Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 11 de marzo de 2002
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Sociedad y Justicia

"Aquí no hay placer... esto es trabajo y se trata de no sentir", señala testimonio

Prostitución en La Merced, degradación en medio de la desinformación y el abuso

Entre los clientes, albañiles, cargadores y comerciantes; prefieren que sean desconocidos

MARIA RIVERA

A media tarde las aceras de Anillo de Circunvalación bullen. Sucias, míseras, lúgubres. Los clientes se amontonan ante las boneterías y tiendas de ropa barata; los vendedores ambulantes copan el resto del espacio. En animados grupos o solas, las muchachas de La Merced se integran al paisaje, como el sonido de los expendios de discos piratas y el penetrante olor del aceite en el que se fríen los tacos de suadero y tripa. Tan invisibles para los que pasan de largo como presentes para los que las convierten en objeto de deseo.

Entre San Pablo y Uruguay trabajan las más caras, jovencitas y travestis de extravagantes vestuarios. A partir de allí, adentrándose en el centro, están las recién llegadas de algún pueblo, que comienzan a conocer las reglas del juego, y las que han visto pasar sus mejores tiempos, con aspecto de amas de casa rumbo al mercado, que cobran a 10 pesos "el rato".

Ana, sexoservidora de Tlaxcala, de 26 años, explica los términos de la negociación. Sin desvestirse y con preservativo el precio fluctúa entre 80 y 120 pesos, más el hotel. "Pero cuando andamos apuradas de dinero agarramos lo que sea." Sin condón o desnudas, se incrementa el costo. No hay mucho espacio para fantasías en este mundo. Basta ver las expresiones de las jóvenes cuando relatan las veces que se han visto obligadas a hacer "de todo", para entender que fueron más allá de su deseo. Cuando hablan de "lo normal" se refieren a una rápida penetración sin mayores preámbulos. "Aquí no hay placer", afirman tajantes, "esto es trabajo y se trata de no sentir."

Aunque la mayoría son cargadores, albañiles o comerciantes, la clientela es variada. Mejor si son desconocidos que van de paso, continúa Ana, "porque así no da pena", pero también están los fijos, con los que logran establecer cierta complicidad. Los hay amables, que las tratan con respeto. Incluso algunos las contratan sólo para contarles sus problemas y sentirse escuchados. Pero tampoco faltan los golpeadores y los hommerced_prosti_n76icidas; todas tienen historias de agresiones que contar.

"Muchos creen que esta vida es muy fácil y nos tratan de 'esas mujeres' -reclama la joven-, porque no conocen el dolor y el sufrimiento que pasa una. Porque ahorita decimos 'me meto con este fulano', pero no sabemos si vamos a salir vivas; a muchas las matan sin que nadie sepa ni quién fue."

En 1998, según datos del libro La vida desde nuestros ojos, mujeres de La Merced, se contabilizaron tres mil sexoservidoras en la zona, omitiendo las clandestinas. Las edades fluctuaban entre 16 y 68 años; 80 por ciento provenían de otros estados y 70 por ciento eran analfabetas. La mayoría estaba sujeta a relaciones de sometimiento con padrotes, que se quedan con la mayor parte de la ganancia. Más allá de las cifras, sus relatos hablan de violencia, desintegración familiar y abandono. Vidas que se quedaron sin aliento apenas comenzadas y que no encontraron más salida que la calle.

Las jóvenes que ofrecen sus testimonios cuentan en la actualidad con el apoyo de las Oblatas, congregación religiosa que trabaja en el rumbo desde 1989, brindando servicio de guardería, terapia, capacitación laboral, alfabetización e incluso trabajo. Sin embargo, no hay finales de telenovela. Todas continúan en el sexoservicio y sus logros los miden desde sus reglas: se independizaron de algún padrote, sobrevivieron a un intento de asesinato o aprendieron a negociar con los clientes en términos más favorables. En este territorio lo que se juega es la supervivencia, quien busque felicidad que lo haga en otras coordenadas.

Rosa, guerrerense de 31 años, define su vida como un despapaye. Su madre murió al nacer ella y eso marcó su destino."Crecí desbalagada -recuerda-, un tiempo lo pasé con mi papá, otro con mis tíos o con mi abuela. A todas las mujeres de la familia les decía mamá." Estudió primaria a duras penas porque no había quién se responsabilizara de comprarle útiles escolares ni de inscribirla.

A los 13 años, unas jóvenes del pueblo que trabajaban en la ciudad de México la invitaron a acompañarlas y le pintaron un mundo donde había todo lo que cabe en la imaginación de alguien crecido en un pueblo de pescadores. "Me dijeron que se ganaba muy bien en lo que hacían -rememora-, que me iba a poder vestir bien y hasta a comprar zapatos. Cuando llegué aquí y me contaron en qué trabajaban, pensé: 'šhíjole!', pero ya no podía hacer nada, estaba sola, sin conocer a nadie más que a ellas.

