La Jornada Semanal,  3 de marzo del 2002                         núm. 365
 Yorgos Kendrotís*

La prosa en la Grecia moderna

El maestro Yorgos Kendrotís, desde su hermosa Universidad del Jónico situada en la deslumbrante isla de Kérkira, reflexiona sobre los grandes momentos de la prosa griega, partiendo de la novela romántica (1834-1880), del naturalismo costumbrista representado por Karkonitsos, de la originalidad prodigiosa de Papadiamandis y de la narrativa ligada al fracaso del proyecto en Asia Menor, para llegar al nacimiento de las ideas socialistas y a ese genial outsider de la narrativa griega, el poeta Nikos Kazantzakis, autor de Zorba el griego, La última tentación y Cristo de nuevo crucificado. El ensayo recorre la obra de la Generación del Treinta y nos entrega un panorama de la narrativa relacionada con la invasión, la guerra civil, la restauración, el golpe militar y la democracia. Se detiene con especial cuidado en la obra de Yannis Skarivas, el más audaz de los innovadores en los temas y las formas.

Ya que el marco de esta presentación es necesariamente estrecho, para empezar tenemos que "admitir" y "aceptar" dos cosas: primero, que precisamente porque seremos breves no podemos ser más que descriptivos; y segundo, que en mayor o menor grado por fuerza seremos aforísticos. También desde ahora podemos decir que el destino de la prosa griega no fue tan favorable como el de la lírica, sin que esto signifique, por supuesto, que no vale la pena hablar de la musa de la narrativa. Carencias que constituyeron la causa de retrasos sociales, así como el mismo curso de la historia de la lengua y del pueblo griegos, no permitieron que la prosa tuviera las mismas intenciones y la misma intensidad que la poesía. El hecho de que en el territorio griego no hubiera más que muestras insignificantes de burguesía casi de dimensiones elementales, que más bien copiaron las ya trascendidas y viejas conductas europeas, y de que toda su problemática se refiriera casi exclusivamente al Hermes intermediario y protector de las ganancias y no, para nada, al Hermes intelectual y culto, fue la causa principal de que para la prosa las cosas no ocurrieran igual de bien en su momento y en su época.

Tampoco debe subestimarse el hecho de que durante siglos en Grecia no hubo una opinión establecida sobre lo que era la lengua nacional. Los diferentes tipos lingüísticos, esto es, los fenómenos en la periferia, enturbiaban la sustancia, o sea, el hecho de que la nación carecía de un órgano lingüístico unitario que correspondiera con la lengua de los hablantes naturales del griego. La guerra entre los partidarios de la lengua pura, es decir, aquéllos que soñaban a la lengua griega vestida con las largas túnicas del dialecto ático antiguo, y los partidarios del demótico, que profesaban la hegemonía de una forma moderna de la lengua popular, en el fondo era un resultado secundario del hecho de que en el núcleo del helenismo, en la Grecia liberada del yugo turco, nunca existió burguesía con conciencia de clase y de sus consecuencias en relación con la lengua y la cultura. Y, por supuesto, no es en absoluto por azar que casi hasta ayer "todo lo bueno" nos llegaba del helenismo de la gran nación griega de la periferia, es decir, de los griegos de la diáspora.

Precisamente por eso, tal vez tampoco sea casualidad que, en lo que se refiere a la prosa, la novela haya tenido un significativo retraso en establecerse en la conciencia de los escritores, ni que el cuento fuera el mejor vehículo para que el narrador griego se expresara. Además, las grandes obras narrativas exigen por lo menos grandes referencias a grandes familias, cosa que en Grecia no existió sino hasta los años treinta. Las novelas que hasta entonces se escribieron eran básicamente breves y, en el mejor de los casos, desarrollos o simples reuniones de cuentos, sin que esto signifique, claro, que los pocos ejemplos que hay carezcan de originalidad. Pero veamos las cosas en orden.

