Jornada Semanal,  10 de marzo del 2002                                núm. 366 
Ana García Bergua


Panzas

Cuando era yo muy, pero muy joven, pude ir a Italia. Recuerdo haber estado en una trattoria romana, antojada de un guiso que el dueño, gordo él, ostentaba en una vitrina que daba a la calle, y que para mis inexpertos ojos tenía toda la apariencia de un spaguetti a la boloñesa. Pero yo no hablaba italiano (ni lo hablo ahora) y entonces le pregunté al dueño con señas que qué era eso que se veía tan apetitoso. Él se percató de que no hablaba su lengua y trató de darme una respuesta en el mismo idioma mímico, que consistía en sobarse la panza con movimientos giratorios y exclamar con gesto entusiasta: Trippa! Trippa! Debido a lo cual yo colegí que aquello debía ser mejor que el mismísimo cielo si saciaba una tripa tan grande como la de aquel hombre. Pues lo pedí y, ¡ay ignorancia juvenil!, me tuve que zampar un plato de tripas que durante varios días me causaron agobios. Esto lo cuento pidiendo una disculpa por mis aprensiones a quienes gustan de ver vísceras en sus platos y escudillas, y quizá hasta leen el futuro en ellas antes de comerlas.

Lo cierto es que las panzas siempre causan entusiasmo y son muy prometedoras. Quizá el ejemplo más obvio de ello son las panzas de las embarazadas, que parecen una gran envoltura de regalo –y no son pocas las embarazadas que caminan por la calle echando la panza por delante, como dando a todos la gran noticia; yo misma caminé así con las dos panzas que he tenido, sintiéndome una persona de peso e importancia. Llevar adherida al cuerpo una gran panza es como llevar a cuestas la satisfacción, la saciedad, el total ensimismamiento; ¿qué mejor que ser redondo como el planeta, bastarse por completo a sí mismo y carecer de esquinas o de puntas? Las túnicas poseen mayor majestuosidad si cubren una augusta redondez que una osamenta angulosa, angustiada. La panza de Orson Welles aumentó de manera proporcional a su genio, y puestos a elegir entre Stan Laurel y Oliver Hardy para invitarlos a una fiesta, Hardy, con todo y su mal humor, guardaba mejor las formas en todos los sentidos –aunque el flaco era mucho más chistoso y accidentado. Una panza siempre da la impresión de que su portador es dueño de algo. Imaginen un rey o a un papa y apuesto a que le ponen panza.

Pero ya nadie quiere a su panza; ni siquiera los panzones que antaño se consideraban Budas portátiles y a la mano de cualquiera que necesitara un poco de suerte. Ahora no es fácil encontrar panzones como el dueño de aquel restaurante italiano cuya tripa rebosante me engañó de aquella manera. En cuanto a alguien le sale una panza, sufre, se atormenta, se la trata de quitar a como dé lugar como si fuese un animal, un tumor, como si todos tuviésemos por fuerza un alma delgada a la que corresponde el cuerpo de Winona Ryder. Incluso las embarazadas presumen de su panza y la miman en público porque saben que pronto se irá corriendo con la forma de una bonita criatura que se subirá a un columpio y gritará mamá, ven, y ellas irán tras el pequeño esbeltas como garrochas. A ver, hagan la prueba, traten de decirle a un panzón (o a una panzona) que lo quieren con todo y su panza; rápidamente correrá a hacer dieta, convencido de que lo que le dijeron fue una indirecta, veneno endulzado con Canderel. Y quizá uno lo dijo sinceramente, le dijo que tenía una panza redonda, hermosa, de la que uno se abraza en las noches como el náufrago al madero flotante, pero no hay caso. Los panzones ya no son felices. Hace poco, conocí a un amigo muy delgado que me conocía sólo por escrito, y me dijo con mucho tacto que a juzgar por mis letras me imaginaba más imponente. Y aunque mi cuerpo no es gordo ni flaco, sentí una gran satisfacción de tener una alma gorda; quizá hasta panza tenga y sea, como ustedes ya pueden ver, plena y engañosa. Como todas las panzas.
 



