DOMINGO 10 DE MARZO DE 2002

El terror que desapareció una región

Los ejércitos de la noche

Un cadáver vincula su suerte a la de toda la región Loxicha.Para el entonces gobernador Diódoro Carrasco no había duda de que los zapotecos eran del EPR. Las tropas se desplazan a la zona y comienzan los arrestos masivos, las torturas en sótanos.Ahora la Loxicha se está quedando sola. Pero, al final, acaso ya está en otros lugares: con las mujeres de la Unión de Pueblos contra la Represión y la Militarización de la Región Loxicha, en la Organización de Pueblos Indígenas Zapotecos o entre los fugados al monte

FABRIZIO MEJIA MADRID. ILUSTRACION: RICARDO PELAEZ

ESTA HISTORIA COMIENZA con un cadáver. Es la madrugada del 29 de agosto del 96 en La Crucecita, Huatulco. Los militares lo levantan del polvo, se lo llevan y reaparece con el nombre de Fidel Martínez. Todo cobra sentido: es el mismo nombre de quien apenas tres meses atrás había pedido licencia en su cargo como regidor de Hacienda en San Agustín Loxicha. Tres meses después es un comandante del EPR caído, el mismo que dirigió a los guerrilleros contra el cuartel de los marinos en Huatulco. Eso dicen. El cadáver vincula su suerte a la de toda la región Loxicha, a cientos de kilómetros del ataque eperrista y cuyas autoridades civiles, ese día, no pudieron estar sino en sus comunidades: era el día de San Agustín, principal festividad de la Loxicha. Pero para el gobernador Diódoro Carrasco y el presidente Ernesto Zedillo no había duda de que los zapotecos eran del EPR. A partir del siguiente día, las tropas se desplazan a Loxicha y comienzan los arrestos masivos, las torturas en sótanos con música a todo volumen donde personas monolingües son interrogadas en español sobre grupos armados, casas de seguridad y redes de apoyo. Todos, sin excepción, son obligados a estampar sus huellas digitales en hojas en blanco. La vaga certeza de que estos campesinos, quienes se cuentan entre los más pobres del país (20 dólares es el ingreso al mes) se alimenta de la cantidad: en uno de sus excesos, el 25 de octubre de 1996, 600 elementos policiacos arrestan a todas las autoridades civiles de San Agustín y San Francisco, entre ellas, al presidente municipal electo, Agustín Luna, y hasta a dos policías municipales. Apenas cuatro meses después, los regidores suplentes, integrantes del comité de la Conasupo, un secretario de la Delegación de Educación Indígena, el presidente del Patronato de la Capilla de San Agustín y varios regidores auxiliares están detenidos. El único verbo que se me ocurre es "barrer". Tanto así que el 24 de febrero de 1997, la Legislatura estatal decreta la desaparición de poderes en toda la región (26 comunidades) "por la falta absoluta de sus integrantes". La Loxicha comienza ese día a testificar su propia disolución.

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Su nombre, me dice, es Bernardo Luna. Un nombre hecho para aparecer en una novela de García Márquez, pienso. Pero es real. Estamos bajo unos árboles a la mitad entre la capital y el primer retén militar. Digo que Luna es real porque tiembla:

-Una noche unos encapuchados me llamaron. Yo andaba en el monte recogiendo leña. Y me llaman. Y fui con ellos. Estaban armados. Me dijeron que les ayudara en su grupo y que ellos le darían a mi comunidad dinero para que prosperáramos.

Luego, cortado como hablan los zapotecos el español (parece que se guiaran por los sonidos más que por la gramática), me cuenta cómo tres días después, vuelve a encontrar a los encapuchados, pero esta vez lo golpean y lo arrestan. "Te torturan para que digas dónde tienes las armas y te enseñan unas fotos de gente que nunca viste".

-Pero, ¿eran los mismos? -le pregunto mientras él hace con una vara dibujos en el polvo.

-Yo qué sé. Todos andan encapuchados.