En esta presentación nos ocuparemos poco de la llamada novela romántica del periodo 1834-1880, cuya aparición coincide con la Independencia y los primeros pasos del Estado griego. El paisaje es más bien oscuro, poca la producción y mínimos los ejemplos de obras valiosas. Referimos como muestra las novelas Leandros, de Panaiotis Soutsos (1834), El atormentado, de Grigorios Paleologos (1839), El paciente de Morea, de Aléxandros Rizos Rangavís (1850), y Thanos Blékas de Pablos Kaligás (1855). En estos ejemplos tenemos, respectivamente, las muestras más importantes de novela puramente romántica, picaresca tardía, claramente histórica e incipientemente social.

Una mención especial debe hacerse de la novela que desde todos los puntos de vista es la cumbre de la narrativa de esta época, La papisa Juana (1866) de Emmanuil Roídis (1836-1904), obra muy famosa tanto dentro como fuera de Grecia hasta nuestros días. Se trata de la única novela de su autor y constituye una parodia voltaireana de la novela romántica histórica partiendo, claro, de una base histórica falsa: del hecho cuestionable de que alguna vez se haya elegido a una mujer para presidir la Santa Sede. En esta obra, en la que se compara una multitud de conocimientos provenientes de todas las fuentes del saber y en la que por primera vez con tanta claridad se reafirma en el discurso griego la intertextualidad, en el fondo se hace burla de los prejuicios, los absurdos y las crudezas del cristianismo, lo cual le costó al escritor la excomunión de la Iglesia ortodoxa. En la exposición de su historia, Roídis confabula en contra del clima de la época y de la falsa moral de la novela romántica y logra dibujar, pero con líneas muy finas y hábiles, la caricatura de siglos y siglos de historia. Aunque luchaba a favor del demótico, Roídis escribió en lengua culta; su texto es placentero, provoca una risa natural y espontánea y pone en evidencia su profunda cultura europea. También son muy disfrutables sus cuentos humorísticos que publicó bajo el título Psicología de un marido de Siros.1 

Aunque entre 1880 y 1890 Aléxandros Papadiamandis (1851-1911) escribió las dos famosas novelas históricas que en esencia son de aventuras –Los comerciantes de las naciones (1882) y La gitanita (1884)–, e independientemente del gran prestigio de su autor, son pocas sus exigencias literarias. Papadiamandis "actuó" sobre todo como cuentista, y su atractivo reside en cómo dice las cosas y no en lo que dice alrededor de ellas. Con un excelente empleo de la lengua griega en todos sus niveles, conocedor de primera mano2 del "vocabulario" eclesiástico ortodoxo y aprendiz de traductor en importantes talleres literarios, compone en sus cuentos pequeñas obras maestras de lenguaje acentuando sucesos insignificantes del campo en Skiathos3 y poniendo de relieve algunos de los pobres elementos del cosmopolitismo ateniense.

Después de 1880 la narrativa en Grecia la constituye el cuento realista, y la temática favorita de los escritores se refiere a los acontecimientos de la sociedad rural. De la fusión del realismo con la vida en el campo y del cuento como vehículo de expresión, surgió un tipo de prosa griega auténtico, el llamado cuento costumbrista. Sin embargo, para evitar equívocos es necesario distinguir que el buen cuento costumbrista trasciende la literatura puramente descriptiva y que de ninguna manera se limita a registrar simple material folclórico. El costumbrismo en Grecia busca su autenticidad; intenta encontrar lo que le es genuino, cuáles son sus raíces, para acentuarlas por medios naturalistas à la manière de Zola, a pesar de que entonces en Grecia no había masas obreras ni intelectuales socialistas para agitarlas. Dos ejemplos característicos son los cuentos de Georgios Drosinis (1859-1951): Jrisoula (1883) y Armarilís (1886), con una trama que va de simple a inexistente y con casi una obsesión en la concepción imaginativa del mundo del campo, pero también la novela muy popular hasta nuestros días de Ioannos Kondilakis (1861-1951) El piesotes (1892).

