La Jornada Semanal,  24 de febrero del 2002                         núm. 364
Joyce Carol Oates          
Sylvia Plath: una vida torturada

Con una claridad estremecedora, Joyce Carol Oates nos habla de la vida y la muerte de Sylvia Plath, de Ted Hughes y de la posesiva Olwyn, del tardío reconocimiento que recibió la poesía de Plath y de las distintas formas en que los críticos la han enfrentado para alabarla sin recato o para denostarla con torpeza y mal encubierta envidia. Oates afirma que “lo más memorable de los mágicos poemas de Sylvia Plath, muchos de ellos escritos durante las últimas y turbulentas semanas de su vida, es que se leen como si hubiesen sido cincelados en el hielo del Ártico con un delicado instrumento quirúrgico”. En ellos están presentes la mirada de Virginia Woolf y el ahorro verbal de Emily Dickinson. Sylvia habló con admiración y odio de Ted Hughes: “En casi dos años me ha transformado en una loca perfeccionista […] en una desagradable, rencorosa y maliciosa misántropa…”

¿Quién habría podido predecir, en febrero de 1963, cuando la poeta norteamericana Sylvia Plath, de apenas treinta años, cometió suicidio en Londres, perturbada por su ruptura matrimonial con el poeta de Yorkshire Ted Hughes, que emergería rápidamente como una de las más celebradas y controvertidas poetas en habla inglesa de la posguerra; y esto en medio de una era brillante para la poesía, donde sonaban nombres como Theodore Roethke, Marianne Moore, Elizabeth Bishop, Robert Lowell, Richard Wilbur, Allen Ginsberg, Anne Sexton, John Berryman, May Swenson, Adrienne Rich, y también W.H. Auden y T.S. Eliot? Cuando aconteció su prematura muerte, Plath había publicado un solo volumen de poesía, The Colossus (1960), que tuvo un moderado impacto, y una primera novela de corte salingueriano, The Bell Jar (que apareció en Inglaterra un mes antes de su muerte bajo el seudónimo Victoria Lucas), al margen de cierto número de poemas muy aburridos publicados en revistas norteamericanas e inglesas. Su segundo y más valioso volumen de poesía, Ariel, editado hasta 1965, apareció en momentos en que la fama póstuma de Plath le aseguraba al libro gran impacto, reseñas destacadas y buenas ventas que lo transformaron en uno de los libros de poesía más vendidos en Inglaterra y Norteamérica durante el siglo xx. Los Collected Poems (1981) de Plath, ordenados y editados por Ted Hughes, habrían de ganar un Premio Pulitzer.

"Yo he sido creada, toscamente, para el éxito", dejó Plath claramente establecido en su diario, en abril de 1958. Pero la escritora aún no tenía idea de que su éxito sobrevendría casi en su totalidad después de su muerte, y de manera irónica: al suicidarse en forma impulsiva sin dejar testamento, le entregó su valiosa obra –al igual que sus dos pequeños hijos, Frieda y Nicholas– a su esposo separado, Ted Hughes, y a Olwyn, la posesiva hermana de éste, a quienes Sylvia Plath consideró enemigos durante las últimas y desesperadas semanas de su vida. Como su apoderado literario, Hughes tuvo el poder para publicar lo que él quisiera del trabajo de su esposa, o publicarlo muy "editado" (por no decir censurado), como sucedió con Los diarios de Sylvia Plath (1982); o, si deseaba, extraviarlo o incluso destruirlo, cosa que hizo con dos cuadernos del diario escritos durante los últimos tres años de la vida de Plath, según afirmó sin rodeos el propio Hughes: quitó de los diarios lo que insistió en llamar "cosas de mal gusto" e "intimidades", de la misma manera que eliminó de Ariel algunos poemas que consideró agresivos para la sensibilidad, con la excusa de evitar futuros sobresaltos a sus hijos. Una versión nueva, íntegra y sin editar de los diarios, llevada a cabo por Karen V. Kukil, curadora asistente de libros raro del Smith College, es "una transcripción exacta de veintitrés manuscritos originales de la Colección Sylvia Plath". Contiene más de cuatrocientas páginas de material nunca antes publicado, cuya lectura deja en evidencia que la persona a quien Hughes quería evitar sobresaltos y amarguras era, en realidad, él mismo.

Completos pero caóticos

Los diarios completos documentan, en forma exhaustiva y hasta el más mínimo detalle, sus años de pregrado en el Smith College y como becaria de la Fulbright en el Newnham College, de Cambridge; su casamiento con Ted Hughes; y dos años de docencia y producción literaria en Northampton, Massachusetts, y en Boston. Con la excepción de apéndices y fragmentos que van de 1960 a 1962, uno de los cuales describe en forma vívida el nacimiento de su segundo hijo, Nicholas, en enero de 1962, los diarios se cortan en forma abrupta en noviembre de 1959 cuando Plath y Hughes –con el matrimonio jaqueado por sospechas de Plath sobre supuestas infidelidades de Hughes– se preparan para volver a vivir en Inglaterra. Las últimas palabras que Plath escribe en el diario en 1959 son tan enigmáticas como su poesía: "Un mal día. Un mal momento. Importante estado mental para trabajar. Un estado alegre y picante donde el poema en sí mismo, la historia en sí misma es suprema."