A Bernardo Luna lo obligaron a poner sus huellas en un papel y estuvo tres años recluido en la prisión estatal de Ixcotel, acusado de pertenecer al EPR. Salió por falta de pruebas. Regresó a su comunidad, Buenavista Loxicha, pero ya no cabía, sus amigos se habían ido o estaban desaparecidos y, por haber estado en la cárcel, los policías y los militares se sentían con el derecho de llevarse los animales y los víveres de su casa. En 1999 vio que el nuevo presidente municipal era el judicial que había organizado la represión en Loxicha, Lucio Vázquez. Por eso vive aquí con su familia que tiene una tos hueca. No es fácil vivir como fugitivo, sobresaltado por cada crujido de ramas, sosteniendo a mujer e hijos de la nada. Se lo digo.

-La comida no es muy distinta en la cárcel -se ríe-; allá también nos daban chipil con agua, a veces sin el chipil.

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Llego a Oaxaca quince días después de que el nuevo edil de Agustín Loxicha, Jaime Valencia, fuera acribillado a las afueras del palacio. Para los campesinos su muerte no altera en nada lo que sienten desde agosto de 1996. Mientras voy platicando con ellos (tienen tanta necesidad de denunciar que cada uno puede hablar tres, cuatro horas sobre lo que le ha sucedido en estos seis años de, como ellos mismos dicen, "ejércitos") los medios insisten en que el EPR se está reorganizando en Oaxaca. El EPR es una pregunta en un interrogatorio que nunca ha tenido respuesta. "Es para todo" ?dice entre dientes Genoveva García en el local de la Unión de Pueblos contra la Represión y la Militarización de la Región Loxicha, donde charlamos a la luz de una velita porque les acaban de cortar la luz?: "Yo creo que si se muere un animal, dicen que fue el EPR". La razón por la que se escoge a la región zapoteca para probar la existencia de la guerrilla viene de mucho atrás, según me explican.

Todos lo dicen casi en los mismos términos: entre 1978 y 1984, los zapotecos de Loxicha logran expulsar a los caciques Martínez y Vázquez de sus comunidades. Eran dos familias que habían llegado en los sesenta, provenientes de Sola de Vega y Ejutla con un sistema ya probado de despojo: se hicieron dueños de los mercados y, en menos de dos años, ya cobraban deudas de los pobladores en forma de cosechas y de tierras. Diez años después, ya tenían pistoleros entrenados en un inicio por el padre y el tío de Lucio Vázquez, quien después sería el principal orquestador de la "lucha anti-guerrillera" y más tarde, presidente municipal, en 1999. Pero antes, en 1984, la Asamblea Loxicha logra elegir un primer cabildo libre con Alberto Antonio a la cabeza (procesado en 1997 por ser miembro del EPR y disculpado por falta de pruebas). La asamblea manda demoler los mercados, símbolo del poder caciquil, y en su lugar se levanta un palacio municipal construido con tequio. En ese año que se expulsa a los caciques es que nace la Organización de Pueblos Indígenas Zapotecos (OPIZ). Ese tiempo, del que ahora son nostálgicos todos en Loxicha, termina abruptamente con el surgimiento del EPR. El presidente electo para el trienio que comenzaba en 1996, Agustín Luna, es acusado de terrorismo y sentenciado a 30 años de prisión. "Desde 84 habíamos decidido no votar por el PRI y elegir a nuestras autoridades en asamblea, sin campañas, sólo guiados por el escalafón de servicios voluntarios a la comunidad. Pero eso se terminó".

Y como si hubieran ido hacia atrás en el tiempo, los Loxicha vieron regresar a los caciques, cuyo retorno era apoyado por la Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH), y con ellos, los pistoleros de Lucio Vázquez. "Una camioneta de la muerte se paseaba por el pueblo. Y aquellos con la cara cubierta iban señalando a quién la policía debía arrestar. A esos encapuchados les llamamos Los Entregadores". La carroza de la muerte. Los delatores encapuchados llegaron a tener en sus dedos índices la decisión sobre quién debía morir. Pero ahí es donde me abismo: ¿Cómo un integrante de una comunidad puede delatar a su vecino, a la mujer a la que ve lavar ropa, a quien estudió en el pupitre de al lado?