Una revolución en la expresión en prosa son las largas narraciones de Georgios Viziinós (1849-1846) quien se mantuvo al margen del costumbrismo clásico, pues si le interesaba la investigación sobre el alma griega, la descripción de los verdaderas costumbres griegas le era por completo indiferente. Incluso no dudó en tomar prestados elementos del "odioso" turco –"Moscov Selim" y "Quien fue el asesino de mi hermano"– para acercarse al corazón del griego ("El pecado de mi madre" y "Las consecuencias de una vieja historia") con recursos de tipo psicológico y una referencia sistemática al mundo de la imaginación. 

El principal representante del naturalismo costumbrista griego, este último minado, aunque fecundamente, por el destino "biológico" de todo ser humano-personaje, es Andreas Karkavitsas (1866-1922). Obras realistas como El mendigo (1896) y Las palabras de la proa (1899), muestran el dominio de la naturaleza sobre el hombre atormentado por la ilusión de libertad. La regla de oro es la vida natural. El amor de Liguerí (Liguerí, 1890), por ejemplo, no está limitado a la descripción de un sentimiento o de algunas costumbres de la provincia del Peloponeso respecto del matrimonio, sino que busca en qué medida es o no sincero, y esto no con la acostumbrada lógica de la novela, sino mediante la investigación del autor sobre si es realidad, ilusión o imaginación de la protagonista. A través del intenso antirromanticismo del tratamiento se analiza por primera vez lo que se llama "alienación del personaje" y su resonancia tanto en la fisiología del personaje como en su clasificación social.

En este punto se concentra toda la problemática de la novela La asesina (1903), obra maestra de Aléxandros Papadiamandis. El tratamiento de tipo costumbrista de la mujer, que vive en el contexto de una sociedad tradicional, está debilitado por las maduras reflexiones del escritor sobre el papel del Mal, cosa que pudo estudiar al traducir al griego Crimen y castigo de Dostoievski. Aquí la regla de oro ya no es la vida natural, sino el triunfo de la miseria humana que conduce ineluctablemente a la muerte. Con esta obra de Papadiamandis se cierra el ciclo del costumbrismo, pues aquí la protagonista asesina recibe por completo la culpa universal del pueblo que la dio a luz, la crió y la hizo criminal, no sin antes haberla convertido en el –imprescindible para toda comunidad rural– chivo expiatorio.

De 1900 a 1930 Grecia vive el infierno de una larga guerra en la que se alternan la derrota y la victoria, la grandeza y la humillación, la concordia y la división nacional. La Tragedia de Asia Menor (1922) marcó por todo un siglo el curso general del país ya que de ahí y el Ponto llegaron millares de perseguidos para refugiarse en la madre patria que, entonces, no podía salvarse a sí misma. Si bien las nuevas ideas socialistas habían llegado antes, con el arribo forzoso de los refugiados éstas tomaron su forma material más severa. Grecia adquiría por primera vez potencial proletario. Los pueblos dejaron de ser el centro ideológico del espíritu griego. Las ciudades tomaron la ventaja para siempre.

Las ideas de la Revolución rusa y la "invasión" de la filosofía alemana (principalmente de Marx y Nietzsche) preparan nuevas temáticas y permiten el tratamiento del fenómeno de la vida de manera nunca antes vista para la realidad griega. A la objetividad ya se le considera una demanda falsa; la subjetividad del escritor es el principal valor literario. El pesimismo individual paradójicamente conduce al optimismo social. El realismo cede el paso al simbolismo. Dos novelas autobiográficas constituyen ejemplos extremos de esta nueva tendencia: Sangre de mártires y héroes (1907) de Íon Dragoumis (1878-1920) y El libro de la emperadora Elizabeth (1907) de Konstantinos Jristomanos (1867-1911). En esos años aparece por primera vez el gran outsider de la narrativa griega, el poeta Nikos Kazantzakis, cuya presencia no solamente marcará a Grecia durante todo un siglo, sino que también señalará la imagen de la Grecia que se imagina en el exterior. Concepciones grandiosas como Zorba el griego (1946), Cristo de nuevo crucificado (1948), La última tentación (1951) y El comandante Mijalis (1953), si bien como libros definieron el curso del pensamiento griego, como obras no dejaron la más mínima influencia: es como si nunca se hubieran escrito.

