el día del ataque?

–Cuando ocurrieron los eventos del 11 de septiembre es claro que el presidente fue informado del ataque al wtc pero permaneció en la escuela en la que estaba hablando a un grupo de niños. Después se lo llevaron a una base estratégica de la fuerza aérea en Louisiana y de ahí a otra base en Nebraska y no lo llevaron a Washington sino hasta mucho después. El columnista conservador de The New York Times, William Safire, escribió que lo que le perturbaba de la explicación del gobierno para mantener a Bush en esas bases era que supuestamente los secuestradores se habían comunicado con el avión presidencial para amenazarlo. Safire se preguntaba por qué los secuestradores previnieron al presidente si realmente pensaban atacarlo, pero además cómo habían conseguido los secuestradores los códigos secretos para comunicarse con ese avión y determinar su posición. Safire escribió que seguramente había un espía en la Casa Blanca, la nsa, la cia y el fbi: "Lo primero que necesita esta guerra contra el terrorismo es una operación de inteligencia para localizar a los espías."

Hay un aspecto particular de la relación de Bush con los eventos. En 1992 el Houston Chronicle publicó un reportaje acerca de una investigación criminal realizada por la división de fraudes financieros del Departamento del Tesoro y el fbi, acerca del lavado de dinero y del pago de enormes cantidades de dinero a corporaciones estadunidenses con la intención de manipular e influir en políticas gubernamentales. Los fondos en cuestión eran nada menos que de la familia Bin Laden y quien los recibía era George W. Bush, a través de sus compañías Hurricane Energy y una entidad llamada Arbusto (por Bush en español), las cuales recibieron cantidades enormes de dinero. Esta información la retomaron el Wall Street Journal y Judicial Watch, quienes hicieron un análisis de Bush, sus compañías y la red Bin Laden. Los fondos en cuestión fueron mediados por James R. Bath, un socio del bcci (un banco que lavaba dinero del tráfico de drogas para operaciones secretas de la cia a una escala enorme y que fue objeto de uno de los peores escándalos bancarios de la historia) involucrado con Jalid Bin Mahfouz, quien se dedicaba a transferir los fondos de Bin Laden a las compañías de George W. Bush. Y de aquí salió el grupo Carlyle, una institución de inversión valuada en catorce mil millones de dólares, en cuya junta directiva están Bush padre, el ex secretario de estado George Shultz y Frank Carlucci, ex secretario de la defensa y compañero de dormitorio en la Universidad de Donald Rumsfeld; un verdadero who’s who del Partido Republicano. Esta compañía, con su enorme capital y relaciones con 240 jefes de gobierno, es un vehículo para comprar empresas que tengan cualquier relación con la industria de la defensa y después conseguirles contratos maravillosos que inflen sus acciones de manera gigantesca dejando ganancias de miles de millones de dólares. El Carlyle Group [ver la revista Red Herring, diciembre de 2001] no solamente controla contratos militares, sino que tiene enormes subsidiarias como United Defence y está profundamente involucrado con la industria farmacéutica: Carter Wallace, Endo, Kelso, Unilab y Eli Lilly. ¿Qué tiene que ver esto con las circunstancias del 11 de septiembre? El grupo Carlyle (http://www.guardian.co.uk/wtccrash/
story/0,1300,583869,00.html) está tan asociado con los fondos de Bin Laden que prácticamente existe gracias a ellos; además está relacionado directamente con la compañía que tiene el monopolio para producir la vacuna en contra del ántrax, Bioport. Esta supuesta vacuna fue dada a quinientos mil soldados y trataron de dársela a la fuerza a 2.6 millones de miembros de las fuerzas armadas estadunidenses. La Asociación de Veteranos de la Guerra del Golfo ha establecido que la supuesta vacuna es tan sólo un experimento y es totalmente inútil. Más de cien mil soldados padecen enfermedades neurológicas, deficiencias del hígado y una plétora de enfermedades relacionadas con la vacunación obligatoria de Bioport. El director de Bioport es William J. Crowe, ex director del Estado Mayor, quien fue embajador en Londres durante el gobierno de Clinton. En Londres, Crowe colaboraba con Fouad al Jibri, quien junto con Ibrahim al Jibri son los principales accionistas de Bioport. Fouad era asociado de Jalid bin Mahfouz y estuvo involucrado en la privatización de Porton Down, la base donde el gobierno británico producía armas biológicas y fabricaba ántrax. 