Felipe de Jesús Antonio, originario de La Conchuda, quien fue detenido a instancias de Los Entregadores el 20 de julio de 1997, aporta una respuesta: "Cuando los judiciales me amarraban de pies y manos y me vendaban los ojos, preguntaron mi nombre. No contesté y uno de Los Entregadores dice: "Ya sé cómo te llamas, si te conozco desde chico".

Alguien que lo conocía desde chico mandó a Felipe a nueve meses de desaparición y tortura que le siguen pareciendo incomunicables: "Aún no comprendo eso que me pasó que para mí es un sueño y hago esfuerzo por recordar". Más vale no hacerlo, pienso, pero me viene el escalofrío: ¿Cómo se vive después de ser culpado de un crimen que no se cometió? ¿Cómo, después de sufrir asfixias provocadas con chile en la nariz y toallas en la boca, después de los toques eléctricos, cómo regresar a la vida después de haber estado muerto? ¿Cómo regresar al mismo pueblo donde un dedo anónimo te delató a cambio de 200 pesos para que te precipitaras en el abismo?

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Un retrato del entregador es imposible. Por ejemplo, los ojos de Lucio Vázquez en la prisión de Ixcotel están cubiertos por párpados gruesos. Sus bigotes largos y su camisa abierta para enfatizar su cadena de oro con una cruz, no son distintos de cualquier judicial. Lo que lo hace distinto, al igual que al resto de los 50 entregadores de San Agustín, es que cobra por delatar inocentes, personas que ha conocido toda su vida: a 500 pesos el "comandante del EPR", a 200 "un miliciano". Por eso en la Loxicha había tanto alto mando guerrillero. El dinero, sin embargo, no explica a Los Entregadores. Hay un rencor, un mal radical al delatar a un inocente y verlo regresar, marcado ?literalmente? por la tortura y los años de prisión. Los ojos se protegen de esa visión y hacen crecer a los párpados.

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Las cicatrices en la nariz y los párpados de Juan Sosa Maldonado son signos de una de las más oscuras historias imaginables: la del "otro", el que sólo por parecerse al criminal termina pagando una condena ajena. Juan no es de Loxicha, sino de Tlacolula y deambula por la ciudad de Oaxaca tratando de sacar a los 27 zapotecos que siguen presos. Es una forma de atemperar las memorias que le persiguen y que inician un 15 de julio de 1998 cuando andaba de compras en San Felipe del Agua y cuatro judiciales lo treparon a un Tsuru rojo.

-Le alcancé a gritar mi nombre a una señora que iba pasando y de la cajuela del Tsuru sale otra voz: "Y yo me llamo Simón Aurelio".

No supo más. Dentro de un cuarto fue torturado con la asfixia, la falta de comida, agua y sueño, las golpizas y las amenazas.

-Me ponen una capucha y comienzan a decirme que correspondo al perfil de un comandante del EPR y que van a tenerme que presentar como culpable en un asunto.

-Así de plano -me asombro.

-Así. Yo les digo que me dedico a vender zapato y que no sé de política. Pasa el tiempo y me siguen preguntando si no voy a cooperar. Me niego. Me toman fotos. Me ponen una franela en la boca y me echan botellas de agua por la nariz. A eso le llamaban "viajes a Huatulco". Y varias veces me desmayo. Cuando regreso ya es el otro día. A los tres días me hablan de mi casa y de mi mujer, Leonor, con muchos detalles y empiezo a pensar que tengo una decisión que tomar: acepto decir que soy guerrillero y me voy a una cárcel la mitad de mi vida o matan a mi familia.

Y Juan acepta.

-Te llamas el comandante Fausto --le dicen.

-¿Por qué tan feo nombre? - él reclama.

-No te pases de listo. Te vas a aprender bien una historia y se la repites a quien te la pida.

