La Jornada Semanal,  17 de marzo del 2002                         núm. 367
Colette

Dos textos

Alegría ante los alimentos terrenales, entusiasmo nunca derrotado (ni por el casi intolerable dolor y la invalidez) y amor por el lenguaje capaz de dar forma a esos deslumbramientos. Estas son algunas de las características de la escritura de Colette. No olvidemos que Cocteau, refiriéndose a Chéri dijo de Colette: “Eres la única persona que sabe hacer pompas de jabón con nuestro lodo. Tu inspiración da color a cualquier cosa.”

EN BORGOÑA*

Un duro invierno ha prolongado su sueño. Para el caminante que no la conoce, la viña duerme aún. Los viñedos de la Côte d’Or revelan, desnudos, su severo alineamiento, su osamenta fina y disciplinada. Pero ya algo ha palpitado en la tierra, y la misma omnipotencia que hace que las margaritas de pétalos rojos abran y la rueda amarilla de los primeros dientes de león se manifieste, que muestra la oruga de los avellanos y la candelilla dulzona del sauce, la misma decisión soberana suscita, en el bosque de la viña, un capullo afilado, lleno de gotas de savia. La vida hormiguea ya en estas sonoras colinas de los viñedos de Nuits1; la mano, el pensamiento del hombre, avivan estas valiosas tierras que dan testimonio de la vieja diligencia humana.

Sólo faltan algunas semanas para que el duraznero estalle, rosa, para que la bruma inmóvil de los ciruelos en flor blanquee a lo lejos el paisaje ondulado... La vid descansa, pero la "marca" trabaja.

Bajo el arco de las bóvedas, bajo el salitre centelleante, bajo las largas estalactitas de telarañas, la "marca" trabaja en el calor, en la tibieza de los trece grados Celsium constantes. En cambio, cuando llega el verano, los mismos trece grados hacen de las cavas, hieleras.

Bajamos al reino subterráneo. Un muy ligero vaho azul –han azufrado los toneles– espesa el aire, bajo las bóvedas pobladas de focos. Hasta donde la vista se pierde e iguales a las perspectivas sin salida que inventan los sueños, las paredes son barricas, barricas y más barricas. Si, al pasar, flexionando el dedo las interrogamos con un pequeño golpe, todas responden diciendo que están perfectamente cerradas y llenas de vino borgoñón. Pero cada una responde a su manera, cada una da su nota de xilófono apagado y lejano. Recuerdo las orgullosas palabras del Pachá de Marrakech: "Si abriera mis depósitos de aceite de oliva, se formaría un río que llegaría al mar." Aquí también un río es prisionero, río de vino, reserva renovada que el tiempo no agota. Aquí se acumula para el presente y el porvenir, se trabaja para durar, tal vez habría que escribir: para resistir.

¿El antagonismo que opuso en el pasado una parte de la Champagne al champagne, va a oponer la Borgoña al borgoña? Es una extraña lucha, ya antigua, la del caldo y la marca. El primero, estrecho, delimitado, se empecina en su orgullo nobiliario y su porción congrua: "Soy la raza, afirma. Fundé algo mejor que un imperio. Con la mención de mi nombre, los ojos brillan, los labios se humedecen. Sé decir palabras más dulces que las palabras de amor, sonoras, como gritos de guerra. Aun si atravieso períodos de anemia, o años de hambruna, de lluvia, o si me endurezco por un verano sin agua, ¡sólo yo detento la noble sangre borgoñona!" A semejanza de todas las ramas legítimas, el caldo tiene partidarios, legisladores afiliados, una plebe ciega y una terrible terquedad.

Visitamos hoy a la disidente que confronta al caldo, a la firma que vende vino borgoñón: "Analícenme, pruébenme" dice. "Mis vinos transportan el oro y el rubí clásicos, son puros, libres de mezclas innobles. Me rebelo en contra de los caprichos solares, las hambrunas imprevistas. Acumulo vinos que son originarios de viñedos de Borgoña. Agrupo, fieles y dispersos, jóvenes generosos que el caldo, cuando no los requisa, trata como bastardos sin honor..."

Se pensará que traduzco, que resumo en términos un poco líricos. ¿Pero cómo hablar fríamente cuando se trata de una gloria nacional, del vino de Borgoña? Créanme que los campeones no son menos líricos que yo cuando defienden su fe personal. Psicología del gusto, culto al vino vivo, sensible y sano, es en vuestro nombre que se cuida y se hace madurar en cava el glorioso vino. Me muestran con orgullo en estas cavas, una polvorienta "biblioteca": filas de pequeñas botellas donde se conservan los vinos-tipo, los elegidos del consumidor.