(Continuará.)

Puede escuchar a Ralph Shoenman todos los viernes a las 9:00 AM en: www.wbai.org, opción Listen.
 

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Marco Antonio Campos


Isabel Campos y Frida Kahlo

Fue mi madrina; pese al apellido no éramos parientes, era –las unía el tenis– la gran amiga de la segunda hermana de mi padre. Aún a los ochenta años, con fortaleza inusual, seguía jugando varias horas en el club France las mañanas de los miércoles y domingos; a partir de entonces, por enfermedades en los ojos y las piernas, comenzó un declive doloroso, y casi diría, horroroso. Lo que era una actitud positiva y un entusiasmo sonriente se volvió una larga queja y un treno abrumador.

Nació en 1906 en el pueblo de Coyoacán. Pese a haber nacido en la transición de siglo, por educación y costumbres, era más una mujer del siglo xix. Dos de sus grandes orgullos fueron haber aprendido soberbiamente bordado y cocina. Su familia era lo fundamental. El padre, hombre sin rencores, fue el dueño del cine Centenario, situado donde se alza ahora el Sanborns, en la plaza de los coyotes. Los hermanos y hermanas, como yo los recuerdo, tenían tan buen carácter e igual nobleza que ella. Isabel se casó a los cuarenta y cuatro años, con un empleado de confianza de la compañía de la familia (Campos Hermanos), con el que vivió años quietos y seguramente felices. Buscó alguna vez tener un hijo pero comprendió que la edad la había rebasado.

Desde 1971 se hizo el hábito de que fuera a comer cada quince días a su casa del fraccionamiento Acacias. No sé cuántas veces me habló de su pasado coyoacanense donde recordaba vívidamente a los muchachos y las muchachas de los años diez y veinte: los Canet, los Navarro, los Galant, los Rocha, los Kahlo... A veces me mostraba fotografías en las que me parecía adentrarme en el tiempo del daguerrotipo o en imágenes del cine mudo.

En los años setenta yo tenía idea muy vaga de quién fue Frida Kahlo. Sólo empecé a tomar una primera conciencia cuando Raquel Tibol publicó en 1977 su biografía Frida Khalo: una vida abierta, la mejor que se ha escrito hasta ahora. Es una biografía con una liga poco usual: es conmovedora y a la vez objetiva. Tibol hace hablar emotivamente a los documentos y por los documentos entramos a una vida que tiene la lógica de una tragedia griega. En el libro Tibol nunca se rebaja al morbo de la nota amarillista, y menos aún, al chisme hormigueante de vecindad, al parecer un hábito en la biografía de Frida. Nuestra crítica se molestó, sin embargo, por un "dice Raquel Tibol" que escribí en la reseña que apareció ese año en la revista Proceso; me reclamó; le dije que yo tenía otra fuente más directa sobre lo que decía y no coincidían las versiones. Le di el nombre de Isabel Campos. Se interesó en conocerla.

En aquellas comidas quincenales de los viernes mi madrina evocaba a la Frida antes del terrible accidente de 1925: andando en patín del diablo por las calles de Coyoacán o haciendo travesura y media en fiestas y reuniones o aun de noviera. "Era incapaz", decía sonriendo con una frase muy suya, es decir y en suma, era un rayo, un "diablo de simpática".