Y así, Juan había salido del bachillerato técnico, se había afiliado al EPR y había sido el encargado de "la logística" del ataque a la policía en el puente de Maquilxóchitl.

-No me van a creer -opina Juan- ¿No es más fácil que agarren a quien de veras lo hizo?

-No nos vamos a arriesgar a que no sean- le responde su torturador.

Y Juan, como él mismo se describe, se pone "muy cooperador". Le piden que "identifique fotos", lo que evidentemente suponía que memorizó los nombres de gente que no conocía.

-No eran fotos de personas armadas -se talla la cara Juan, acosado por sus demonios-, era gente en marchas, hablando en un micrófono, boteando.

Como al resto de los casi 250 detenidos entre 1997 y 1999, Juan firmó papeles en blanco ("les tapaban el sello oficial de la izquierda con la mano"), lo videograbaron contando "su historia" y reconociendo "comandantes". El 7 de agosto lo dejan entrar, por primera vez en casi un mes, a un baño. "Yo digo: ya me voy a mi casa". Pero ese día Juan ingresa al penal de Matías Romero. Es hasta un mes después de su desaparición que Juan es presentado frente a un juez, a quien le dice la verdad: la tortura, la "historia", las firmas. "El juez se me queda viendo y me dice:

"-Hay un Hilario Sebastián Ramírez en Etla que te reconoció en una fotografía como el comandante Fausto."

Uno igual a él, del otro lado de Oaxaca, lo había memorizado.

A Juan le dictan auto de formal prisión el 15 de agosto y 13 meses después lo trasladan cerca de su esposa, a Ixcotel. "El 6 de febrero de 2000", cuenta ya con la mirada perdida, "me mandan decir que me necesitan para unas diligencias. Me suben a una camioneta y llegamos al aeropuerto. Llegamos hasta la costa y ahí suben a un muchacho de unos 30 años, como yo, y que se llama Felipe de Jesús Santiago, el supuesto comandante Chapulín. Yo no sé quién escoge los nombres. Y tardamos mucho en el avión y cuando ya llegamos a las diligencias, nos desnudamos y nos hacen abrirnos los glúteos y hacer tres sentadillas mientras unos perros ladran bien cerca."

Juan no lo sabía, pero ya estaba en Almoloya.

Los recuerdos de Juan se prenden de los detalles de la rutina de la máxima seguridad, de sus vecinos de celda ?el general Gutiérrez Rebollo y El Cholo?, de encontrarse, como le dijo el ex judicial Harari Garduño, "entre lo mejor de lo peor". La única dimensión de ese tiempo es que fueron 15 meses. Y no es una perogrullada. Pasaron dos años y 10 meses desde que a Juan lo subieron al Tsuru rojo para que pudiera acogerse a la Ley de Amnistía en Oaxaca. Volvió al punto de inicio, pero ya no era el mismo:

?Todo el tiempo tienes la sensación de que algo va a pasar y todo volverá a empezar de nuevo. Por lo menos, aquí, en la cabeza. Nunca había imaginado estar en una cárcel. Un delincuente, un guerrillero, lo piensa, está preparado, es una posibilidad en su vida. ¿No? Pero yo llevaba una vida con Leonor y mi hijo, y de ahí ya nunca supe lo que seguía. Ahora seguido me tocan a la puerta de la recámara, fuerte como con cachas de pistolas, y me despierto.

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Tras comandar alrededor de 300 señalamientos a presuntos guerrilleros en la Loxicha (que llevaron a la desaparición de poderes y a que prácticamente todos los hombres mayores de 10 años huyeran a la sierra Sur, a la ciudad de Oaxaca o a San Quintín en Baja California), Lucio Vázquez se convirtió en presidente municipal el 12 de octubre de 1998. Logró conformar en asamblea a los caciques, las guardias blancas, algunos de sus familiares, y a Antorcha Campesina. No había nadie más. De las 9 mil personas del padrón electoral, sólo votaron esa vez mil 349. Se dice en Loxicha que más de la mitad no votó a mano alzada, sino que sólo levantaron sus AK-47. No sé si Los Entregadores levantaron el dedo índice.