"La primera vez no supe ni qué pasó -continúa-; me sentí tan mal que ni le recibí el dinero al señor; ahí se lo dejé. Lo que quería era chillar. Mis compañeras me regañaron: 'Ƒpor qué no le cobraste, eres tonta o qué? Con el otro que entres, cóbrale o así te va', me la sentenciaron. Con el tiempo agarré valor, vi que era la forma de sacar para la renta y la comida y le seguí."

Empezó a beber y, como muchas de las que trabajan por el rumbo, tropezó con un padrote. "No sabía de mí, mi vida era, bueno, es un despapaye. Por ese entonces encontré un chavo que me dijo que me iba a cuidar para que no me pasara nada, que me iba a proteger, ya sabe, me tiró un rollo; a cambio yo tenía que darle dinero. Me sentía tan sola que dije: 'šórale!' Y así empecé a trabajar para él."

"Mátame si quieres, al fin tú me vas a llorar"

Uno de los temores que acechan a estas jóvenes es que su familia se entere de su ocupación, porque eso las condena prácticamente al destierro. "Un día un conocido del pueblo vio a las muchachas, con las que me había venido, trabajando aquí en La Merced, y se armó la bronca allá. Mi papá pensó que yo también andaría en esto. Fui a verlo y le dije la verdad. Me apaleó; así desquitó su coraje. Sólo le dije: 'mátame si quieres, al fin tú eres quien me va a llorar'."

Trató de trabajar en otra cosa, pero no le gustó. "Me consiguieron chamba de lavaplatos en una cocina económica. Vi el montón de trastos, unas ollotas... y dije: 'no, yo no trabajo en esto'. Regresé a La Merced."

La información sobre salud y sexualidad la recibió de sus compañeras -"en cuanto llegué las muchachas me dijeron: 'tómate esto y vas a usar estos condones para que no pesques nada malo'"- pero reconoce que nunca ha asistido a una plática formal.

Hace unos años encontró a su actual pareja, con quien tiene dos hijos. "Lo conocí en una fonda adonde iba a comer; trabajaba en una imprenta cercana. La verdad no me interesaba mucho, pero tuve un hijo con él y luego otra niña. Ya me adapté, no puedo decir que lo quiera porque ni sé lo que es querer; no sé... a lo mejor es por todo lo que me ha pasado.

"Después conocí a las madres y empecé a trabajar en la cocina económica que tienen. He aprendido mucho: repostería, a hacer figuras de chocolate y estudio secundaria. Le estoy echando ganas por mis hijos, el niño va en tercero de primaria y la niña en maternal. Cuando no me alcanza el gasto vuelvo a trabajar de sexoservidora, por lo menos ahora sé cómo cobrar a los clientes."

Niña rebelde

Alicia ríe todo el tiempo. Incluso cuando narra un intento de asesinato esta oaxaqueña de 30 años mantiene la sonrisa. Es un gesto nervioso. Creció en una apartada comunidad de la sierra de Oaxaca a la que se accede sólo caminando. Su hermana se encargó de criarla desde los tres años, cuando la madre murió. La levantaba de madrugada para que pusiera el nixtamal y cuidara al resto de los niños. Estudió hasta segundo de primaria porque le decían que no valía la pena gastar en su educación ni en su vestido; toda la niñez la pasó descalza. "Durante mucho tiempo pensé que me llamaba 'buena para nada'", señala.

Se volvió una niña rebelde, lo que intensificó castigos y golpes. Hasta que huyó con dos de sus primas. Hicieron tres días de camino hasta la capital oaxaqueña. Los trabajos no le duraban porque era muy chica y desconocía las labores domésticas de las ciudades. Fue sirvienta en varias casas, en ocasiones sin recibir salario, hasta que la trajeron al DF. Cambió de giro y empezó a trabajar -de siete de la mañana a ocho de la noche- en una fábrica de servilletas, a destajo. Obtenía veintitantos pesos al día.

A los 23 años conoció a un muchacho y se embarazó. Pasó hambres entonces, reconoce. Un día una amiga puso una cantina cerca de una zona militar, donde fue mesera. Vivía en el local con su hijo. Las sexoservidoras que trabajaban allí le sugirieron que se dedicara a ese oficio y se fue haciendo a la idea. "Al principio me daba vergüenza, pero con el tiempo se me quitó. Nunca había visto tanto dinero junto y empecé a tomar. El que sufrió fue mi hijo porque lo descuidé."

Incluso dejó de pagarle a la persona que le cuidaba el niño, "sólo quería ganar dinero y divertirme". Una de sus compañeras la regañó y le explicó sus obligaciones maternales, y se enmendó. Al poco tiempo un joven le habló bonito, le dijo que la iba a ayudar, y empezaron a vivir juntos. "Pese a que era muy mujeriego tuve una hija con él."

