Jornada Semanal, 3 de marzo del 2002                                            núm. 365
Enrique López Aguilar
Música “Clásica” (II)

Gracias al siglo de la Ilustración, que ya había colocado en la palabra clásico una certidumbre modélica, se creyó que el raciocinio debía aplicarse a producir obras artísticas equilibradas y armoniosas, atributos que sólo se podían conseguir mediante la fiel aplicación de los principios de aquellos que "sí supieron hacer las cosas": griegos y romanos. Como se contaba con las poéticas de Aristóteles y Horacio, en las cuales se describían y analizaban procedimientos y efectos propios de la tragedia y la poesía, las preceptivas dieciochescas creyeron que en la diligente observación de lo afirmado por ambos autores se encontraba el quid para la repetición de una época clásica. Se dio valor normativo a las descripciones aristotélicas y horacianas y, de manera muy académica, se excluyó de la República de las Artes a quienes no siguieran los preceptos consagrados por la Razón: no hacer teatro ni ópera bajo el esquema de las unidades de acción, tiempo y lugar, en verso, era solicitar que la obra no fuera estrenada; la poesía retomó formas antiguas y resolvió despojarse de experimentos como los emprendidos en el Barroco; y así ocurrió con la arquitectura y otras artes, que contaban con ejemplos provistos desde la Antigüedad, apuntalados con los descubrimientos arqueológicos que revelaban las maravillas de la arquitectura antigua y que grabadores como Piranesi se encargaron de registrar en sus obras. Ante una búsqueda tan obstinada por hacer un nuevo arte clásico, y ante la conciencia epocal de que casi todo se había dicho para siempre en Grecia y Roma, dejando a la posteridad el destino de unas cuantas glosas, no es de extrañar que la historia del arte no haya titubeado en bautizar a dicho periodo creador como neoclásico.

Las simplificaciones para entender al clasicismo son frecuentes; baste cotejar a Luis Monreal y Tejada quien, de la mano de Reginald G. Haggar, en su prudente Diccionario de términos de arte clásico, además de definir lo clásico como lo perteneciente a la producción grecolatina realizada entre 530 a.C. y 330 d.C. (cálculo cronológico ante cuya precisa simetría sólo puedo declararme estupefacto), y lo producido durante la Ilustración, declara que es un adjetivo que califica a "la obra de arte de suprema calidad, universalmente reconocida y por ello ya carente de crítica". Aparte de los sobresalientes valores retóricos para entender el adjetivo clásico, es indudable que la "definición" de Monreal y Haggar, no obstante las inconsistencias conceptuales y la recargada adjetivación de la misma, tiende a apuntalar el sentido de modelo que el siglo XVIII entendía en el término. Sin embargo, la idea de calidad suprema no deja de tener sus riesgos polémicos, lo mismo aquello de creer que algo está universalmente reconocido, y cabe preguntarse si la revisión permanente de los clásicos no es una manera de ponerlos en crisis.

Un poco antes, los mismos autores afirman que el arte clásico es "esencialmente humanístico, ordenado, bien proporcionado, con formas simétricas lúcidamente definidas y sutiles refinamientos; un arte que dirige su atracción hacia la mente del contemplador y es por completo racional e intelectualmente satisfactorio". La debacle de esta definición permite entender lo difícil que es tratar de poner en otras palabras aquellos conceptos que consideramos bien asimilados a fuerza de emplearlos indiscriminadamente, y la exhibe como un lugar común hecho con frases ampulosas: algunas intuiciones que son ciertas, sumadas a otras que lo parecen, más unas en las que se refuerza lo inane, son muestra de lo que, en cierta manera, muchas personas presienten de lo clásico. Como contrajemplo está Edipo rey, de Sófocles (obra y autor clásicos, si los hubiere); medítese en la catarsis que la obra provoca mediante el horror de los hechos presentados en escena, según el análisis de Aristóteles (filosófo clásico, si los hubiere): ¿cabe pensar que el impacto producido por la obra está sostenido en la atracción que la mente del espectador siente ante lo que mira? ¿No dice el mismo filósofo que la catarsis se produce por horror o por compasión, es decir, mediante reacciones emocionales y anímicas (no inmediatamente racionales) del espectador?