Pese a la gran amistad que las unió en los años de infancia y de adolescencia, luego del matrimonio de Frida con Diego Rivera en 1929, ya se veían muy poco. Sin embargo, no dejaron de enviarse algunas cartas y mi madrina no dejó de verla muy de vez en vez hasta el final de sus días. Isabel recordaba, por ejemplo, cuando iba a la Casa Azul a visitar a Frida y la encontraba pintando, sí... pero cuadros como si fueran de Diego, "porque Diego debía entregarlos con urgencia" y el "pobrecito Diego" estaba muy ocupado en otras cosas. Si nos atenemos a esto, algunos cuadros de caballete de Diego los hizo Frida, o al menos, se pintaron a cuatro manos. Consigno lo oído; no me interesa tener razón; júzguese como se quiera. La segunda cosa que siempre repetía era el interés de Frida por retratar a su marido, Enrique Mariaca, porque tenía rasgos indígenas.

Quizá por 1979 o 1980 , una tarde de esos viernes, sentados en la sala de la televisión de su casa, Isabel me dijo que al escombrar en los cuartos, encontró cartas y fotografías de Frida. Estaba por tirarlas a la basura. Me preguntó si tenían interés o guardaban algún valor. Yo le dije que eran importantes pero no veía en ese momento qué interés podían tener para mí; pensé en Raquel Tibol; le telefoneé y le dije que existían esos documentos. Mostró un doble interés: por los documentos y por conocer a Isabel. Sobra decirlo: Raquel Tibol ha utilizado los documentos con honestidad escrupulosa.

La mujer abierta al mundo y la mujer de pensamiento de fines del siglo xix se entendieron magníficamente. Me conmueve recordar finezas que tuvo Raquel Tibol con mi madrina, entre otras, cuando en la espléndida exposición Frida Kahlo-Tina Modotti, realizada en el munal en 1983, le sirvió de guía y la atendió en todo momento, a ella, a Isabel, tan lejana en todo al orbe cultural y artístico. Por ese tiempo la fama de Frida empezaba a ganar explosivamente terreno en el plano internacional.

Otro dato. En 1981 Raquel Tibol me pidió que llevara a casa de Isabel a dos profesionales de la televisión alemana: Gislind Nabakowsky y Peter Nikolay. Salió a la conversación la fecha de nacimiento de Frida; los alemanes dijeron que coincidía con el inicio de la revolución; Isabel puso cara de asombro: "No, no, Frida tenía un año menos que yo." En efecto: Raquel Tibol telefoneó a la delegación Coyoacán, las autoridades consultaron en el registro, y le enviaron copias de las actas de nacimiento de Frida y Cristina Kahlo: Frida era de 1907 y Cristina de 1908.

Las dos cartas y el recado muestran el afecto y la confianza que Frida sentía por Isabel. Sin embargo, existe otro documento terriblemente doloroso. Fue escrito en 1926 o 1927, cuando Frida, luego del accidente, empezaba a convencerse de que no podía tener un hijo. En una tarjeta escribió una suerte de parte informativo como ésos que se envían por correo a familiares, amigos y conocidos cuando se cambia de domicilio:

Leonardo
Nació en la Cruz Roja el año de gracia de 1925
En el mes de septiembre y se bautizó en La Villa
de Coyoacán del año siguiente
Fue su madre
Frida Kahlo
Sus padrinos
Isabel Campos
y Alejandro Gómez Arias

La tarjeta muestra al menos tres cosas: la primera, que Frida se había hecho a la idea de que sólo podía tener un hijo emblemático y que ese hijo había nacido trágicamente el día mismo de su accidente; la segunda, que su relación con Gómez Arias, de quien estaba tan enamorada, se encontraba de hecho rota y ya no podría ser el padre de sus hijos sino sólo el padrino, y tercera, que Isabel era en aquel entonces la primera de las amigas.

Javier Sicilia
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Brodsky reencontrado

Hacía tiempo que buscaba en español la obra poética de Iósif Brodsky. Me conmovían su soledad, su renuncia a las instituciones escolarizadas, su amor por el mundo y los oficios (fue expedicionario geológico en Siberia, calderero en baños públicos, viajero y, sobre todo, poeta), su confinamiento, durante cinco años, en una granja colectiva soviética acusado de "parasitismo", su liberación, gracias a las presiones que la comunidad internacional de escritores ejerció sobre el gobierno soviético, su muerte acaecida en Nueva York en 1996 y su deseo de que sus cenizas reposaran en la ciudad de Venecia.