Al poco tiempo la abandonó. Acuciada por las deudas, un día que tenía que pagar la renta aceptó irse con un taxista que no le atraía. "Esa vez no había trabajo, así que cuando me ofreció 400 pesos por acompañarlo acepté. En el camino me di cuenta de mi error, porque el hombre sacó un cuchillo y me dijo: 'no hagas olas porque te mato'. En ese tiempo habían asesinado a varias muchachas, así que acepté hacer todo lo que quiso. Me trató como a una bestia, se puso una bolsa de plástico para penetrarme porque no traía condón y sangré mucho. Por lo menos seguí viva. Como me quitó todo el dinero que traía me puse a trabajar de inmediato. Gracias a Dios me fue bien, unos chavos me llevaron a su casa y me dieron buena lana, pero no sabe cómo sufrí... estaba totalmente deshecha por dentro."

En esta clase de relaciones, asegura, no hay espacio para el goce ni nada que se le parezca. "El placer se pierde, una es desechable, no siente. Como la tratan a una como animal se bloquea. Tarda mucho para que una vuelva a sentir, aunque sea con su pareja."

Ana tiene 26 años y una sonrisa que le ilumina la cara. Aun cuando relata una vida de malos tratos no hay rastros de amargura en su voz. Tiene la mirada de aquellos que siguen confiando en los seres humanos.

"Soy de un pueblo entre Tlaxcala y Puebla. Fuimos 11 hermanos, cinco murieron y sólo seis quedamos", se presenta. Desde pequeñas a ella y a su hermana se les encomendó la mayor parte de las labores de la casa, entre ellas el cuidado de sus hermanos. Cuando tenía siete años se quedó a cargo del niño más pequeño. Rendida, se durmió y cuando despertó el bebé estaba muerto. La madre la culpó y a partir de ese momento su vida se transformó en un callejón sin salida.

"Mi papá siempre me jalaba al campo; me gustaba estar con él porque me protegía. Mi mamá era muy agresiva, me decía que no era su hija, y un día, cuando tenía ocho años, me golpeó tanto que me fui a vivir a la casa de un tío. Allá duré un año. Un día una señora me invitó a trabajar a Puebla de sirvienta y acepté, pero nunca vi el dinero. Regresé a mi casa un tiempo, pero a los 13 me vine al DF a cuidar al hijo de un primo."

El choque con la ciudad la expuso a la soledad. "Un día un chavo me invitó a una fiesta, nos hicimos novios y nos juntamos. Poco después me dijo que tenía que ponerme a trabajar porque a él lo habían despedido. Me llevó con una muchacha que me trajo aquí al centro y me dijo en qué iba a trabajar. Fue horrible. El chavo me daba unas golpizas de aquellas, y lo que ganaba me lo quitaba. Me amenazaba con ir a contarle a mi mamá qué clase de hija era yo."

Cocinera y sexoservidora

Ana hace una clara división entre las representantes de las sexoservidoras que sólo pretenden aprovecharse de ellas y las que realmente se preocupan por ayudar. "En una ocasión que me estaba cambiando en casa de la señora que nos representaba -porque allá se ponía uno los shorts, las faldas de licra, toda esa ropa estravagantoza con la que trabajamos- vio que estaba toda moreteada porque me acaban de pegar. Se enojó y me ayudó a deshacerme de aquel hombre. Empecé a hacer una vida sola en un cuarto de hotel, pero por lo menos ya nadie me maltrataba y lo que ganaba era para mí."

La independencia duró poco. Un año después se juntó con el padre de sus dos hijos. Lejos de recibir apoyo regresó a los malos tratos. "Trabajé hasta dos días antes de que naciera la niña, después comenzaron las agresiones, los golpes. Ni cuando el niño se enfermó me ayudó; al terminar de trabajar tenía que irme a cuidar a mi hijo al hospital. Me separé, pero me quitó al niño. Pero un día me di cuenta de que estaba aprendiendo a drogarse, como su papá, me pidió un bazuco (residuo de la cocaína, que se fuma), ša los dos años! Yo no quería eso para mi hijo así que me lo traje para la guardería. Ahora va a la escuela y está más tranquilo."

Aunque trabaja en la cocina económica de las madres Oblatas, todavía trabaja en su otro oficio. Asiste al callejón de Lechera, lleno de graffiti y montones de desechos de telas de las fábricas cercanas entre las que corretean las ratas, el hotel Soledad, con los distintos cuartos de siempre, de estrechas camas cubiertas de colchas raídas, sin más adorno que oxidados espejos para reflejar los apresurados gestos de las parejas.

Vuelve a Circunvalación, se acomoda la falda y mira fijamente a los hombres que se acercan.

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