Por otro lado, hay una tentación de dotar a lo relacionado con el clasicismo de aureolas estatuarias, como si cada obra y autor fueran, simultáneamente, su posteridad y su monumento fúnebre, lo cual hace olvidar que lo verdaderamente clásico debería ser un acontecimiento sutilmente cotidiano, casi imperceptible, pero con una presencia aglutinadora: el sentimiento clásico de la vida tolera intuir lo edípico sin haber leído a Sófocles, o entender los adjetivos quijotesco y kafkiano sin el conocimiento directo de Cervantes ni del escritor praguense; me parece que esta clase de apropiación inconsciente es una de las porciones más claras del meollo donde se encuentran los contenidos de la palabra clásico.

En una Guía de lenguaje musical, de Wendy Munro, se puede leer en la entrada música clásica que es la "posterior al periodo barroco, escrita entre 1750 y 1830, por compositores como Haydn y Mozart, quienes crearon y desarrollaron la sinfonía, el concierto y el cuarteto de cuerdas. La música clásica precedió a la música romántica". Al margen de los acuerdos o desacuerdos con las fechas y otras atribuciones de la música del llamado periodo clásico (que coincide con el neoclasicismo dieciochesco), no deja de ser curioso percibir el doble uso del adjetivo clásico en música: se emplea para describir un periodo determinado de su historia, o como adjetivo general para definir un cierto tipo de obra que se opone, desde el prejuicio común, a la considerada vernácula: desde luego, el adjetivo es dudoso e inexacto en ambos casos, pero tiene una enorme, arraigada difusión.



Historia de un fracaso

Si había algo de lo que yo estaba particularmente orgullosa en esta vida, era de mis dientes. No porque tenga una dentadura bonita, pues tengo incisivos de vampiro y los de adelante parecen granos de elote, pero era, hasta hace poco, de récord.

No tenía yo una sola picadura ni tuve, durante casi cuarenta años, ninguna molestia. Todos mis conocidos tienen alguna historia terrible qué contar acerca del dentista; yo no tenía nada qué decir. Lo más que podía hacer cuando se hablaba de ordalías dentales era poner cara de conmiseración y tratar de ser solidaria. Alguna vez un conocido –que lleva barba–, desesperado por el dolor de muelas, metió la cabeza al congelador del refrigerador y se quedó pegado. Lo ayudé a despegarse fundiendo el hielo con un poco de agua tibia, y me maravillé de que existiera un dolor tan espectacular. Tengo una amiga, con quien me une la amistad más entrañable desde hace muchos años, a quien sólo he visto llorar una vez: en el dentista. Sabía, pues, que la visita al dentista era algo temible, pero lo sabía de segunda mano.

Yo iba al dentista para que me hicieran una que otra profilaxis y a que me felicitara, nada más. Por supuesto, soy una maniática de la limpieza dental y todas mis pijamas tienen las mangas desteñidas porque como me cepillo durante varios minutos, a veces la espuma se escurre. Mi arsenal de productos de limpieza es enorme: hilo, cepillo interdental, cepillo eléctrico, enjuagues, pastas exóticas, chicles sin azúcar… Como el Quijote, creo que "más vale un diente que un diamante". Además, como tengo una boca enorme, era poseedora de un escandaloso superávit, pues las cuatro muelas del juicio me salieron derechas y se acomodaron, creía yo, perfectamente.

Me gustaba pensar que si hubiese nacido en otras épocas y me hubiera tocado en suerte ser subastada en un mercado de esclavos, alguien me habría comprado a pesar de mis pies planos y mi aspecto general, que es un poco anémico. Con abrir la boca y mostrar los dientes habría bastado.

–Mira, ni una picadura (o como le llamaran entonces a las caries) –diría el comprador.

–¡Perfecto! –contestaría su mujer. Y me llevarían con ellos.