En esa elección resultó perdedor Jaime Valencia, un pediatra recordado en el pueblo porque "cobraba a 150 pesos la consulta, más las medicinas". Lucio Vázquez y Jaime Valencia habían sido entregadores y socios en los desalojos a los campamentos y caravanas que las hijas, esposas y madres de los desaparecidos y presos hicieron desde 1997. Pero, ya con la población fugitiva o encarcelada, Vázquez y Valencia se enfrentaron por el control. Tras ser derrotado en la asamblea de pistoleros, Valencia comenzó de inmediato una campaña llamada "Impulso", con recursos que aparentemente venían de la facción de Murat en el PRI local. Vázquez, apoyado desde siempre por Diódoro Carrasco, mandó matar al doctor. Pero sus pistoleros fallaron por exceso de alcohol. Sólo entonces Lucio Vázquez optó por una opción política contra el doctor Valencia, impulsando a su relevo en la presidencia municipal, Telésforo Ambrosio Pedro. Pero algo salió un poco mal cuando el doctor Valencia salió electo y el propio Lucio Vázquez fue encarcelado por una de las decenas de ejecuciones extrajudiciales que cometió: la de Celerino Jiménez.

El 12 de enero de 2002, dos semanas después de haber tomado posesión, el doctor Valencia cayó acribillado de 22 balazos frente al palacio. La orden provino desde la prisión de Ixcotel, de los labios de Lucio Vázquez, como una venganza entre antiguos colegas. El conflicto entre Los Entregadores se desarrolla aquí en el ámbito de lo fantasmal: caminando por las calles de Oaxaca pesco en una radio local ésta declaración de uno de los siete acusados de haberle disparado al doctor: "Jaime Valencia era del EPR".

Me doy.

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Lucio Vázquez cumple una condena por la ejecución de Celerino Jiménez Almaraz. "Conocí a Celerino cuando yo tenía 19 años, en 1990", me cuenta su viuda, Estela García, una mujer menuda con los ojos grandes de las víctimas. "Yo era la séptima de una familia de 10 hermanos, y mi papá, que era invidente, era muy celoso con nosotras. Pero Celerino se lo ganó. Insistió y necio que quería casarse conmigo. Cuatro años después nos casamos en su pueblo, San Agustín Loxicha, un 24 de diciembre. Dos años después, el 24 de abril de 1997, me lo mataron. Yo pensaba en todos los matrimonios que vienen aquí y viven tranquilos toda la vida, con sus hijos y sus animales, haciendo de comer, yendo al campo. Pero ese jueves cuando llegaron 60 policías y tres entregadores fue al primero que le dispararon. Así, nomás saliendo a la puerta. Cuando llegué a donde había caído, ya estaba en un charco de sangre y yo lo abrazaba para que no le siguieran pegando, pero me tiraron y me pusieron las botas encima. Todo duró como una hora. A mi hermano le rompieron la nariz, que le quedó chueca, y la espalda, de la que todavía se queja cuando se agacha. Yo seguí las huellas de la sangre de Celerino por donde lo arrastraron con la camioneta. Cada vez la sangre estaba más profunda en la tierra y había un lugar donde ya no seguía para ningún lado. Ahí había vómito, cabellos, varios palos rotos con sangre, pedazos de piel".