Naief Yehya


Entrevista con Ralph Shoenman (IV)

Terrorismo y especulación financiera
Aquí, Ralph Shoenman analiza los vínculos entre Wall Street y los eventos del 11 septiembre, despertando aún más dudas al respecto del supuesto origen de los atentados. Asimismo, habla de varios personajes que pudieron tener conocimiento interno de lo que estaba en preparación. Lo siguiente son sus palabras:

–Al día siguiente del ataque la cadena ABC reportó que los terroristas no sólo habían causado inmensa destrucción sino que además habían aprovechado la oportunidad para lucrar al utilizar una herramienta financiera llamada "puts y calls" para especular con las acciones de las compañías perjudicadas, como American Airlines y United, entre otras.
–En efecto, esto lo reportó ABC y el reportero Frank Viviano en el San Francisco Chronicle. Los mercados financieros vieron un poco antes del 11 de septiembre un extraordinario incremento en la venta de órdenes de compra de acciones de aerolíneas. "Buzzy" Krongard, exdirector ejecutivo de la cia, estuvo involucrado en muchas de estas ventas, con las que se obtuvieron millones de dólares en ganancias al anticipar la caída de estas acciones (http://www.hereinreality.com/insidertrading.html).
Cuando se ponen "put options" uno está especulando en el colapso o la caída del precio de la acción. En pocas palabras, esto consiste en que se establece un contrato que permite al comprador vender en una fecha futura a un precio establecido en el contrato sin importar el precio de mercado en ese momento. Los reportes en los medios han rastreado estas transacciones, que han sido enormes y estado todas en manos de gente relacionada con la CIA y sus compañías subsidiarias. Esa documentación es una prueba de que la cia tenía conocimiento previo de los eventos del 11 de septiembre. También hay que señalar que el director de fema, que es la Agencia de Emergencias Federales, en una entrevista para CBS el 12 de septiembre, respondió a la pregunta de qué tan pronto habían estado listos para entrar en acción en Nueva York, diciendo que estaban muy bien preparados desde el 10 de septiembre.

–¿Cómo puede ser? Eso sería reconocer que estaban enterados de la operación.

–Es una pregunta interesante. Hay dos explicaciones, dado que lo dijo y que lo dijo con autoridad por el puesto que ocupa: que tenemos una revelación honesta o bien fue un terrible lapsus. Pero lo que importa es que lo dijo y que nunca fue corregido. Y de hecho también en CBS entrevistaron al agente de la CIA que controlaba a Osama Bin Laden y declaró: "Si no tuviéramos a Bin Laden, tendríamos que inventarlo." No hay que olvidar que los miembros más prominentes del grupo Carlyle estaban todos reunidos en el Hotel Ritz Carlton, de Washington, viendo la televisión el 11 de septiembre. Lo cual es una extraordinaria coincidencia, si quieres llamarlo así. Pero más allá de esto el general Mahmoud, que era el director del ISI, el Servicio de Inteligencia Pakistaní, que ha sido el gobierno de facto de ese país desde 1948, estaba en Washington, en la nsa y el Departamento de Estado desde la semana anterior al 11 de septiembre. Él hizo una transferencia electrónica de cien mil dólares a la cuenta de Mohammed Atta [el supuesto líder de la operación y el piloto de uno de los aviones]. Esto fue revelado por la agencia de inteligencia india y publicado en el Hindustani Times y después retomado por la Associated Press. Mahmoud fue obligado a renunciar a su puesto pero las circunstancias de esta transferencia de dinero a Atta no fueron exploradas.