Otra cosa que me gustaba hacer para dejar atónitos a mis amigos era destapar los refrescos y las botellas de cerveza con los dientes. O masticar hielos, o papel aluminio. Todos se sorprendían y me llamaban "bárbara". Entonces yo abría la boca y les mostraba mis muelas sin tapaduras. Un gesto poco elegante, pero llamativo, que, como he dicho antes, me llenaba de orgullo. Hasta el enero aciago de este año, cuando abrumada por unos dolores de cabeza rarísimos, que más bien se ubicaban en el maxilar, fui a la dentista. Ella dio un vistazo y exclamó:

–Huy, las muelas del juicio te movieron todos los dientes.

–Pero no tengo caries, ¿o sí? –contesté, todavía feliz e ignorante.

–No, no hay caries. Pero tienes una mordida pésima.

Eso, no me quedó más remedio que reconocerlo, era verdad. El año pasado, en una comida que ojalá olvide (y olviden quienes comieron conmigo), tuve una lucha a tres caídas con una torta de pierna, que se negaba a ser mordida como Dios manda. Acabé con una mancha de frijoles en la camisa y un pedazo de aguacate en la barbilla, muy desazonada.

–¿Qué hacemos? –pregunté.

–Necesitas ortodoncia y que te saque las muelas del juicio, que nomás estorban.

Accedí, un poco triste. Me sacaron las muelas. Tenían un aspecto bestial y las tiré en el basurero del gimnasio. Comenzó el martirio.

Primero me colocaron unos alambres para separar los dientes y que cupieran los aparatos. Fue terrible. Si no tengo un cuchillo cerca, prefiero no comer mango, a pesar de que es mi fruta favorita, pues odio la impresión de tener algo entre los dientes. Los alambres fueron el equivalente a cien kilos de mango. Luego, me pusieron brackets. Tuve, todo el tiempo que los traje, la sensación de tener una defensa de coche metida en la boca. Me hicieron jirones la lengua y el interior de los cachetes. Me mordía cuando hablaba y opté por mantener los dientes apretados al platicar, como si estuviera furiosa. Cada vez que iba al consultorio y me acostaba en el sillón infame, me temblaban los pies, igual que cuando era niña en los exámenes de aritmética. Lo único original de mi persona había desaparecido por completo: padecí, como todos, el terror abyecto al dentista. Por último, aunque no debía ser el final, me colocaron un alambre en forma de puente en el paladar. Si no pegué la cara al congelador, fue simplemente porque no cabía, ya que el mes pasado compré cuatro bolsas de espinacas congeladas (estaban en oferta). Y hoy, vencida por la vergüenza, ceceando y escupiendo, le pedí a mi ortodoncista que por favor me retirara los aparatos. Ya no podía más. Y lo hizo. Ahora, debemos pensar en otra estrategia que me corrija la mordida.

La decepcioné. Sé, además, que miles de adolescentes usan aparatos espeluznantes sin hacer tanto drama. No tengo más excusa que la falta de experiencia.

Lo único que me consuela es saber que ahora, cuando se hable del dentista, ya tengo algo qué contar.



Noé Morales Muñoz
Agua blanca

Del dramaturgo estadunidense John Jesurun ya conocíamos un par de textos gracias al esfuerzo de la compañía Teatro de Arena por ofrecer opciones novedosas dentro de nuestra perspectiva teatral. Tanto Fausto como Filoctetes, pese a tratarse de paráfrasis al contexto moderno de mitos universales, presentaban un común denominador que las proveía de un perfil ciertamente inasequible: la abrumadora preeminencia de la imagen (valiosas en sí mismas cada una y no necesariamente entrelazadas) sobre la trama, lo que derivó en un par de puestas en escena muy logradas en lo plástico pero crípticas en su estructura narrativa. Amén de gustos, puede decirse que la asociación entre Jesurun y el director Martín Acosta resulta lógica y natural en tanto complementaria: para nadie es un secreto la preocupación de Acosta por la pulcritud formal, lo que se evidencia en su marcada tendencia a la formación de cuadros plásticos en sus escenas, en lo cuidado de su trazo y en el aprovechamiento de escenografías y utilerías austeras en su concepción pero ambiciosas por el dúctil aprovechamiento del que son objeto.