La muñeca de cera (1911) de Konstantinos Jristomanos, Pedro Kazas (1922) de Fotis Kóndoglou (1895-1965) e Historia de un prisionero (1929) de Stratís Doukas (1895-1983), podemos decir que constituyen tres monumentos sobre la percepción que del mundo y la historia tenían los narradores de esa época. Pero el verdadero estigma de la época lo dan dos pioneros de las ideas socialistas en Grecia, que estudiaron en Alemania y que, entre otras cosas, tradujeron al griego obras cumbre del pensamiento alemán: el aristócrata Konstantinos Theotokis (1872-1923), que escribió sobre los pobres de su tierra natal, Kérkira (Corfú) –Los esclavos en sus cadenas, El condenado, El honor y el dinero, Vida y muerte de Karavela– y el escritor popular Konstantinos Jatzópoulos (Otoño, La torre de Akropótamos), en cuyas obras domina un humanismo inyectado de simbolismo. Ricos y pobres (1919) de Grigorios Xenópoulos (1867-1951) y los cuentos de Dimosthenis Voutirás (1871-1955) contienen la simiente de un discurso no dirigido ideológicamente sobre la injusticia social, mientras que en el área del realismo socialista arquetípico preside la figura de Kostas Paroritis (1878-1932) cuya novela La cabra roja (1924) es una verdadera obra maestra.

Stratis Mirivilis (1892-1969) e Ilías Venezis (1904-1973), pertenecen, claro, a la Generación del Treinta, pero sus obras cumbre, La vida en sepultura (1924) y El número 31328 (1931), respectivamente, trascienden con su temática la ideología del movimiento burgués en las letras y las artes. Se trata de documentos, de obras antibélicas, en las que los escritores depositan su testimonio y dan plena expresión literaria a la vida tanto en las trincheras como en el cautiverio.

La Generación del Treinta, al intentar encontrar las raíces de la clase burguesa, a la cual ideológica y conscientemente representa, se coloca en el borde entre la tradición griega y la europea, pues se esfuerza en introducir y ubicar en el contexto histórico griego la gran novela de familia. Mediante el discurso narrativo se busca la clave para entender la historia griega un poco anterior pero también posterior a la lucha por la independencia (1821-1829), y para incorporar al individuo generalmente muy activo en las nuevas e incompletas conformaciones sociales. En este contexto se escriben algunas novelas valiosas, como Argos (1936) de Yorgos Theotokás (1905-1966), Crónica de una ciudad (1938) de Pandelís Prevelakis (1909-1986), Ciudad violeta (1937), La princesa Isabel (1945) de Ángelos Terzakis (1907-1979), La familia Mabroliko (1948) de Thanasis Petsalis-Diomidis (n. 1904), El coronel Liapkin (1933), Yungerman (1940), El expediente amarillo (1956) de M. Karagatsis (1908-1960), Calma (1939) de Ilías Venzis, La maestra de los ojos dorados (1933) y La virgen gorgona (1949) de Stratis Mirivilis.

Indiscutiblemente el principal novelista de esta época y de la atmósfera que representa a la Generación del Treinta es Kosmás Politis (1888-1970). Aquí tenemos a un intelectual complejo, traductor de obras cumbre de la literatura norteamericana, desde el principio amistosamente vinculado con la izquierda, y que viene a criticar a la clase burguesa mostrando a sus perezosos representantes que se pasan la vida en la búsqueda de su tiempo perdido. Eroica (1937) y A Jatzifranco (1962) componen una trama impresionista de la historia griega contemporánea, sin duda la más cercana a los hechos históricos, sin embellecerla y sin condenas prefabricadas de carácter ideológico. 