El jefe anterior del ISI, General Gul Hameed, dio una entrevista extraordinaria a Arnaud de Borchgrave (http://www.freemasonwatch.freepressfreespeech.
com/hameedgul.html
), el editor de UPI. Gul Hameed fue el agente del ISI que participó en la organización de Al Qaida, el financiamiento de Bin Laden y del talibán. Gul Hameed dice que los acontecimientos del 11 de septiembre fueron obra de la fuerza aérea estadunidense y la Mossad israelí. Dijo: "Yo conozco la situación desde adentro, ustedes me entrenaron." Lo que pasó ese día fue un stand down, que es un procedimiento estándar, lo entrenamos en Pakistán y en Estados Unidos. No puedes tener aviones civiles entrando en espacio aéreo prohibido, como el Pentágono, la Casa Blanca o el WTC en Nueva York y no tomar medidas. No puedes tener una situación en la que fallen los radiofaros de un avión por más de una hora sin una respuesta. "Mire, seamos serios, esta es una operación de una sofisticación enorme. ¿En serio cree que fue coordinada desde cuevas en Afganistán?" Es ridículo. Además, de que Gul Hameed asegura que el propio Bin Laden le juró sobre el Corán que él no había tenido nada que ver. Estas evidencias coinciden con otras pruebas que están emergiendo de muchas otras partes.

(Continuará.)


 Puede escuchar a Ralph Shoenman todos los viernes a las 9:00 a.m. en: www.wbai.org. En la opción Listen. 

Placeres permitidos
Evodio Escalante
 OCHENTA AÑOS DE
LA SEÑORITA ETCÉTERA

Por razones que tienen que ver con la historia de las polémicas culturales, y que hunden sus raíces en los debates de los años veinte y treinta de este siglo, sobre el estridentismo y todo aquello que se vincule con él se abate un juicio negativo que muy pocos logran remontar. La mayoría de los críticos de la cultura en México estima que el estridentismo era una mera imitación vernácula del futurismo italiano, que no era una vanguardia propiamente dicha sino tan sólo la apariencia de una vanguardia, y que –por lo mismo– sus textos importan menos que los gestos (naturalmente, efímeros) que acompañaron su aparición. De tal suerte, se ha vuelto una costumbre (y ya no sólo una moda, como habría dicho Paz) menospreciar al estridentismo. Este año se cumplen ochenta de la publicación de La señorita etcétera de Arqueles Vela. Aunque su autor publicó numerosos libros, algunos de ellos vinculados con sus tareas como profesor en la Escuela Normal Superior, y aunque muchos lo recuerdan sobre todo por El Café de nadie (1926), relato que inmortalizó el lugar donde se reunían los alebrestados miembros de la vanguardia (Marco Antonio Campos informa en un libro reciente que el nombre real era "Café de Europa", y que se encontraba en la antigua avenida Jalisco, hoy Álvaro Obregón), pienso que la obra maestra de Arqueles Vela es la que publicó en 1922.

El sólo nombre de "novela" aplicada a este texto es ya una provocación. Se trata de un apretado relato que no ocupa más de diez páginas y que como tal se publicó inicialmente en páginas de El Universal Ilustrado. Le viene muy bien, sin embargo, dentro de un clima de renovación que pretendía jugar con la noción misma de género literario, y que de hecho reconstruía esta noción de por sí tan antigua. La mejor prosa de Arqueles Vela está en este librito inaugural. Se trata de una prosa veloz, relampagueante, inusitada en el uso de los verbos, y que organiza el relato a través de cuadros o escenas de corta duración. Con este texto se inicia propiamente la narración fragmentaria. Tiene mucho el aire de un mosaico que se organiza por piezas que el lector debe recomponer. Hay pues una cierta dislocación entre escena y escena. El narrador, altamente subjetivo, no se sabe muy bien si actúa o tan sólo imagina las cosas. En el fondo hay una atmósfera tensa, crispada, que no hace sino reflejar la angustia del narrador ante la modernidad que acaso vive pero no comprende del todo. La mujer juega un papel fundamental en esto. Es tan relampagueante y fugaz el trote del narrador sobre las situaciones que se presentan, que se diría que éste tiende a diluirse, obedeciendo a las desconocidas leyes del flujo. Algo semejante pasa con la mujer. Es y no es, aparece en el momento en que se escabulle y se escabulle en el momento de aparecer. Esta calidad mercurial de todas las cosas le otorga al relato de Arqueles Vela una tesitura totalmente novedosa. Nadie que yo sepa ha intentado entre nosotros algo así.