Todos estos patrones, tanto de autor como de director, se repiten en el más reciente montaje que de Jesurun realiza Acosta en La Gruta del Centro Cultural Helénico, Agua blanca. Todos salvo uno: en esta ocasión la dicotomía entre imagen y texto no se presenta con matices excluyentes sino con pretensiones plenamente conciliadoras, lo que sitúa a esta obra en un nivel distinto a las dos ya referidas. 

Jesurun, ya se ha remarcado, tiene un peculiar gusto por los juegos de ambigüedades y por delegar, quizás más de la cuenta, la responsabilidad de lectura a la libre interpretación del espectador. Lo que establece una diferencia entre éste y otros lances previos pasa por dos aspectos fundamentales: por un lado es evidente que la anécdota, acaso por no estar basada en otras de naturaleza tan universal como las de los mitos, está fraguada de una manera mucho más sólida por el autor, gracias a lo cual es capaz de proveernos mejor de puntos de referencia al momento de aventurar una lectura; y por el otro, esa solemnidad tan forzada que por momentos se percibía en los trabajos ya citados deja paso a un sano ejercicio del humor y la ironía. 

Pese a la distancia que lo separa de Fausto y Filoctetes, Jesurun persiste, desde otro ángulo, en el tratamiento de temas como la ética y la moral en el hombre contemporáneo. En torno a Mack, solitario adolescente huérfano de un pueblo norteamericano promedio, gira la posibilidad de la aparición de alguna indescifrable forma de divinidad, lo que, aunado a las milagrosas curaciones que provoca el agua del manantial donde se materializa, catapultan al púber a una categoría de santón o niño milagroso, con las consabidas consecuencias que ello conlleva: la cruel y paulatina despersonalización del protagonista, la intromisión de los buitres mediáticos, la manipulación de los hechos, en su propio favor o en contra de otros, por parte de las distintas iglesias de la comunidad, etcétera. Jesurun revisa el espectro de reacciones de una colectividad ante un hecho que rebasa el orden establecido para enfatizar un par de peligrosas constantes de nuestros tiempos: el egoísmo (patente hasta en la personalidad del desorientado y desbordado Mack) y la incomunicación. 

Pese a todo, Jesurun se empecina en el empleo de la incertidumbre y las imprecisiones dramáticas (vuelta a la tesis de la cardinalidad de Ricardo Ramírez Carnero) en el estilo y estructura de su obra. Las escenas, aunque ahora más claramente relacionadas entre sí, son asimismo independientes, a lo que se suman ciertos juegos dialogales (repeticiones ad perpetuam de parlamentos que acaban por conformar unidades dramáticas, equívocos comunicativos muy en la línea de Pinter) que refuerzan las confusiones. El último tercio de la obra, por otra parte, se enfoca en las consecuencias que el culebrón del niño milagroso trae a los distintos personajes de la obra: un sacerdote que de ignorado pasa al delirio mesiánico; un par de productores de un talk show televisivo obstinados en hacer del chico su siguiente éxito comercial; una adusta psicóloga y un rígido abogado. Es en este punto donde la dramaturgia de Jesurun da un vuelco y se vuelve mucho más lírica en sus parlamentos y más simbólica en su propuestas (el agua blanca del título, particularmente), lo que convierte a su obra en un texto complejo y de difícil consecución escénica.

Martín Acosta, quien ya había presentado un montaje previo de este texto con estudiantes de la uaem, apuesta ahora por un elenco maduro y probado. Su oferta estética cumple con los parámetros de su trayectoria: trazo meticuloso, ambientación sobria (en esta ocasión con base en el negro y el gris), empleo de metáforas visuales muy logradas (vuelta a la arena, a la que ahora acompaña el uso del agua), recursos escénicos cercanos al vacío. La sorpresa proviene del rubro en donde se centraban las críticas anteriormente, acaso con la excepción de Carta al artista adolescente: la dirección de actores. Logrando que sus intérpretes aborden con desenfado personajes complejos y de dibujo preciso, Acosta consigue un rendimiento general sobresaliente, sobre todo en los casos específicos de Guillermina Campuzano (en verdad notable) y Ari Brickman como el paranoico sacerdote. Este par de esfuerzos, sumados a los de Mónica Dionne, Fabián Corres, Érika de la Llave y Arturo Reyes (quizás uno de los trabajos más planos de su carrera), desembocan en una puesta que, pese a lo complejo de su origen, resulta disfrutable por la alta capacidad individual de quienes toman parte en ella.
 

