Jornada Semanal, 10 de marzo del 2002                       núm. 366

UNA VOZ EN MEDIO DE LA RUINA 
Y LOS DISCURSOS (II)

Gorostiza nos enseñó que la poesía “se halla más bien oculta que manifiesta en el objeto que habita. La reconocemos por la emoción singular que su descubrimiento produce y que señala, como en el encuentro de Orestes y Electra, la conjunción de poeta y poesía”. Amaba todas las artes y gustaba de encontrar paralelos entre la pintura del Beato Angélico y las estrofas del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz, alfa y omega de nuestra poesía. Su pasión por la música lo llevó a afirmar que “la poesía es música y, de un modo más preciso, canto”. Esta realidad artística compuesta de palabras y de silencios (parecida a la del mundo rulfiano), suntuosa en sus imágenes, humilde en su brevedad y casi siempre ubicada en los terrenos de las notas mayores, todavía produce perplejidades en los perezosos o en ese conjunto, afortunadamente pequeño, de pedantes que, con un gesto de suficiencia eurocentrista, aseguran no entender “Muerte sin fin”. No es mi intención asestarles lecciones sobre lo que Auden llamaba, con ironía británica, the meaning of the poem. Que cada quien lo busque y pida a los dioses de la inteligencia, tal vez a Palas Atenea, que iluminen su búsqueda. Lo que sí puedo asegurarles es que el camino, a través del canto, será gozoso y la aventura espiritual llegará a su fin de la mano de la tradición judeocristiana, de la fuerza musical de la alabanza ambigua (“aleluya, aleluya”), del deslumbramiento ante los bellos seres de la creación, del horror ante su decadencia y caída, de la idea del Dios que crea y aniquila y del baile medieval o el día de muertos de nuestro mestizaje, ambos presididos por la “putilla del rubor helado”.

Gorostiza nos enseña (y advierto que nunca actuó como un pedagogo autoritario, dueño de un repertorio de certezas tajantes) que “todo está sujeto a medida, y la libertad puede no consistir en otra cosa que en el sentimiento de la propia posesión dentro de un orden establecido. Las reglas del ajedrez no oprimen al jugador, le trazan una zona de libertad en donde su ingenio se puede desenvolver hasta lo infinito”. Esta poética conduce al poema largo por los caminos del canto y, por otra parte, asegura la libertad asumida por el creador. El “Cántico espiritual”, “El barco ebrio”, “El cementerio marino”, “La oda marítima”, el “Llanto por Sánchez Mejías”, “La suave patria”, “Altazor”, “España, aparta de mi este cáliz”, “Piedra de sol”, el “Canto heroico y fúnebre por el subteniente caído en Albania” y “La tierra baldía”, entre otros, son ejemplos insignes de esa poética del poema largo tan comedidamente definida por Gorostiza.

“Hubo poetas que, a través de toda su obra, no buscaron sino perfeccionar un poema; y hay poemas que, en el dilatado proceso de su maduración, debieron consumir los afanes de muchos poetas”, decía el maestro, pensando en Jorge Guillén, Gilberto Owen, Jorge Cuesta y otros escritores afines a esa poética nacida de la iluminación y realizada con esmero.

La violeta de Gorostiza, como la margarita de Elytis, son milagros que la prisa del mundo hace que pasen inadvertidos: “Nadie sino el Ser Único más allá de nosotros, a quien no conocemos, podría sostener en el aire, por pocos segundos, el perfume de una violeta.” Gorostiza, como Montale, gozó y sufrió el delirio de nombrar las cosas y de alabar y padecer la grandeza y el horror de lo creado. Por eso le podemos llamar con justicia “un hombre de Dios”. Así lo decimos, mientras en el salón vacío, la putilla del rubor helado lanza una carcajada, la danza y el danzón comienzan y terminan y la luz se apaga lentamente. 
 

Hugo Gutiérrez Vega
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