Yannis Skarivas (1893-1984) es, me parece, el más grande novelista griego, pues logra componer una obra multidimensional armada sobre las posibilidades de articulación de un discurso con un lenguaje dislocado y con el uso de materiales completamente tradicionales: el de las confesiones de la mirada que el autor pasa por el cedazo de la imaginación. Es además el primero, y hasta ahora el único, que se ha ocupado de la lengua como tal y del papel que ésta juega en las relaciones humanas cotidianas. Sus personajes no son humanos, sino sombras de humanos; son figuras de papel, títeres, marionetas que hablan y se comunican. Su destino pertenece al periodo de entreguerra: es decir, nacen y mueren con las guerras y luchan por sobrevivir armados sólo con ése su lenguaje dislocado, mismo que da origen a otra guerra, la de la incomunicación. Grandes obras de Skarivas son El cordero divino (1933), El solo de Fígaro (1938) y El Waterloo de dos ridículos (1952).

Surgidos de la segunda guerra mundial y de la guerra civil (1945-1949), cientos de escritores llegan a dar su testimonio. Aunque afiliados casi todos a la izquierda, no logran más que componer lamentaciones insulsas sobre las luchas indiscutiblemente heroicas de los miembros de la Resistencia y las sin duda terribles persecuciones que sufrió la ciudadanía progresista tras la derrota de las fuerzas de izquierda en la guerra civil. De 1950 a 1990, de una u otra manera, en la narrativa dominarán los temas relacionados con la Ocupación, la Resistencia Nacional, la guerra civil y las persecuciones políticas. De la multitud de malas obras se distinguen, como diamantes en el lodo, la trilogía de Stratís Tsirkas (1911-1980), Ciudades a la deriva (1960-1965), la novela en varios niveles de Aris Alexandrou (1922-1978) La caja (1975), y la herética novela para la moral de la izquierda oficial El libro doble (1975) de Dimitris Jatzís (1914-1981).

Escritores como Yannis Beratis (El ancho río, 1946), Nikos Gavriíl Pentzikis (Conocimiento de las cosas, 1950, y La novela de la Señora Ersi, 1963), Lilika Nakou (El infierno de los niños 1944), Dimitris Psathás (Madame Sousou, 1940) y Renos Apostolidis (Pirámide 67, 1950) constituyen casos "aislados" y publican obras valiosas de vario contenido con una problemática básicamente social, a excepción de Pentzikis, quien investiga a fondo el discurso histórico de la ortodoxia griega.

Durante el periodo de siete años de la Junta de los Coroneles domina la misma temática que caracterizó al periodo inmediatamente posterior a la guerra civil. Los tratamientos ahora están más documentados y se relacionan estrechamente con las peripecias personales de los escritores. Vasilis Vasilikós (Z, 1966, Glaukos Thrasakis, 1975), Andreas Franguiás (Peste, 1972; Personas y casas, 1955; La puerta con rejas, 1962), Thanasis Valtinós (El descenso de los nueve, 1964; Datos sobre la década del ’60, 1989; Orthokostá, 1994), Aléxandros Kotziás (Estado de sitio, 1955; Usurpación de autoridad, 1979) y Nikos Bakolas (La plaza grande, 1987), llegan para ver la historia contemporánea de Grecia con los ojos de quien ha participado en los acontecimientos y a través del prisma del investigador histórico que descubre datos desconocidos que eran todo menos secretos. Lo que merece atención ahora es que se inicia un esfuerzo de los escritores por acercarse sistemáticamente, a través del lenguaje histórico, a la expresividad de la lengua griega moderna.

* Yorgos Kendrotís es traductor y catedrático de la Universidad del Jónico, en el Departamento de Lenguas Extranjeras, Traducción e Interpretación. Es autor de varios ensayos sobre la literatura griega moderna y un estudioso de la teoría y práctica de la traducción.

1 Siros, Isla de la Cíclades

2 El padre de Papadiamandis era sacerdote ortodoxo, o sea, pope, y él era salmista.

3 Isla de las Esporades del norte, patria chica de Papadiamandis

Traducción de Francisco Torres Córdova