Luis Tovar
Los malacostumbrados

Hace aproximadamente un mes, caminando sobre la Avenida Juárez, en el centro de la Ciudad de México, encontré un local de videos. No era un lugar de ésos que, sobre todo en barrios populosos, todavía resisten los embates neoliberales contra la microempresa y están dedicados a la renta de películas en videocassette. Eso sí, aquel que hallé en mi caminata tenía las mismas características que los tristones y medio desahuciados rentavideos: pequeño, mal instalado, atendido por una sola persona –dos a lo más–, un tanto sucio y frecuentado por una clientela cada día más reducida.

La diferencia es que este local en Avenida Juárez, del cual no menciono el nombre por la sencilla razón de que no tiene uno, al menos visible, no renta películas, sino que las vende. Esa primera sorpresa se incrementó cuando, al curiosear entre sus medio amontonadas existencias, descubrí varias películas que hasta ese momento habían resultado inencontrables a la venta, por lo menos para un servidor: Memorias de Antonia, El piano, El hombre de papel, son tres de los aproximadamente quince títulos que adquirí esa vez. De ningún modo se piense que me sobran los morlacos (si le cuento lo que se le paga a un columnista de cine en México, nos ponemos tristes todos), y que por eso salí cargando más de media docena de videocassettes; el hecho es que la tiendita de videos es como almacén Don Manolo, pues vende baratísimo. La decena y media de películas no costó más de mil pesos, y de hecho pienso volver en cuanto sea capaz de tener otro tanto para gastármelo con todo gusto. La razón de que los precios de cada cinta estén tan "castigados" es simple: la mayoría son copias ya usadas, que con toda seguridad han pasado por los rebobinadores de la videocassettera una y otra y otra vez. Corrí el riesgo de haber comprado un montón de cintas inutilizables, pero me llevé la bastante agradable sorpresa de que todas estaban en muy buenas condiciones. Y aunque también venden videocassettes nuevos –el catálogo no incluye muchos títulos y son de los que pueden encontrarse en cualquier parte–, el chiste es, desde luego, conseguir películas que en otro lugar ni siquiera conocen.

De sorpresa en sorpresa

La siguiente sorpresa que me dio este curioso negocio tiene que ver con el origen de tanta copia de tanta película. ¿De dónde podían salir existencias tan abundantes? La respuesta no me la quiso dar el dependiente en la caja, pero pude averiguarla en cuanto llegué a casa y abrí uno de los cassettes. Se trataba de las copias que alguna vez poblaron las estanterías de los Videocentros y Macrovideocentros, ese par de empresas que alguna vez fueron propiedad de Televisa y que dejaron de serlo cuando Emilio Azcárraga Jean, un hijo que al Tigre no le salió muy pintito que digamos, decidió vender todo lo que no le parecía un buen negocio y se deshizo de los derechos de esta, que era una cadena de locales extendida en todo el país y que, bajo la modalidad de las franquicias, "cobijaba" a quien quisiera meter su billete a la rentable actividad de la renta de películas.

Por supuesto, de ganancias, pérdidas, estados contables y demás pajolerías monetarias este aporreateclas sabe un millón de veces menos que "el Tigrillo", pero a mis desautorizados ojos el negocio no parecía malo, sobre todo si se piensa que la competencia consistía básicamente en esos localitos perdidos entre una tortillería y una farmacia, y que solían surtirse, precisamente, apoyándose en (o, mejor dicho, dependiendo totalmente de) la distribución de Videovisa, la empresa que, para efectos prácticos, detentaba un verdadero monopolio en este rubro.