Su lenguaje da entrada a una terminología técnica que no solía usarse en literatura. Si Picasso pintó con Las señoritas de Avignon los primeros senos cuadrados de la historia de la pintura, Arqueles Vela describe los primeros senos voltaicos de nuestra literatura. No se conforma con esto. La escena de la cópula amorosa, a la que se concibe como una descarga de miles de amperes que quema los conmutadores, es digna de mencionarse. Hay algo en la visión maquínica de la mujer que hace recordar la famosa Metrópolis de Fritz Lang... sólo que la película del expresionista alemán es de 1926, y el texto de Arqueles se le anticipa por cuatro años.

Dicho libro representa además una prioridad histórica. La investigadora alemana Katharina Niemeyer observa que La señorita etcétera "es la primera novela vanguardista hispanoamericana", y que se publica justamente en el annus mirabilis de la vanguardia en Europa y Latinoamérica. Es el año en que aparecen, en efecto, La tierra baldía de Eliot, Ulises de James Joyce y Trilce del peruano César Vallejo. Dicho de otra manera: la novela de Arqueles Vela significa un parteaguas definitivo. El hecho es que se adelanta a Escalas melografiadas (1923) del propio César Vallejo, a El habitante y su esperanza (1926) de Pablo Neruda y a La casa de cartón (1928) de Martín Adán. No es pues este libro de Arqueles el primer relato vanguardista de la literatura mexicana, como ha llegado a escribir algún crítico, aunque esto sería ya en sí bastante apreciable. Su mérito tiene un alcance continental.

En México, país ritual, nos encantan las celebraciones. Mucho me temo, sin embargo, que los ochenta años de La señorita etcétera le pasarán inadvertidos a nuestros funcionarios culturales, digo, aquellos que se encargan de organizar festejos, coloquios, congresos y mesas redondas conmemorativas. ¿La causa? Que el estridentismo no viste. Las direcciones de literatura de los organismos oficiales de seguro estarán ocupados en otras cosas más lucidoras.

En una antología reciente, Paisajes del limbo a cargo de Mario González Suárez, me encuentro con la grata sorpresa de que se recoge un texto de Arqueles Vela. No La señorita etcétera pero al menos El Café de nadie. Muestro enseguida la persistente manera de abordar el asunto de las relaciones con la vanguardia, según el mexican style todavía al uso: "El Café de nadie no ha perdido vigencia literaria porque expresa el personalísimo desasosiego existencial de Arqueles Vela por encima de su filiación y de su beligerancia vanguardista." En buen romance, es un buen texto a pesar de ser estridentista, no porque haya participado de él. Sigue González Suárez: "Curiosamente, las fantasmagorías personales de Arqueles Vela se dejaron instigar por los gritos y sombrerazos del estridentismo debido a la naturaleza inconsciente de su universo." O sea que era estridentista el pobrecito porque no sabía lo que hacía. Así nos manejamos en México.

Javier Sicilia
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Hölderlin o la espera del dios

El siglo XIX dio una pléyade de grandes poetas que en su mayoría se perdieron jóvenes. Como un hacha blandida por un furor ciego, los antagonismos nacionales, el positivismo y su envilecedora mirada, las herencias del racionalismo ilustrado y el entusiasmo de la industria, no sólo destruyeron guerreros, campesinos y obreros, sino también lo que Stefan Zweig llamó "una magnífica floración de poetas y artistas": Keats, Shelley, Byron, Kleist, Novalis, Rimbaud, Büchner, Chopin, Schubert, Puchkin, Leopardi, por nombrar sólo algunos de los más conocidos.

Siempre me he preguntado por qué sucedió así.

Tengo para mí que el sistemático desalojo que desde el Renacimiento, pasando por la revolución industrial, la crítica racionalista del sigo XVII, el positivismo y las ideologías históricas, el hombre hizo de Dios, dejó a los poetas, es decir, a aquellos seres que revelan el misterio de Dios en las cosas, solos frente a una desmesurada maquinara que los aplastó.

Al igual que en la Palestina de los primeros siglos todo el poder del Imperio Romano se estrelló sin piedad sobre el cuerpo de Jesús, en el mundo del siglo XIX toda la maquinaria del imperio del racionalismo cientificista se estrelló implacable sobre el cuerpo de esos jóvenes que buscaban, en medio de lo oscuro, devolverle su sacralidad al mundo. Los que no murieron jóvenes a causa de la enfermedad del siglo, se suicidaron, y los que escaparon al suicido fueron asesinados.

