Jornada Semanal, 3 de marzo del 2002                       núm. 365

UNA VOZ EN MEDIO DE LA RUINA Y LOS DISCURSOS (I)

Una tarde de julio de 1963, me dirigí a la Secretaría de Relaciones Exteriores para despedirme de José Gorostiza, poeta y secretario en funciones. Unos días después debía dejar el país para cumplir mi primera misión diplomática en Roma y quería agradecer al maestro el interés que se había tomado para que el nombramiento de tercer secretario, así ordenado por el escalafón, sorteara con buena fortuna el oleaje burocrático y saliera del mundo de los acuerdos, sellos, palomitas rojas y oficialías de partes, con una prudente celeridad.

La cita era a las siete de la tarde y a esa hora fue. Lo veo (cuando la admiración se apodera del entonces primerizo diplomático, la memoria funciona sin tropiezos) viéndome tras los cristales de sus anteojos redondos y sonriendo con tal fineza que de la sonrisa huían la impostación y el deseo de agradar. No se habló mucho:

Esa palabra que jamás asoma
a tu idioma cantado de preguntas,
esa, desfalleciente,
que se hiela en el aire de tu voz,
sí, como una respiración de flautas
contra un aire de vidrio evaporada,
¡mírala, ay, tócala!
¡mírala ahora!
¡mírala, ausente toda de palabra,
sin voz, sin eco, sin idioma, exacta,
mírala como traza
en muros de cristal amores de agua!
Me pidió que lo acompañara al teatro y nos fuimos caminando por la Alameda rumbo a Bellas Artes. No recuerdo guaruras a su alrededor, sólo al amable chofer que ya nos esperaba en la esquina de la catedral de nuestro art déco. Por esa época ya tenía casi listo para la imprenta mi primer libro y don José se interesó por él. Se llamaría Buscado amor y, por eso, pensó que el título tenía una clara influencia de Novo. Lo que yo quería era hacerle preguntas sobre un poema que mucho me inquietaba, “Declaración de Bogotá”:
En la virtud de su mentira cierta,
transido por el humo de su engaño,
he aquí mi voz
en medio de la ruina y los discursos...
Lo único que me comentó fue la circunstancia en la cual escribió el poema:
Detrás de tu figura
que la ventana intenta retener a veces,
la entristecida Bogotá se arropa
en un tenue plumaje de llovizna.
Respeté su silencio y su anhelo secreto de alcanzar una palabra más profunda, más esencial, menos engañosa e inútil:
Esa palabra, sí, esa palabra
esa, desfalleciente,
que se ahoga en el humo de una sombra,
esa que gira –como un soplo– canta
sobre bisagras de secreta lama...
En el escenario de Bellas Artes resonaba la voz de Vittorio Gassman recitando el “Orestes” de Alfieri. La escenografía blanca y el vestuario negro iban cambiando hasta que, al final, todo el vestuario era blanco y el escenario negro. Gorostiza habló de la tradición griega y de su continuación latina y renacentista. Lo hizo con brevedad, usando las palabras estrictamente necesarias. La temporada del Stabile di Roma, compañía de corta vida, debía terminar pronto. Sólo quedaba pendiente una obra de Pirandello. Me recomendó la lectura de dos obras de Ugo Betti: Lucha hasta el alba y Derrumbe en la Estación del Norte. Betti había sido magistrado y escribía sobre la problemática de la justicia.

Al terminar la obra fuimos a merendar a la Fonda Santa Anita que estaba en la calle de Humboldt. Ahí me recomendó escribir por lo menos un verso al día para mantener el pulso de la tarea poética. Con respeto y admiración me quejé por el silencio en que se había recluido después de escribir “Muerte sin fin”. Recuerdo casi literalmente su respuesta: “¿Usted cree que se pueda escribir un poema después de decir cincuenta veces al día: ‘reitero a usted las seguridades de mi más atenta y distinguida consideración?’” Repliqué que Claudel, Leger, Seferis, Gabriela Mistral, Reyes, Nervo, González Martínez, Neruda y Owen, entre otros, lo habían logrado. No contestó, pero me quedé con la impresión de que se había inquietado. Ahora siento que esa impresión era muy pretenciosa, pues Gorostiza ya había escrito todo lo que consideraba necesario escribir, entre otras cosas, el poema mayor de nuestro siglo XX. Pensamos que los dos escritores principales de la poesía moderna de México, López Velarde y Gorostiza, así como Juan Rulfo, nuestro mayor novelista, en su obra breve y exacta dijeron todo lo que querían decir. López Velarde partió en plena juventud, Rulfo y Gorostiza se decidieron por el silencio y a él se atuvieron. Sabían que “Muerte sin fin” y Pedro Páramo, al lado de la “Suave Patria”, eran ya los textos principales de nuestra literatura moderna. Había otras obras más extensas, muy valiosas también y tal vez superiores en su conjunto, pero sus dos poemas y su novela se habían convertido en los paradigmas de la literatura de un momento histórico de su país.

Más tarde, y en medio de los viajes, vino a mi memoria la cita de Lao-Tsé que Gorostiza destacó en sus “Notas sobre poesía”: “Sin traspasar uno sus puertas, se puede conocer el mundo todo; sin mirar afuera de la ventana, se puede ver el camino del cielo. Mientras más se viaja puede saberse menos. Pues sucede que, sin moverte, conocerás; sin mirar, verás; sin hacer, crearás.” Estas palabras hacían polvo mi pedantería viajera. Algo sospechaba sobre la pretendida utilidad de los peregrinajes, desde el momento de la despedida del Sr. Secretario. Así me dijo: “Recuerde, Hugo, que los viajes ilustran, pero también estriñen.”
 

Hugo Gutiérrez Vega
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