Entre monopolios te veas

Total, que de un modo similar a como hizo con Televicine, cuya virtual agonía la convirtió en una sombra de lo que alguna vez llegó a ser, Televisa se desprendió de su ala videocassetera. Durante algún tiempo, unos cuantos de los muchos franquiciatarios trataron de arreglárselas por su cuenta. Huelga decir que la descobijada le provocó una pulmonía mortal a los más osados, y que el intento naufragó en todos los casos. Así, los otrora orgullosos locales, bautizados con su megalomaniaco nombre y ostentadores de la parafernalia publicitaria tan cara al estilo de ventas emanado de Chapultepec 18, fueron cerrando uno a uno y convirtiéndose en fantasmas polvorientos de un esplendor perdido para siempre, y siempre sustentado en el ejercicio simple y llano de poseer todas las canicas.

Pero, como bien saben el monopólico Bill Gates y sus émulos y adláteres, un vacío en un nicho de mercado es necesariamente llenado por un sustituto que se parecerá en todo a su antecesor, salvo en el nombre. Usted y yo sabemos cómo se llama el negocio que vino a sustituir a Videocentro en el jugosísimo bisne de la renta y venta de películas en videocassette –y ahora también en dvd, modalidad que de seguro han de haber envidiado sin remedio más de tres ejecutivos de Televisa. Sí, lo adivinó: sus colores institucionales son el azul y el amarillo chillón, y son tan parecidos uno al otro que sólo pueden distinguirse por el domicilio en el que se encuentran ubicados.

El catálogo de películas ofrecido por Blockbuster (hablando de nombres proclives a la grandilocuencia) debería ser lo más relevante, pero por desgracia es lo que menos conocen los bienintencionados muchachos que, paradójicamente, son obligados a andar en sus centros de trabajo entre letreros que rezan: "sabemos mucho de películas". Pero, malacostumbrados como estamos a que una sola y monopólica entidad nos brinde su única sopa, solemos aguantarnos con la más que magra oferta de quienes "saben mucho".


Angélica
Abelleyra
 
mujeres insumisas


Lila Downs: un río sin cautela

Lila Downs (1967) acepta que tiene algo de Sandunga: es coqueta y no sabe esconder el río de sensualidad que la compone. Asume que en nuestra cultura "no está muy bien visto" que la mujer demuestre sin cautela sus pasiones así que se reprime a veces, pero mejor utiliza su voz como canal para satisfacer sus impulsos y deseos.

Ese es su don: los sonidos que le salen de la garganta. Sonidos que son jazz, gospel, canto popular indígena, rancheras, hip-hop y cumbias.Ya a los ocho años cantaba en las fiestas familiares y todos la miraban con asombro; sin embargo, para ella resultaba algo tan natural que le pasó inadvertido. Tenía los ánimos puestos en la agronomía para ayudar a resolver la erosión en su tierra mixteca, hasta que un anciano de Tlaxiaco, Oaxaca, le recomendó que aprovechara "el don" que Dios le había dado.

De madre indígena mixteca y padre estadunidense, Lila es un nítido ejemplo de la confluencia de culturas y de varias concepciones de la vida y del mundo. Creció en Tlaxiaco y en Minneapolis. Estudió ópera y antropología social en ambos lados de la frontera. Pero en contra de lo que podría considerarse un enriquecimiento por beber de dos ríos tan disímbolos, Downs sufrió "rechazos horribles" de su ser indígena por un lado y de su naturaleza gringa, por otro.

"He crecido a mitades, en territorio y en lengua. Soy más india y a veces en Estados Unidos no sabía dónde situarme. Si bien no sufrí de manera drástica el racismo, pues siempre tuve el privilegio de ir de un lado y de otro sin problemas, sentía más rechazo por parte de la migra mexicana que resultaba más discriminatoria con mi madre. Hubo en mí mucha rebeldía, sobre todo cuando mi padre murió y me avergoncé de la raíz materna."

Su padre no era el gringo típico a favor del American Way of Life. Al contrario: era comunista, un biólogo amante de los patos y adorador de la pintura en acuarela. Fue quien le enseñó a la cantante "a buscar la verdad dentro de mi corazón". Su madre, en tanto, es también pintora y decora los huipiles que Lila usa en la vida diaria y en sus presentaciones artísticas. Vive en la ciudad de Oaxaca y siempre ha tenido la misma fortaleza que le sirvió para llegar al df sin hablar español y luego vivir con un extranjero en tierra completamente ajena.