Creo, en este sentido, que de toda aquella pléyade de poetas, Hölderlin fue quien mejor comprendió el problema. Este hombre que, a diferencia de los anteriores, murió viejo, pero cuya lúcida inteligencia, semejante a la de Nietzsche, se consumió pronto; este poeta olvidado en su tiempo, cuya obra se conservó negligentemente y durmió durante años en los polvosos estantes de las bibliotecas, dejó un magnífico mapa no sólo de esa crisis, sino de lo que la poesía es y deberá ser si quiere ayudar a la salvación del mundo.

Desde su salida del seminario, Hölderlin nunca se sintió a gusto en la realidad de su tiempo. El mundo que tenía delante de sí, un mundo demasiado interpretado por el racionalismo y el industrialismo que se extendía por todas partes, le velaban la belleza de lo real. ¿Dónde la encontraba? En su interior y en los paisajes de su tierra natal, Lauffen, un pequeño pueblo a orillas del Neckar, un mundo que permanecía aún virgen, es decir, aún intocado por la realidad técnica e ideológica, un mundo donde lo real se manifestaba. En este sentido, Hölderlin comprendió que la misión del poeta en estos tiempos que él mismo llamó "miserables" en su gran elegía "Pan y vino" es la "de celebrar las cosas sublimes" o, mejor, la de ser un mediador entre los dioses que habían sido desalojados del mundo y el mundo que se precipitaba hacia un velamiento de lo real a través de lo que Heidegger, el intérprete de Hölderlin, llamó en su crítica a la Técnica el Bestand –la manera en que los objetos de lo real son requisados por la técnica y reducidos a utensilios, a reservas que pueden ser utilizadas técnicamente.

Hölderlin, como aquellos poetas de sus siglo, nunca quiso comprometerse con ese mundo que se abría a esa vulgaridad que ahora padecemos en plenitud. Si ya no había un lugar para el poeta, como lo hubo en los tiempos antiguos donde la poesía era un oficio sacramental, el poeta debía entonces sacrificarse, renunciar a todo lo que su mundo privilegiaba por el único favor de poder aproximarse a lo divino para devolvérselo. El poeta, que es el develador de lo real debía, por lo tanto, permanecer en lo real en un constante peligro purificador. Para Hölderlin –y por ello digo que interpretó la vida de los jóvenes poetas que su siglo extinguió– el poeta, en un mundo que llegaba a la eclosión del velamiento de lo real, es decir, de lo sagrado de las cosas, debía darse por completo al infinito para volver a encontrarlo.

Así, desde el momento en que abandonó el seminario y recorrió la Europa de su tiempo, Hölderlin comprendió lo que en sus contemporáneos se manifestó en destellos poéticos: la necesidad de lo absoluto como presencia en la belleza del mundo y, en consecuencia, la necesidad del poeta de ser únicamente el "guardián de la flama sagrada". Mientras en lo alto, escribió, "los inmortales –lo divino que poblaba la tierra y fue desalojado– caminan dichosos en la luz", abajo, "nuestra raza camina en la noche, habita ahí como en el Orcus,/ Sin nada de divino. Los hombres están como soldados/ a su propia actividad y cada uno, en el ruidoso taller,/ sólo se escuchan a sí mismos, y esos salvajes trabajan mucho/ con poderoso brazo y sin reposo; mas siempre y sin cesar/ la pena de sus brazos permanece estéril, como la obra de las Furias".