Es un placer instruirse bajo estas bóvedas donde la voz se vuelve sorda, donde los pasos gritan apenas sobre una grava limpia. Por todos lados se trabaja, pero el ritmo de la labor se pliega a la conveniencia del vino, al que no le gustan ni la prisa ni la brutalidad. Alrededor de nosotros reinan los sonidos amortiguados, la calma y ese lujo supremo, pronto inaccesible a nuestra existencia: la lentitud reflexionada, la mesura. Afuera, el invierno mismo galopa, la carretera se cubre de automóviles, el teléfono repiquetea sin cesar. Pero en la cabecera del vino enclaustrado, el tiempo se duerme y por un momento ¿dejamos tal vez de envejecer?

Los hombres, a los que ciñe un delantal negro, son dulces y hablan poco. Uno de ellos, que decanta con increíble destreza, se inclina hacia un ruido de manantial y el olor ambarino de un vino blanco joven, ya con cuerpo, sube a las fosas nasales, abre el apetito, embriaga ligeramente. La taza de plata –mi señor, el vino exige vajilla de plata– concentra en su metal vivo el corto resplandor de una vela. La copa va, sin cesar, llena, de la espita al rostro del hombre inclinado: él la toca con los labios, hace girar su contenido y lo mira en las estrías y los cabujones de la copa cincelada, la vacía en el segundo tonel, la llena en el primero, vuelve a empezar... Se detiene, su ojo experto, ahí donde yo no veía sino límpido oro, discernió la primera nube de poso... Sólo un ejercicio constante, repetido durante años, afina de esta manera los sentidos humanos. Al lado, un compañero "arrulla" el vino. ¿No le gusta a usted esta expresión del terruño, tan viva? "Arrullar" el vino, en Borgoña, es agitarlo con fines de clarificación, cuando se acaba de verter la clara de huevo que atrae y precipita todas las impurezas de un vino nuevo. El hombre del delantal negro, un verdadero borgoñón rubicundo, agita la cuna, esta es–pecie de boomerang de fierro, curveado en el ángulo obtuso, con un perfil invariable. Como el nombre del instrumento, el gesto es arrullador, mesurado, sin prisa. ¡Superioridad de la mano! Vivo, sensible, susceptible, el vino entabla amistad con la mano amiga. ¿No es cierto que aquí los toneles se siguen enjugando "con cadena"? Una pesada cadena de gruesos eslabones redondos, decapa de maravilla el interior de los toneles, si el hombre que balancea el barril sobre su base tiene "brazo". Gestos redondeados, lentos, inmemoriales, dependiendo de la esfera y la circunferencia, modelados, inspirados por la rotación planetaria.

En lo profundo de la tierra, en la cava, reposan los frutos de tantos cuidados: frascos jóvenes, lisos, pequeñas botellas fechadas; las mayores, canosas, vestidas lentamente con una piel impalpable, gris y blanca como el vello que tiembla en los cuerpos de los bómbices nocturnos. El señor de la casa destapa una de ellas: es el momento de callarse, de levantar hacia la bóveda una copa ventruda, con boca pequeña: el ojo primero, la nariz después, al fin la boca. Bendito sea este...

– Por cierto, ¿cómo llama usted a este terciopelo, esta flama, este jugo, perfecto en todas sus proporciones, lleno de segundas intenciones?

Un nombre, bajo las bóvedas, resbala y propaga las r borgoñonas, que hace medio siglo se me quedaron en la garganta.

Traducción de Arturo Gómez-Lamadrid


* Este texto forma parte del libro Prisons et paradis, Ferenczi et fils, París, 1932 (primera edición); la edición empleada para la presente traducción es: Éditions Robert Laffont, 1989, collection Bouquins, vol. II, pp. 1001-1003.

1 Situado entre Dijon y Beaune, donde se producen vinos con denominación de origen, Nuits Saint-Georges, por ejemplo.

MI HERMANA DE CABELLO LARGO*

Yo tenía doce años, el lenguaje y las maneras de un muchacho inteligente, un poco tosco, pero cuyo aspecto no era viril, debido a un cuerpo que se moldeaba ya con formas femeninas y, sobre todo, a causa de dos largas trenzas que silbaban como fuetes a mi alrededor. Me servían como cuerdas para pasar por el asa de la canastilla de la merienda, como pinceles que metía en la tinta o en los colores, como cinturón para castigar al perro, como listón para jugar con el gato. Mi madre se lamentaba de verme masacrar esas estriberas de oro castaño que me obligaban a levantarme cada mañana media hora antes que mis compañeros de escuela. Las negras mañanas de invierno, a las siete, me quedaba de nuevo dormida, sentada frente al calentador de fuego de leña, bajo la luz de la lámpara, mientras mi madre cepillaba y peinaba mi cabeza colgante. Fueron esas mañanas las que provocaron mi aversión, tenaz, al cabello largo. Había cabellos largos prendidos a las ramas bajas de los árboles en el jardín, atorados en el pórtico de donde pendían el trapecio y el columpio. A un pollo que creímos inválido de nacimiento, le descubrimos un día un largo cabello cubierto de carne ampulosa que estrangulaba una de las patas y la atrofiaba...