Cuando surgió el rechazo por sus orígenes mixtecos, Downs tocó fondo. Y lo hizo tanto en México como en Estados Unidos. No quería hacer nada, abandonó la escuela, se topó de frente con las drogas, vivió en la calle y roló por largo tiempo "hasta volverme un vegetal". No encontraba los puentes entre el mundo sofisticado de la ópera que estudiaba en Los Ángeles y en Oaxaca, con el universo cotidiano de su realidad oaxaqueña, personificada por aquellos paisanos que llegaban desde Texas hasta Oaxaca con sus van a la refaccionaria que Lila atendía.

Había hecho una tesis sobre el textil indígena de los triquis y se sintió un poco más cerca de la cosmovisión indígena, pero al terminar la universidad dejó de cantar, engordó y se alejó del arte. Un ceramista le ayudó a involucrarse con las comunidades pobres de Huajaupan de León, Oaxaca, hasta que Downs reinició su canto en fiestas pueblerinas de la mixteca baja, volvió a escribir poesía y relató sus sueños acompañada por música.

De alguna manera la música la había salvado. Pero no alcanzaba todavía a construir los puentes que requería. Entonces conoció a Paul, su actual compañero, y junto con él se alió al jazz. Hicieron temporadas en Oaxaca, comenzó a jazzear en Filadelfia con estudios y algo de disciplina, por lo que este género le permitió generar aquel puente y a darse cuenta de que la voz no es sólo un medio para interpretar canciones sino para nombrar al mundo "y hacer lo que se me pegue la gana".

Eso ha hecho, para molestia de los ortodoxos. Entre el español, el mixteco y el inglés; entre el jazz, el blues, el gospel, la canción ranchera y la cumbia, Downs brinca y se deslinda de los géneros, ritmos y contenidos de sus canciones. Ella misma compone: son poemas basados en la historia oral de los mixtecos y en los testimonios de la vida en la frontera, la lucha de los migrantes y el racismo imparable. En la canción "Smoke", por ejemplo, relata en inglés algo de lo acontecido en la masacre de Acteal, Chiapas, y todo se reúne en los discos La Sandunga; Yutu Tata, Árbol de la vida y en La Línea / Border.

Ahora le espera un calendario apretado de presentaciones. Irá de Ciudad Juárez a San Sebastián, de Londres a Francia, de Bélgica a Estados Unidos. Se encuentra en el proceso de grabar música para bailar y en Francia camina ya un proyecto con emigrantes árabes y del Norte de África en tierra gala.

Fiel a su naturaleza heterodoxa, escucha y admira a Virginia Rodríguez y a Lola Beltrán; a Billy Holiday y a Lucha Reyes, a Celine Dion y a Mustafa Ali-Khan.

Como aquél, ama la improvisación y ejerce los múltiples registros de la voz, ese puente que Lila Downs construye a diario para llevar a buen destino sus impulsos y pasiones.


LAS ARTES SIN  MUSA
La persistencia de los charlatanes

José María Arreola

De pronto, un disco nos recuerda que la banda sigue viva. Entre el remolino de grabaciones que aparecen a ritmo de conejo, uno observa cierta portada: The Charlatans, Wonderland. Entonces comienza el recuento de lo que nuestro oído sabe acerca de este quinteto. ¿Por qué es importante hablar de The Charlatans? ¿A quién le dicen algo rolas como "One To Another", "Forever" o "Weirdo"? Al escuchar con atención las diez maravillas que contiene este nuevo álbum de los británicos, creo pertinente hacerle un breve homenaje a la persistencia y calidad de un colectivo que hace más de diez años nos deslumbró con su sonido psicodélico y madchesteriano, término que acuñó la prensa londinense para definir a bandas como James, Happy Mondays o Morrisey. Wonderland es una novedad que afecta a muchas generaciones: la música de The Charlatans toca a quien necesita una canción, y sorprende a los que gustan de vanguardias. Colaboradores de The Chemical Brothers, hijos predilectos del productor Flood, Tim Burgess (voz), Mark Collins (guitarra), Martin Blunt (bajo), Jon Brookes (batería) y T. Rogers (teclado) regresan a ocupar su sitio en la escena musical, ese espacio anquilosado y aburrido que requiere manos y plumas consistentes. Sirvan estas líneas como homenaje a Rob Collins, tecladista original de esta partida de charlatanes de cepa. 