Lo más memorable de los mágicos poemas de Sylvia Plath, muchos de ellos escritos durante las últimas y turbulentas semanas de su vida, es que se leen como si hubiesen sido cincelados en el hielo del Ártico con un delicado instrumento quirúrgico. Su lenguaje es tenso, helado y original: su estrategia, elíptica. Poemas como "Lesbos", "The Munich Mannequins", "Paralytic", "Daddy" (el poema más famoso de Plath), "Edge" (su último poema, escrito en febrero de 1963), y el profético "Death & Co.", quedan grabados en la memoria con la letanía de una perversa canción de cuna. Para Plath, "el torrente sanguíneo es poesía", y los lectores que poco conocen de la vida privada de la poeta jamás podrán comprender la autenticidad de sus emociones recurrentes: el dolor, la perplejidad, la rabia, la calma estoica, la resignación amarga. Al igual que la más grande de sus predecesoras, Emily Dickinson, la poeta comprendió que la verdad poética se trasmite en forma sesgada, con el mínimo de palabras posible.

Difícil de leer

Contrastando con esto, los diarios son un verdadero torrente de palabras, que ofrecen una muy entreverada experiencia estética incluso para el lector bien predispuesto. Como remedio a la "edición" de Hughes, una versión como ésta, totalmente sin editar del material de Plath, parece tener justificación, al menos en teoría. Los admiradores de Plath encontrarán allí muchas cosas deslumbrantes. Otros lectores hallarán aspectos fascinantes y repulsivos en igual medida. El libro no es fácil de leer, porque está organizado en forma confusa: a continuación de las entradas del diario de 1959, vuelve de golpe un fragmento de 1951, señalado por el editor como Apéndice i. Habría sido más práctico colocar los fragmentos, aislados en forma cronológica, siguiendo el orden natural del diario. Resulta, en consecuencia, imposible leer Los diarios completos sin tener al lado una buena biografía, sobre todo porque esta edición también carece de una cronología de la vida de Sylvia Plath, y las notas aclaratorias del editor aparecen desordenadas, o son muy breves.

Como un bildungsroman fragmentario, los diarios de Plath permiten descubrimientos autobiográficos maravillosos. Siendo una estudiante de dieciocho años en el Smith College, en noviembre de 1950, Plath registra reflexiones que parecen anticipar toda su vida posterior, sobre todo el dilema principal de esa vida: "‘Carácter es Destino.’ Si me veo obligada a elegir tres palabras para definir mi filosofía de vida, elijo ésas." Y en diciembre de 1955: "Quizá cuando nos encontramos queriendo todo a la vez es porque estamos peligrosamente cerca de no querer nada." La autocrítica de la poeta es incesante, despiadada, agotadora; como típica persona que alcanza metas superiores a las planteadas, terminó con un colapso nervioso al finalizar su año en el Smith College, porque no había éxito que la calmara; nunca le eran suficientes. Los desbordes maníacos reflejados en su escritura precedían a la tranquila decisión de autoeliminarse con una sobredosis de pastillas para dormir, como consta en agosto de 1953: "Tuviste visiones de ti mismo en un traje recto, y una pérdida en la familia, asesinando a tu madre en tiempo real, matando el edificio del amor y el respeto [...] Miedo, grande & feo & sollozos [...] Miedo a no poder vivir al ritmo rápido & vibrante de estos últimos años –y cualquier tipo de vida creativa." Al borde del abismo Plath es rescatada, sólo para repetir numerosas veces este personal drama demoniaco. Queda claro que la fantasía de la autodestrucción dominaba totalmente su vida; casi una década más tarde, siendo madre de dos niños y una poeta que prometía mucho, Plath se regodea en "Lady Lazarus", uno de sus últimos poemas: "Morir/ es un arte, como todo lo demás./ Yo lo hago excepcionalmente bien."

Este ejemplo planteado al detalle por Plath es una prueba de que la precocidad no implica madurez. La reflexión psicológica es mero ejercicio intelectual, sin ninguna aplicación práctica aparente: siendo niña Plath se lamenta de que "Soy una víctima de la introspección"; como mujer madura escribe que "Es como si mi vida estuviera regida por dos corrientes eléctricas: el júbilo positivo y el desespero negativo –según el que esté funcionando, éste domina mi vida, la inunda. Ahora estoy inundada por la desesperación, casi por la histeria, como si me estuviera asfixiando. Como si un enorme búho estuviera parado en mi pecho, con sus garras apretando & oprimiendo mi corazón."