Mucho se ha discutido la locura de Hölderlin que lo llevó a pasar los últimos treinta y seis años de su vida bajo el cuidado de la familia del ebanista Zimmer, en Tubinga, cerca de su aldea natal. Creo que, semejante a la muerte prematura de sus contemporáneos, la extinción de su inteligencia fue una fuga de ese mundo que su poesía no había podido volver a sacralizar o, mejor, fue el pago que un mundo, que no estaba preparado para el advenimiento del dios, le dio para que se comprara un boleto de ida a ese universo divino que el mundo moderno había desalojado. Encuentro algo de eso en el canto vii de su gran elegía "Pan y vino", escrita entre 1800 y 1801, siete años antes de su extravío definitivo: "¡[...] llegamos demasiado tarde, amigos! Sin duda los dioses/ aún viven, pero encima de nuestras cabezas, en otro mundo [...] Pero el yerro/ es útil, como el sueño, y la angustia y la noche fortalecen,/ mientras llega la hora en que aparezcan muchos héroes/ [...]/ Entretanto, a veces se me ocurre/ que es mejor dormir que vivir sin compañeros/ y en constante espera. ¿Qué hacer hasta este día futuro?/ ¿Qué decir? No lo sé. ¿Para qué poetas en estos tiempos de miseria?/ Pero son –me dices–, semejantes a los sacerdotes del dios de las viñas/ que en las noches sagradas andan de un lugar a otro".

Hölderlin se sumió en esa noche y aguardó al dios. ¿Era la Parusía del mundo cristiano? No lo sé. Al menos era la devolución de lo real a un mundo que la interpretación del racionalismo científico había velado y la espera de los nuevos poetas que tal vez lo lograrían.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos y evitar que Costco se construya en el Casino de la Selva.


Luis Tovar


De la censura
y otras pendejadas (I)

Guille (mientras se lleva las manos al pecho y se aleja con paso titubeante):
¡Hay una epidemia de no zé qué! ¡Me voy a enfedmad! ¡Eztá todo mundo en cama!
Felipe (a Mafalda): Pero si no sabe leer. ¿Qué habrá visto en el periódico?
Mafalda: Los anuncios de las últimas películas.
Para quien haya leído el título de esta columna sintiendo que su gazmoñería sufría un ataque artero, malintencionado y hasta vulgar, diré que la censura siempre me ha parecido y me parecerá una grandísima pendejada, sin importar la forma en que se la quiera ejercer ni de dónde provenga ni qué intenciones persiga. Y para quien no haya visto nunca las tiras de Mafalda o no recuerde bien a los personajes, diré que Guille, hermano de Mafalda, no tiene más de dos años de edad, y que es precisamente su edénico desconocimiento de que las camas son útiles para muchas cosas más que sólo dormir o padecer enfermedades, lo que le hace suponer algo erróneo.

Para mayor abundamiento, diré que las imágenes suscitadoras del espanto guillesco ya son pura nostalgia, pues datan de finales de los años sesenta y principios de los setenta, cuando en muchos países había prendido la fiebre del cine soft porno italiano y la cartelera ofrecía títulos que, bien mirados, no eran ni siquiera procaces, sino que movían a risa. ¿Se acuerda usted, por ejemplo, de la Cama motorizada o de Pornocho? Sus anuncios, llenos de frases dizque picantes, iban acompañados de algún par de chichis (o tetas o bubis o repisas o senos, como usted quiera o acostumbre llamarle a las glándulas mamarias), o algún par de nalgas (teleras, tambochas, tepaljuanas, yoyo, mejoral, trasero, culo, tortas, glúteos, cabús...). Eso sí, en aquellos tiempos el negativero tenía que sobreponer una tirita oscura que censurara los pezones, en el primer caso, y la unión de las nalgas en el segundo.

Ese género cinematográfico, del que en México tuvimos tantas copias durante tanto tiempo, cayó por sí mismo y su repliegue o franca derrota no afectó en lo más mínimo al cine porno duro –también conocido como hard core–, siempre vigente y siempre discreto a la hora de anunciarse porque sabe que así le conviene, y porque su clientela es más fiel que una hermanita de la vela perpetua. Salas insignes como el Savoy (Raboy para los entendidos) o el Teresa (estupendamente rebautizado como el Retiesa), siguen y seguirán recibiendo un aforo que si bien ha mermado a consecuencia de la invasión del videocassette, no las dejará morir por una sencilla razón: que ya se trate de Bambi o de Fanny Hill, el cine sigue viéndose mejor en el cine.