De él había leído sólo su discurso de recepción del Premio Nobel (1987) y un puñado de poemas en diversas revistas. De ellos, su "Gran elegía a John Donne" me había acompañado durante varios años. Era unos de los mejores poemas del siglo XX que había leído.

Desde entonces busqué su obra con pasión. Nunca la encontré. Sin embrago, como una comprobación de esa verdad de los místicos que dice que uno encuentra cuando ha dejado de buscar, la encontré en el momento en que a fuerza de no encontrar había renunciado a toparme con los poemas de Brodsky. 

Tengo una amiga poeta, Patricia Abuxapqui, con la que cada jueves, junto con otros poetas de Morelos, nos reunimos a leer y a tallerear nuestros poemas. Un domingo nos invitó a comer. Al hablarme de la lectura que hacía de Cavafis, me sorprendió que al referirse a "Ítaca" se refiriera también al poema de Brodsky "Ulises a Telémaco". 

No me sorprendió que relacionara a uno con otro (Brodsky, como los más altos poetas del siglo xx –pienso en Eliot, en Perse, en Seferis, en Rilke y en el mismo Cavafis–, buscan sus fuentes en las voces de otros poetas y en la tradición –la poesía de Brodsky bebe de tres: la rusa, a través del verso de Ajmátova y, sobre todo, de Mandelstam; la griega, a través de los clásicos, y la cristiana, a través de la ortodoxia rusa y de los poetas metafísicos ingleses); lo que me sorprendió es que haya leído ese poema del que yo sólo conocía fragmentos citados. 

"¿Dónde lo leíste?", le pregunté. "Tengo una antología", me respondió y me la prestó. 

Durante varios días he tenido delante de mis ojos la antología y las traducciones que Ricardo San Vicente hizo de Iósif Brodsky y que publicó en la Galaxia de Gutenberg y el Círculo de Lectores, Barcelona, 2000, bajo el título No vendrá el diluvio tras nosotros.

Lo que me sorprende de Brodsky es la manera en que zurce la realidad del mundo con una realidad de orden metafísico o, mejor, la manera en que vincula el orden del mundo que descubre en la tradición de sus culturas con un orden divino. Un verso suyo, extraído de su "Gran elegía a John Donne", lo expresa admirablemente: "Hay alguien ahí en lo negro./ ¡Tan fina es su voz! Fina es como aguja,/ Mas el hilo no está... Y resbala en la nieve/ tan sola. Por todas partes frío, oscuridad.../ Tejiendo la noche con el alba... ¡Tan alta!"

Si algo pude definir la poesía de Brodsky es precisamente esa capacidad suya para tejer la noche de los tiempos con el alba de lo divino. ¿De que Divinidad se trata? No lo sé. El poeta, como lo he dicho a lo largo de mis entregas, a menos que sea un místico, nombra siempre, a través del choque de su interioridad con el secreto ontológico de las cosas, a ese Otro oscuro que está en "lo negro" y del cual muy pocas veces sabe quién es.

Iósif Brodsky era judío. Esa condición que siempre fue considerada un estigma tanto por la imbecilidad nazi como por la soviética le impidió alistarse en la marina. Sin embargo, era un judío que había heredado la soterrada fuerza de la Rusia imperial, cuya religión dominante era la ortodoxa, cuya estructura era esencialmente bizantina y cuyo alfabeto había sido concebido por dos monjes griegos. Esa mezcla, aunada a su búsqueda en los poetas de lengua inglesa, amasó la sensibilidad de Brodsky, a tal grado que había en él algo de cristiano. Sorprende en este sentido que cada Navidad escribiera poemas dedicados al niño Jesús.