Amores y odios

En medio de tanta desesperación, hay momentos de éxtasis y de revelación literaria. En Cambridge, Plath lee a D.H. Lawrence y a Virginia Woolf con intensa excitación; ambos tendrían influencia en su prosa, y a partir de allí el propio lenguaje del diario aparece enriquecido. "Tomé el bendito diario de Virginia Woolf [...] Bendita ella. Siento mi vida vinculada a ella, de alguna manera. La amo." No fue fácil para la competitiva Plath ser generosa con sus rivales, pero encontró buenas cosas para decir de May Swenson, Anne Sexton, Stanley Kunitz y Adrienne Rich ("pequeña, redonda & rechoncha [...] grandes y vivaces ojos negros"). Deja constancia de Auden en una breve y brillante descripción, tras haber escuchado un recital de su poesía en el Smith College en abril de 1953: "Auden sacudiendo su gran cabeza hacia atrás con una mueca de sus anchos y feos labios... pequeño genio travieso y pícaro."

Ted Hughes, por supuesto, es el gran amor/odio de la vida de Plath; el "semidiós", con el cual fantaseaba en su adolescencia, luego visto en carne y hueso en una fiesta de borrachos en Cambridge en febrero de 1956: "El enorme, oscuro, pedazo de muchacho, el único allí suficientemente grande para mí." Hughes era "el único hombre en la fiesta tan grande como sus poemas, con trozos de palabras enormes y dinámicas; sus poemas son poderosos y chocantes como el viento rápido en vigas de acero. Y yo grité, pensando: ‘Oh, me entrego chocando, peleando, para ti.’" Aparentemente, minutos después del encuentro, Plath y Hughes están representando una escena erótica del tipo que Plath componía en forma frecuente en su diario adolescente: "Me estampo y él se estampa contra el piso, entonces me besó con furia y me arrancó el listón del pelo [...] y mis caravanas de plata favoritas: ah, debo aguantar, me ladró. Y cuando me besó el cuello lo mordí largo y fuerte en la mejilla, y cuando salimos del cuarto, la sangre le corría por la cara [...] Semejante violencia, ahora entiendo por qué las mujeres desfallecen por los artistas." Como Plath declaró notoriamente en su poema "Daddy": "Cada mujer adora a un Fascista/ La bota en la cara, el bruto/ Corazón bruto de un bruto como tú."

En forma menos espectacular aparecen los recuerdos del deterioro matrimonial: Hughes se pone difícil, irritable, reacio a trabajar para ganarse la vida, evita bañarse, e insiste en la poco romántica tendencia de meterse el dedo en la nariz. A pesar de la repugnancia física que Hughes le produce, Plath nunca duda de los dones de su marido como poeta, aunque su glamour esté herido de muerte: "Ted apareció descuidado: su chaqueta arrugada como si se la estuviesen tirando de atrás, sus pantalones colgando, sin cinturón, con grandes pliegues, su pelo negro & sucio [...] Estaba avergonzado por algo." Sospechando que su hombre le ha sido infiel, pronto Plath le expone como un "mentiroso, de sonrisa hueca, sinuoso... ¿Quién sabe a quién dedicará Ted su próximo libro? Su ombligo. Su pene." También escribe que "en casi dos años él me ha transformado de una loca perfeccionista y una promiscua amante-de-la-humanidad" a "una desagradable, rencorosa y maliciosa misántropa". (A ningún lector de los diarios de Plath se le ocurriría verla como una "amante-de-la-humanidad", pero la imagen que tenía ella de sí misma parece haber sido decisiva a la hora de autodefinirse, al igual que aquello de víctima-mártir inocente).

Contradicciones y paradojas

La personalidad de Plath se resumía en una miríada de egos contrapuestos, todos deslumbrados con Sylvia Plath. Esto habla mucho de su fascinación por otros, para quienes el concepto romántico del poeta condenado al fracaso era sagrado. Por esa razón, su surgimiento en los años setenta como mártir e icono femenino es cómicamente incongruente con su desprecio hacia el sexo femenino ("Haber nacido mujer es mi terrible tragedia. Desde el mismo momento en que fui concebida estuve condenada a que me brotaran senos y ovarios en lugar de un pene y un escroto; todo para tener mi círculo de acción, pensamiento y sentimiento rígidamente circunscripto"), su competencia con mujeres poetas ("Lean a las seis mujeres poetas en ‘nuevas poetas de Inglaterra y América’. Aburridas, ampulosas. Con la excepción de May Swenson & Adrienne Rich, ninguna mejor o más divulgada que yo") y, más estridente, su sorprendente declaración de odio hacia su madre, Aurelia, que corre durante muchas páginas en el diario de diciembre de 1958: "En un dulce matriarcado donde prima la camaradería es difícil ser sancionado por odiar a la propia madre." "¿Cómo expreso mi odio hacia mi madre? En mis emociones más profundas la percibo como una enemiga: alguien que ‘asesinó’ a mi padre, mi primer aliado masculino en el mundo. Ella es una asesina de la masculinidad [...] qué lujo sería poder matarla, apretando su tersa y venosa garganta [...] Pero yo soy demasiado buena para matar." Uno nunca podría deducir de estos pasajes que el padre de Plath murió de diabetes, que su madre se desempeñaba en dos trabajos para sostener a Sylvia y a su hermano Warren, y que nunca volvió a casarse porque "mi hermano y yo le hicimos firmar una promesa de que nunca volvería a casarse".