Sade y los sadianos
Ya el buen Marqués nos dijo desde hace muchísimos años, en boca de personajes como Justine, que la virtud es algo competente al alma y no a la carne. Bocaccio, que algo sabía también de estos asuntos, afirma que por lo regular la maldad reside en los oídos de quien escucha y no en los labios del que habla. Pero estas dos verdades, que con el Espíritu Santo comparten al menos la diafanidad, han sido tomadas por los ánimos censores como las llamadas a misa o las mentadas, a las que les hace caso nada más el que quiere.

Al son mafioso de que quien no está conmigo está en mi contra, o al estilo Siqueiros, para quien no había más ruta que la suya, los censores han escrito en México páginas de verdadera ignominia, capaces de desmoralizar al más pintado cuando se quiere creer que vivimos en un país moderno. La efectividad del cine como medio expresivo, su poder de convocatoria y lo fácil que resulta evocarlo y convertirlo en punto de referencia anecdótico, ideológico e incluso sentimental, debe ser el foco rojo que lo ha convertido en el predilecto de la censura.

Palomitas descalificadoras
Aquí no hablo de las palomitas que se llevan a la boca en la penumbra de la sala, sino de las que censuran bajo el eufemismo de "calificar" el contenido de una película. Hugo Gutiérrez Vega me recuerda la clasificación que no hace mucho tiempo la Iglesia católica se encargaba de publicar en La hojita parroquial, cuya distribución habría hecho palidecer los mejores esfuerzos de este y de cualquier otro medio impreso:

A. Buena para todos.
B1. Para adolescentes y adultos.
B2. Sólo adultos.
C1. Adultos (con graves reservas).
C2. Prohibida para todos por indecente.

Ni qué decir tiene que bien pocas películas conseguían la imposible "A", sobre todo si se piensa que el palomeo era cortesía de gentes como el jesuita Jesús Romero Pérez, cuyos sueños de producir un cine edificante y propagador de las buenas costumbres pueden apreciarse en La sonrisa de la virgen, cinta que, si acaso fuera posible, es más "decente" y "bienintencionada" que la inefable Marcelino, pan y vino.

Hoy como ayer
Ignoro si esta Iglesia, que se considera a sí misma como la única, continúa con sus despropósitos en materia fílmica, pero no me extrañaría en lo absoluto. Como tampoco me extraña, en un país gobernado por funcionarios que no leen ni van al cine y que en materia de censura están demostrando ser más mochos que Uruchurtu, que nadie haga ni diga nada al descubrir en cartelera una nueva clasificación cinematográfica, que se añade a la ya de por sí arbitraria de rtc, que no se sabe de dónde coño salió, y de la que se hablará en este espacio la próxima semana.

(Continuará.)
Michelle Solano
Michelle Solano

Teatro para niños

A José Emilio, por explicarme
todo cuanto no entendí
Ya desde hace varios años, en los diferentes encuentros, simposios, talleres y mesas redondas que se llevan a cabo con temas tan diversos como "El teatro mexicano frente al nuevo milenio", "Un teatro para todos", "Análisis de la metodología del teatro físico", y cualquiera que sea el tema a discutir y analizar en estas reuniones, si una idea predomina, y en la que todos parecemos estar de acuerdo, es que el teatro para niños cumple una función primordial: formar espectadores habituales. Bajo esta premisa, es casi un absurdo tener que preguntar lo siguiente: si todos sabemos la importancia que tiene hacer un mejor (o por lo menos más) teatro para niños, ¿porqué no lo hacemos?

La cuestión no es tan simple como parece. No se trata de satisfacer una necesidad y ya. La segunda pregunta a resolver podría ser: ¿qué tipo de teatro necesitan los niños? Frente a estímulos como la televisión, el internet y los videojuegos, mucho se ha hablado de la dificultad tan grande que significa competir contra ese instrumento mal llamado "interactividad" (hasta la palabra es horrible), porque en lugar de encontrar divertidas las funciones de títeres y marionetas, de sucumbir ante los encantos de una función –en la que tienen que permanecer sentados un buen rato y en donde no es indispensable apretar botones y sostener un control–, muy lejos de eso, los niños piensan que ir al teatro es "una ñoñez"; en fin, que para ellos es aburridísimo.