Lo que cuenta Estela después de aguantarse las lágrimas es la búsqueda de Celerino que ella fantaseaba vivo. La policía la deja ver el cadáver cuatro días después, en Pochutla. "Celerino estaba con la piel bajada hasta las manos. Tenía balazos en las axilas y la parte de atrás de la cabeza explotada. No tenía pies y se lo busqué, pero le habían quitado el anillo con el que nos casamos." A partir de ese momento, Estela tiene que huir del estado porque la policía se presentaba a interrogarla cada semana, trataban de convencer a su mamá de que ella era guerrillera, y amenazaban con hacer extensiva la acusación al resto de su familia. Estela vivió cuatro años en el Distrito Federal, escondida en locales de ONG y de maestros rurales, mientras la prensa local la daba por muerta, desaparecida o arrestada por posesión de armas y recluida en Almoloya. "Cuando me decían que estaba desaparecida, hasta yo dudaba. ¿Estaré? Un día me hablaron mis papás a México y preguntaron si de veras era yo. Y es que nunca nos habíamos oído por teléfono". Estela está aquí. La adolescente que salió de Miauatlán para hacer familia en Loxicha era la misma que, cuando unos transeúntes de Oaxaca le recomendaron que viera los periódicos para que leyera si había noticias de la desaparición de Celerino, ella preguntó "¿Qué son los periódicos?" Esta Estela es ya otra. Es ella misma la que me comenta de las noticias que aquí se difunden sobre la "reorganización del EPR"

?Viene una lista de los que supuestamente están haciendo reuniones. Y la leo y veo que están nombres de gente que sigue presa o que está muerta. Y, ¿sabes?, hasta aparece Celerino.

Se va a su turno de trabajo. La veo bajar por la calle.

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En las precarias oficinas de la Unión que se ha ido organizando contra la presencia militar en Loxicha, tres mujeres se ríen de mis caras de sorpresa. Las tres tienen atrás padres y hermanos que estuvieron desaparecidos, que aparecieron torturados y en prisión, que eran maestros rurales y campesinos y fueron quebrados a golpes para que se declararan como grupo armado. Su fortaleza no es visible hasta que se ríen. Parecen frágiles y un tanto desorientadas pero son ellas las que sostuvieron, al lado de cientos de mujeres zapotecas, el plantón más largo que yo recuerde: cuatro años y medio, del 10 de junio de 1997, cuando empezaron los traslados de los presos a los penales del DF, Tula y el estado de México, al 24 de diciembre de 2001 cuando, mediante la amnistía comenzaron a salir los primeros encarcelados. Ahí, frente al palacio del gobernador Diódoro, se fundó otra Loxicha: estas mujeres que, como ellas dicen, "no sabían lo que era una conferencia de prensa, un plantón o distinguir quién era un periodista y quién un agente de Gobernación", aguantaron ahí no sólo el previsible desdén de los mestizos y los turistas y la intemperie, sino una epidemia de hepatitis y sarampión, el nacimiento de niños cuyos padres estaban encarcelados, caravanas a su región que terminaron en desalojos violentos, el secuestro de cuatro muchachos que ayudaban a sus madres saliendo de la secundaria, y el difícil camino de aprender a moverse en una ciudad que no las quiere escuchar.