Las primeras mentiras 

En 1989, el tecladista Rob Collins dio con el sonido que caracterizaría a The Charlatans: curtido en la psicodelia del órgano Hammond, Collins sentó las bases sobre las que se deslizaría la música de una agrupación que a meses de su origen ya planeaba su debut en el estudio. Some Friendly (1990) es la primera flecha que arrojarían sobre las exigencias del público inglés. La vibra que desprendían canciones como "The Only One I Know", "Then" "Polar Bear" o "Sonic", reveló las posibilidades de la alineación. Con la escuela funky de Collins y el sabor post-punk de la voz de Burgess, los charlatanes nos enfrentaron a su visión sonora. Tras recoger la cosecha de premios que desató este primer trabajo, el quinteto experimenta un proceso creativo que deriva en Between 10th and 11th (1992), el disco más importante de su historia. Alabado por sus seguidores, Between… no recibió los mejores comentarios de la crítica, pero su contenido bastó para asegurarles continuidad. "Weirdo", el primer sencillo, muestra la influencia funk de Collins y la importancia de éste para el estilo del grupo. De igual forma, la capacidad de Blunt al bajo queda al descubierto en piezas como "Tremolo Song" o "Page One". Curiosamente, este cd marcaría la extinción del sonido Manchester, abriendo la puerta al Britpop que practicarían Oasis o Blur. 

La caída de Rob Collins

A finales de 1993, Collins puso a consideración de la banda algunas canciones que quería incluir en Up To Our Hips (1994). "Can’t Get Out Of Bed" fue una de las rolas que compuso en ese periodo. Esta pieza sería el primer sencillo de una placa que los elevaría a los primeros lugares de las listas. Pero el éxito de ese año no le sentó bien a un Collins que comenzaba a cavar su tumba; durante la gira promocional de Up To… en Norteamérica y Asia, el tecladista se vio rodeado de las tentaciones que lo derrumbaron. Como consecuencia de un comportamiento errático, semanas después de entregarle al mundo The Charlatans uk (1995), Collins tomó de más y encontró la muerte al estrellar su auto cerca del estudio de grabación. No conoció las alabanzas de la prensa a ese disco homónimo. Mezclando el dance y el funk con una base de rock, los charlatanes nos regalaron una serie de rolas memorables: "Nine Acre Court", "Just Lookin’" o "Here Comes a Soul Saver" son los mejores ejemplos del último legado de Rob. Aunque la influencia de Collins se aprecia en Tellin’ Stories (1997) y Us And Only (1999), estos álbumes representan la etapa inconsistente de The Charlatans. 

El país de las maravillas

Este es un colectivo que pelea hasta la última nota. Con la tragedia por delante y la poca fortuna de sus últimas producciones, Burgess y compañía se dieron tiempo para recordarnos que están más vivos que ayer: Wonderland (2001)acaba de llegar a mis manos, a destiempo. Aunque salió a finales del año pasado, el compacto contiene cinco de las mejores rolas que he escuchado en los últimos meses. "You’ Are So Pretty", "Love Is The Key", "A Man Needs To Be Told", "The Bell And The Butterfly" y "Is It In You?" nos dicen que todavía existe la voluntad de componer maravillas. Precisos en letra y sonido, los músicos le ponen fin a un luto necesario que les costó cierto olvido. Yo acabo de recordar que existen, y recomiendo a quien lea estas líneas que se acerque a desempolvar a una banda imprescindible. En este mundo de verdaderos charlatanes, celebremos las verdades de un tal Rob Collins adentrándonos a las canciones que no alcanzó a componer; "A man needs to be told there is a war going on".