Plath es una grafómana infatigable que escribe en forma compulsiva, así tenga gripe, fiebre, náuseas, calambres en el estómago, se esté metiendo el dedo en la nariz o se encuentre disfrutando de una idílica luna de miel en Benidorm, España; su odio es su inspiración, y vibra con las maliciosas descripciones de los largamente olvidados individuos sin nombre que tuvieron la mala suerte de vivir cerca de ella, o de frecuentarla socialmente. Aún así, Plath surge como una crítica severa de su "real" trabajo, y consideraba a sus diarios el lugar donde podía abrirse sin las constricciones exigidas por el arte. Tiró mucho de lo que escribió y se tomó el cuidado de categorizar el poema "The Bell Jar" como una "caldera", distinguiéndolo así de su trabajo serio. (Trabajó durante años en borradores de novelas, quedando siempre insatisfecha con los logros; cerca del final de su vida, quemó cientos de páginas de un trabajo en proceso.) De haber tenido en sus manos un manuscrito tan irregular en su calidad como el de estos diarios, Plath seguramente habría tirado cientos de páginas prontas para publicar –extensas, sofocantes especulaciones adolescentes sobre chicos, citas, clases, carrera ("¿Puedo escribir? ¿Podré escribir si practico lo suficiente? [...] ¿puede una egoísta egocéntrica celosa y poco imaginativa mujer escribir alguna maldita cosa que valga la pena?"); viñetas y borradores de historias preparadas para el mercado de las revistas de la mujer exitosa; los torpes primeros poemas ("Por el hall llega Mary, vistiendo hojas/ Cuadrados crujientes forrados de lino/ Y, vestida de verde, ella me saluda/ Con una sonrisa matinal desdentada"); incontables reiteraciones de síntomas corporales ("Me desperté como siempre, sintiéndome enferma y medio muerta, ojos cerrados, un sabor a hojarasca en mi lengua luego de un sueño horrible"); pequeñas riñas con Hughes; y la determinación de ser una buena esposa –sin dar la lata (es decir: mencionar cortes de pelo, lavados, arreglos de uñas, planes para hacer dinero, niños–justamente todo lo que a Ted no le gusta: eso, precisamente, es dar la lata). La permanente ansiedad de Plath en lo concerniente a sus compromisos con el Ladies Home Journal, The New Yorker, Harper’s Magazine, The Atlantic y otras revistas corre por el diario como un mantra demencial; el cartero es tanto una bendición como la maldición de su existencia en toda la extensión de los diarios. Dicha repetición debía haberse evitado.

Como pirañas devorando su presa, los pensamientos de la poeta corren, se agitan, surcan –es pura energía demoniaca, que agota con sólo observar y que sugiere que el motivo primario para el suicidio de Plath habría sido la extinción de esta voz-piraña. Uno puede ser solidario con el intento de Kukil por corregir la edición de Hughes de los diarios de Plath mientras surgen algunas dudas por el criterio –y la ética– que también lo llevó a relevar una extensa obra inédita de baja calidad y sin revisión de ningún tipo. ¡Pobre Sylvia! Hasta sus errores gramaticales y de ortografía son preservados con cuidado por su adulador Kukil, como si Plath no hubiese sido una joven y vulnerable escritora temerosa de presentar su mejor trabajo, sino una diosa momificada.

Como todo diario sin editar, lo mejor es leer a Plath de a poquito, y rápido, idéntico a como fue escrito. El lector es advertido para que busque los pasajes más poderosos, líricos y fascinantes, que aparecen con suficiente abundancia a lo largo de estas páginas como para asegurar que esta publicación póstuma de Sylvia Plath es una verdadera rareza, un evento literario genuino que se acompasa con la agresividad del reclamo mítico-poético de la autora en "Lady Lazarus": "Lejos de las cenizas/ Me levanto con mi cabello rojo/ Y devoro hombres como si fueran aire."

Derechos exclusivos de The New York Times. Traducción de László Erdélyi.