¿Que miraba en él? Su poema "Estrella de Navidad", escrito el 24 de diciembre de 1987, lo responde: "En estación helada y en un lugar más hecho al calor/ que al frío, más a la superficie llana que al alcor,/ en una cueva ha nacido un niño para salvar el mundo;/ nevaba como sólo lo hace en el desierto en invierno crudo./ Al niño todo se le antojaba enorme: el pecho de la madre, el vapor/ de las narices de los bueyes, los reyes magos, Melchor,/ Gaspar y Baltasar, y los regalos acarreados a la cueva. Él no era más que un punto. También lo era la estrella./ Atenta, sin parpadeo, por entre leves nubes, desde lejos,/ de la profundidad del Universo, desde su extremo opuesto,/ sobre el niño acostado en el pesebre, hacia la cueva miraba/ aquella estrella. Y era del Padre la mirada."

El niño de Belén era para Brodsky una especie de poeta que desde la cálida y fría oscuridad del mundo era acogido por Dios, el zurcidor de la noche del mundo y del alba de la divinidad que rescata al hombre.

En este sentido, no es posible decir que Brodsky fuera un poeta cristiano (nada más lejos de mí que cristianizar al poeta Brodsky), sino un poeta de civilización, como él mismo definió a su maestro Mandelstam; es decir, un poeta que, mirando el reducto occidental de la civilización cristiana y acogido por la mirada del Padre, zurcía los fragmentos del helenismo, de la Rusia bizantina y de la cultura mundial para rescatarlos de la barbarie. Un pequeño punto contemplado por lo trascendente y acogido por el Verbo que el propio Brodsky llamó la lengua: eso que nos hace hombres y que bien empleada nos permite volver a vincular al hombre con lo divino.

"Independientemente de las consideraciones por las que toma la pluma [el poeta] –escribió Brodsky en su discurso de recepción el Nobel– y al margen del efecto que produce sobre el auditorio lo que sale de la pluma, por pequeño o grande que éste sea, la consecuencia inmediata de esta empresa es la sensación de haber entrado en contacto directo con la lengua, más exactamente, la sensación de caer al instante en manos de ella, de todo aquello que en ella se ha dicho, escrito, creado."

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos y evitar que Costco se instale en el Casino de la Selva. 
 


Luis Tovar


 El déjà vu
de lo ya visto (II)

Al contrario de lo que sucede en otros países, donde un creador puede tomar la decisión de preparar largamente su próxima obra, en México la espera que un cineasta debe soportar entre un largometraje y el siguiente se debe de manera preponderante a nuestra crónica escasez de recursos para casi todo. En estos tiempos, a muchos directores no les extraña que, con suerte, puede que una película suya vuelva a ocupar un espacio en la cartelera dentro de un par de añitos más, mismos que, sumados a los que ya llevan de obligada sequía, completarán por lo menos un lustro.

En este sentido, y teniendo en mente la trayectoria referida en el número anterior, el caso de Rafael Montero es paradigmático no sólo del compás de espera, sino de algo más importante: lo que sintomáticamente ha ocurrido cuando, como le pasa a los beisbolistas, se enfría el brazo.

Mal de pocos

Así pues, Montero reapareció en la pantalla grande cinco años después del que seguramente también para él fue un éxito inesperado. Debido a que los campanazos de taquilla mexicanos se cuentan con los dedos de una mano, en el ámbito cinematográfico disponemos de muy pocos antecedentes de cómo manejar el éxito. Al director de Corazones rotos, sin embargo, dicho éxito no lo llevó a la fama, como sí ocurrió por ejemplo con Alfonso Cuarón luego de Sólo con tu pareja, o con Alejandro González Iñárritu después de Amores perros. En muchos sentidos, esta peculiar situación debió permitirle a Montero preparar su siguiente proyecto sin la necesidad de, a la vez, quitarse de encima los reflectores mediáticos, tan encaminadores de almas a la hora de robarle tiempo a la producción artística para dedicárselo al usufructo de la fama (ejemplos en el cine habrá pocos, pero en literatura o en pintura mejor ni hablar).