Y tampoco puede uno culparlos; la verdad es que sí es una empresa difícil encontrar en la cartelera obras para niños con un mínimo de calidad. Aunque hay quienes llevan muchos años en el intento de crear un teatro infantil (hay otros que no hacen teatro para niños, que ni lo intentan y, sin embargo, todo el teatro que emprenden en su vida resulta infantil), se han enfrentado a problemas de índole diversa: en lo que toca a la dramaturgia –aunque autores como Ibargüengoitia, González Dávila, Licona, entre otros, han escrito obras para niños y adolescentes– no es un género socorrido, quizá porque les ocupan cuestiones y temas de orden más trascendental.

En cuanto a la producción y difusión de las obras para niños, es bien sabido que los presupuestos son escasos, cuando no insignificantes, lo que deriva en montajes que se realizan de manera casi milagrosa y prácticamente con los elementos escenográficos que la compañía en cuestión puede hacerse llegar desde los destinos más insólitos: préstamos, asaltos a los armarios de las abuelas (porque no se puede a las bodegas del inba, por ejemplo, donde tanta escenografía y vestuario se echa a perder, antes de que pueda ser reciclado por alguien) y de la creatividad de los involucrados para transformar estos materiales en lo que después funciona lo mismo como barco-tigre-nube-columpio, o cualquier otra cosa. La difusión suele ser pésima, las temporadas cortas y los boletos baratísimos (como si el teatro para niños valiera menos, o fueran ellos quienes van a pagar sus entradas). No es que esto sea un error, pero también es uno de los factores que afecta la proliferación de espectáculos para niños: nadie quiere trabajar (actores, directores, escenógrafos, etcétera) por tres pesos.

En contraparte están las producciones que se realizan en teatros como el Insurgentes (refritos kitsch, homenajes al mal gusto y a la estupidez) en donde el teatro infantil (éste sí) es una glosa malparida de Blancanieves, Magosdeoces, Cenicientas y Bellasdurmientes que han contribuido a la imagen de un teatro infantil para niños descerebrados, con papás que lo son aún más por someterlos a tales torturas.

Pero no todo es naufragio. En México se han hecho montajes inteligentes, brillantes, divertidos y muy, pero muy concurridos. Algunos de esos montajes son: Juan el Momotaro, de Susana Wein e Irene Akiko, dirigido por esta última; Historias con ruiditos, Vieja el último e Inútil presentarse sin cumplir los requisitos, montajes todos del Grupo 55, escritos y dirigidos por Larry Silberman y Perla Szuchmacher.

Dos obras dignas de reconocimiento son El siglo de mis abuelos y El cielo de los perros, de Amaranta Leyva, que actualmente se presentan en el Teatro Orientación, a cargo del grupo Marionetas de la Esquina, dirigido por Lourdes Pérez Gay.

En las dos obras sorprende la reelaboración del universo infantil, del imaginario del espectador, la capacidad para establecer un puente tan efectivo con el público, ése que sí entiende, que sabe (y agradece) cuando lo están tratando como un ser pensante.

El siglo de mis abuelos, como resulta obvio, es un homenaje entrañable a la presencia de los abuelos en la vida de los niños. El cielo de los perros indaga sobre la concepción que los niños tienen de la muerte. Las mejores carcajadas se desprenden cuando, a través del devenir de las obras, somos los adultos quienes quedamos en evidencia ante la perspicacia y chispa de los niños.

Las marionetas están manejadas de modo preciso y el uso de la cámara negra funciona muy bien casi todo el tiempo, la música (realizada por Gabriela Huesca) es deliciosa, y las carcajadas de los niños (y sus papás) así como los aplausos, son la mejor muestra de que las obras funcionan, de que todavía hay niños que, si corren la suerte de enfrentarse a un acontecimiento escénico feliz, seguramente serán mejores espectadores de lo que hemos sido nosotros.

Ojalá veamos más de Amaranta Leyva y del grupo Marionetas de la Esquina y ojalá también el teatro para niños deje de ser tema sólo de unos cuantos.