Nestora Ramírez, de 23 años, Genoveva García, de 22, y Donaciana Antonio, de 37, recuerdan ahora cuando empezaron la búsqueda de padres y hermanos desaparecidos y todo lo que pasaron para que creyeran en su inocencia. No tengo idea de la dimensión del plantón hasta que las escucho: "Nadie estaba trabajando la tierra en Loxicha, así que no teníamos nada de comer. Era plantón y, al mismo tiempo, huelga de hambre porque los comerciantes al principio ni un jitomate nos querían dar. Recolectábamos en un día de boteo, 10, 15 pesos, y con eso teníamos que darle de comer a todas". "Teníamos dos problemas: cómo sobrevivir aquí y cómo decirle a la gente que creyera en nosotras. Nadie se nos acercaba. Nos tenían miedo porque creían que éramos terroristas". "La gente nos regañaba porque habíamos tomado las armas y les explicábamos, pero no nos entendían". "No entendíamos que ahora ser indígena es como yo creo que era ser estudiante en 68". "Ya no pudimos regresar en cuatro años a Loxicha. Más bien cada vez había más mujeres que llegaban al plantón y llegaban golpeadas porque, como hablaban zapoteco, no podían contestar rápido a las preguntas de los judiciales y los ejércitos, y les pegaban porque creían que no querían contestar". "Nos llevaron a la procuraduría a interrogar por qué estábamos en plantón y nos desnudaron y firmamos unos papeles que tenían renglones en blanco. Nunca supimos con qué los rellenaron". "El día que detuvieron al papá de Nestora, que era maestro de mi escuela, bajaron a todos los hombres del camión, que eran puros muchachos de secundaria y el maestro de educación física, y dijeron que los muchachos que trajeran zapatos negros eran del EPR. Yo vi cómo se llevaban al maestro, al papá de Nestora". "El 21 de marzo nos fuimos desde la ciudad hasta San Agustín en una caravana y el doctor Jaime Valencia y el administrador Aarón Martínez no nos dejaron entrar a nuestro pueblo. Bajaron como unos 50 hombres vestidos de negro y decían que no querían zapatistas y que ahí mandaban ellos. Nos encerramos en la escuela, pero rompieron las ventanas y machetearon a una maestra". "Cuando secuestraron a mi hermanito en el plantón, la procuraduría decía que tenía que ir yo y mi mamá a declarar como si nosotras lo hubiéramos secuestrado". "A mediodía fui a la cárcel a ver a mi papá, pero no me dejaron entrar porque no tenía una identificación". "Como yo era la única de la familia que hablaba español, me tuve que quedar a la denuncia y ya no seguí estudiando". "Yo iba a estudiar para doctora".

La Ley de Amnistía de 2001 tomó por sorpresa a las mujeres del plantón. Lo que las detuvo de aplaudirla fue que sus familiares debían aceptar haber pertenecido a grupos armados para acogerse al perdón. "Era aceptar que lo que nos habían hecho tenía justificación", explica Nestora. Pero tampoco pudieron agradecerle al gobierno de Murat esa ley porque los pistoleros, sobre los que pesan 40 denuncias de ejecución, fueron los primeros beneficiados por la amnistía.

Yo no puedo sino abrir la boca y subir las cejas. Y ellas se vuelven a reír.

***

Muchos de los testimonios de la guerra de exterminio contra la Loxicha mencionan la presencia de dos perros negros que viajaban con los detenidos en la parte trasera de las camionetas policiales. "Siéntense y no molesten a los perros", se les decía a los campesinos y maestros zapotecos. "Los perros valen más que ustedes". "Si ladran, a ustedes es a quienes les vamos a meter un balazo". Los perros negros me obsesionaron y comencé a preguntar por ellos. Un ex preso en Oaxaca me reveló algo sobre el entrenamiento de esos animales: "Nos dimos cuenta de que sólo ladraban si hablábamos en zapoteco. Así que eran para obligarnos a callar o a que habláramos en español para que nos entendieran. Pobre de tí si soltabas una expresión en lengua. Te enseñaban los colmillos".

Y quizás ahí está una clave para entender el mal radical de lo que aquí ha sucedido.

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La región Loxicha ya no existe. Sigue apareciendo en los mapas a 200 kilómetros de la ciudad de Oaxaca con el aviso de que en la entrada hay una Base de Operaciones Mixtas de la policía y el Ejército. Lo que fue desde su ocupación inicial en 1665, este "lugar de piñas" cuya defensa legal le costó la cárcel a Juárez en su juventud y cuyos jefes zapatistas en 1912, Gaudencio Ambrosio y Serafín Antonio Felipe, lograron hacerla ejido, se ha esfumado. Está más allá de la imaginación actual de sus pobladores que ya no pueden regresar más que de visita, unos días, para volver a huir. "Acá acaban con la pobreza, matando a los pobres", me ha dicho Juan. La Loxicha se está quedando sola. Pero, al final, acaso ya está en otros lugares: con las mujeres de la Unión, en la OPIZ, entre los fugados al monte. Quizás mientras estoy aquí viendo oscurecer con este hombre que insiste en llamarse Bernardo Luna, estoy también en la Loxicha. Volteo para decírselo, pero ya ha desaparecido.