El otro gran problema de un creador que ha sido tocado con el doble filo del éxito es decidir si lo siguiente que haga se parecerá a lo anterior o si, por el contrario, debe pensar en otra cosa totalmente diferente. La primera opción tiene el atractivo de que chance y el triunfo asome de nuevo la nariz; por supuesto, actuar así lleva aparejado el riesgo de que propios y extraños digan que fulano "se está repitiendo" (preguntarle, por ejemplo, a Fernando Sariñana). La segunda opción ofrece, a mi modo de ver, no tanto riesgos sino más bien oportunidades, nada despreciables si de lo que se trata es de contribuir –con romanticismo o sin él– al desarrollo de una cinematografía siempre anémica y, como por ahí apuntó Carlos Bonfil, encasillada en el reiterado recurso a ciertos temas y tratamientos en menoscabo de otros que siguen esperando a que nuestros cineastas se decidan. Como ya se comentó en este espacio, Vivir mata, todavía en cartelera, es un ejemplo de esto último. Nicolás Echevarría asumió el riesgo de incursionar en un género nuevo para él, con los resultados que están literalmente a la vista.

Abarcar y apretar

Rafael Montero dejó para otra ocasión el tono ligero (muchos prefirieron llamarlo superficial) de Cilantro y perejil o Ya la hicimos, y optó por un híbrido entre melodrama y costumbrismo, un poco a la manera de su El costo de la vida. Además, formalmente realizó lo que pareciera ser otro acercamiento nacional a la estructura narrativa estilo Vidas cruzadas o Magnolia (aunque de petatiux, como lo llaman esos mismos muchos): en Corazones rotos se cuentan, en sucesión casi directa, las historias de media docena de familias que cohabitan en una unidad habitacional. Además del lugar en el que residen y, por ende, su nivel socioeconómico, los personajes tienen en común sufrir las consecuencias de la crisis. La crisis, así, hablando genéricamente, pues mientras unos se las tienen que ver con la falta de dinero, otros apechugan con la soledad, otros más con la carencia de amor, todavía otros con la extinción de los sueños de juventud, y los de más allá con una mezcla de esas cuatro ausencias. Los tópicos planteados en cada subtrama, reiterados de manera un tanto innecesaria en buena parte de los diálogos, buscan producir la sensación de que el problema es uno solo aunque sean muchas las maneras de encararlo.

Quizá haya sido precisamente el propósito de crear una sensación ominosa de crisis lo que condujo a Montero –autor del guión– a la confección de tantas situaciones límite como historias maneja, con un consecuente desgaste de la tensión dramática, mismo que desemboca en una paradójica medianía: el rompimiento de un matrimonio (buen desempeño de Rafael Sánchez Navarro, Verónica Merchant no tanto); el ataque al corazón de un hombre maduro (el siempre solvente Jorge Galván); el suicidio de una mujer mayor que no le halla mas sentido a la vida (Carmen Montejo en el papel de ella misma); el ingreso a la mini corrupción de un desesperado (un Odiseo Bichir sin pena ni gloria); y la conciencia atormentada de una prostituta (interesante regreso de Ana Martin)... cada una se desarrolla con cierto apresuramiento, y en la mayoría de los casos impide que se cuenten a sí mismas, por decirlo de algún modo. En este sentido no ayuda mucho la transición entre cada historia, basada en repetir el tema musical de la película, pues sólo contribuye a que uno termine con la sensación de que ya vio lo que está viendo.

Si todavía es cierto eso de que "quien mucho abarca...", la economía de recursos narrativos habría dictado quedarse más o menos con la mitad de las historias que Corazones rotos quiere contar. A la hora de buscar las posibles razones de que Montero haya querido meter tanto en tan escueto espacio, se me ocurre que tal vez pensó en los próximos cinco o a saber cuántos años de nuevo silencio.
 

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Michelle Solano


El lector por horas

A pesar de que el colega Noé Morales ha hablado ya sobre el montaje de El lector por horas, dirigido por Ricardo Ramírez Carnero, la cronista tiene a su vez algunas consideraciones a partir del mismo y sobre la obra de José Sanchís que no quiere dejar para mejor ocasión. Sirva esta entrega, pues, para ampliar el certero análisis emprendido anteriormente por Morales.

De la dramaturgia española contemporánea tal vez la de José Sanchís Sinisterra (Valencia, 1940) es la más conocida –tanto en la lectura como en la ejecución y el análisis– en México. Reconocido por muchos como uno de los pilares del "teatro dentro del teatro", como creador de una apuesta teatral inteligente, en donde todas las partes involucradas en el proceso escénico participan no sólo del devenir anecdótico, sino que en sí constituyen el discurso, la forma y el subtexto de la obra. Sanchís es uno de los autores más prolíficos e interesantes del teatro posfranquista; su trabajo como investigador, profesor, dramaturgo, actor y director ha dado soporte a varias generaciones de teatreros dentro y fuera de España.

Características del teatro de Sanchís pueden mencionarse varias; las más sobresalientes saltan a la vista: la estimulación de una dramaturgia del actor, la búsqueda constante de un teatro no discursivo ni retórico, en el que la esencia está conformada más por lo que los personajes hacen que por lo que dicen, ya que lo importante no reside en la escena que el espectador observa y los actores elaboran, sino en la fuerza que ésta ejerce sobre la situación dramática de la obra.

En México se han montado un buen número de obras escritas por Sanchís: ¡Ay Carmela!, El montacargas, Pervertimento y otros gestos para nada, Primer amor, Perdida en los Apalaches, Ñaque o de piojos y actores, El cerco de Leningrado y El canto de la rana, por mencionar algunas. Aunque con resultados irregulares, estos montajes son la prueba de que Sanchís Sinisterra es un autor que goza del gusto de los creadores teatrales.

En el teatro Santa Catarina (que anteriormente ha acogido otras obras de Sanchís) se presenta el Lector por horas. Con las espléndidas actuaciones de Emma Dibb, Fernando Becerril y Miguel Flores (quien también participó en un montaje entrañable de Ñaque... dirigido por Alejandro Velis), en esta pieza dramática la literatura es el hilo conductor a través del cual se cuenta la historia de tres personajes: Lorena, una mujer que debido a un accidente ha quedado ciega; Celso, su padre, un hombre de negocios que pretende ayudar a que la ceguera de su hija sea más soportable; e Ismael, un hombre que se alquila como lector por horas. Tres personajes complejos, cada uno con una historia propia que se entrelaza no de modo circunstancial a la de los otros dos para conformar una historia compartida, habitada por los recovecos propios de una pieza.

Contada así, la trama parece ser sencilla y hasta un tanto burda (primera trampa de Sanchís, ya que si la obra carece de una lectura precisa por parte de quien intente dirigirla, ésta queda simplemente como un apunte descolorido de un situación determinada); sin embargo, este montaje está dirigido estupendamente por Ramírez Carnero, hasta el punto donde no queda más que aplaudir de pie. Es innegable que en el teatro existe una tendencia cada día más patente: dejar por un lado la esencia de la palabra, del texto, en aras de una mal comprendida acción dramática; para muchos, pareciera que la acción dramática tiene más que ver con lo que sucede en el escenario en términos de movimientos físicos, cambio de escenografías, música y otros elementos escénicos, y cada vez menos con la situación, el conflicto. Debido a esto, no es difícil que se juzgue que una obra es "lenta", "tremendamente discursiva" y que incluso muchos se queden con la idea de que "no pasó nada" cuando la protagonista del suceso teatral es la palabra.

Con textos de autores tan disímiles como Faulkner y Rulfo, Sanchís creó una obra que recupera la capacidad de escucha del espectador, la capacidad de lectura y asimilación del actor y la destreza e imaginación del director. A partir de la lectura de estos textos, el espectador conoce la historia, el alma, los infiernos, las carencias y los anhelos de estos tres personajes; pero la obra va más allá: es un análisis (casi un ensayo) sobre la hipertextualidad en la literatura, en el teatro mismo; sobre la condición del actor y su relación con el acontecimiento escénico.

Y sobre todo, es un ejemplo para muchos actores y directores sobre cómo elaborar un entramado de esfuerzos precisos a partir de un texto que, en apariencia, no ofrece un asidero tangible.

El lector por horas es uno de los montajes más inteligentes que se han visto en los últimos tiempos, resuelto con una habilidad digna de elogio y de una reciedumbre que no debe pasarse por alto. 
 

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