Cabellos largos, adorno bárbaro, melena donde se refugia el olor del animal, ustedes a los que se mima en secreto y para el secreto, que uno muestra moldeados y rizados, pero que desordenados se ocultan, ¿quién se baña en su ola desplegada hasta la cintura? Una mujer sorprendida peinándose huye como si estuviera desnuda. El amor y la alcoba no les ven mucho más que un transeúnte. Libres, pueblan la cama de redes que molestan la epidermis irritable, de hierbas donde se debate la mano errante. Existe un instante preciso, en la noche, cuando los pasadores caen y el rostro brilla, salvaje, entre las ondulaciones enmarañadas–hay otro instante igual, en la mañana... Y debido a esos dos instantes, lo que acabo de escribir en su contra, cabellos largos, ya no significa nada.

Trenzada a la alsaciana, con dos pequeños listones que se agitaban al final de mis dos trenzas, la raya en medio de la cabeza, correctamente afeada con mis sienes descubiertas y mis orejas demasiado lejos de la nariz, a veces subía a la recámara de mi hermana de cabello largo. Al mediodía ya estaba leyendo, después del copioso desayuno que terminaba a las once. En la mañana, acostada, también leía. Cuando escuchaba el ruido de la puerta, apenas desviaba sus ojos negros de mongol, distraídos, velados por una novela tierna o una aventura sangrienta. Una vela consumida daba testimonio de su larga vigilia. Cerca de la cama, el papel tapiz de la recámara, gris perla con estrellamares, tenía las huellas de los cerillos que frotaba en la noche, con una brutalidad despreocupada, mi hermana de cabello largo. Su camisón, casto, con largas mangas y un pequeño cuello vuelto, no dejaba ver sino una cabeza extraña, de una fealdad atractiva, con pómulos prominentes y una boca sarcástica de calmuca. Las espesas pestañas móviles se meneaban como orugas sedosas, y la frente estrecha, la nuca, las orejas, todo lo que era carne blanca, un poco anémica, parecía condenado de antemano a la invasión de los cabellos.

Eran tan anormales en fuerza, número y largor los cabellos de Juliette, que nunca los vi inspirar, como lo merecían sin embargo, la admiración y la envidia. Mi madre hablaba de ellos como de un mal incurable. "¡Ay Dios mío, tengo que ir a peinar a Juliette!", suspiraba. Los días de descanso, a las diez, yo veía a mi madre bajar de la planta alta, cansada, lanzar el haz de peines y cepillos: "No puedo más...me duele mi pierna izquierda...acabo de peinar a Juliette."

Negros, con algunos hilos rojos, suavemente ondulados, los cabellos de Juliette, sueltos, la cubrían completamente. A medida que mi madre deshacía las trenzas, una cortina negra cubría la espalda; los hombros, el rostro y la falda desaparecían a su vez, y no se tenía frente a uno sino una extraña tienda cónica, hecha de una seda oscura con grandes ondas paralelas, abierta un momento por un rostro asiático, movida por dos manitas que manipulaban a tientas la materia de la tienda. La techumbre se replegaba en cuatro trenzas, cuatro cables tan espesos como un carpo robusto, brillantes como culebras de agua. Dos nacían a la altura de las sienes, otras dos arriba de la nuca, de ambos lados de un rastro de piel azulada. Una especie de ridícula diadema que coronaba enseguida la frente joven, otro conjunto de trenzas recargaba más abajo la nuca humillada. Los retratos amarillentos de Juliette dan prueba de ello: nunca hubo jovencita peor peinada.

–¡La pobre desdichada! –decía Madame Pomié, juntando las manos.

–¿No puedes enderezar tu sombrero? –preguntaba a Juliette Madame Donnot, al salir de la misa. –Es cierto que con tus cabellos... ¡Ah! Puede decirse que eso no es vida, cabellos como los tuyos...

El jueves por la mañana, como a las diez, no era raro que encontrara aún acostada y leyendo a mi hermana de cabello largo. Siempre pálida, absorta, leía con un aspecto duro, al lado de una taza de chocolate que se había enfriado. Cuando yo entraba, ya casi no movía la cabeza, a menos que escuchara los llamados de mi madre que subían de la planta baja: "Juliette, levántate!" Leía enrollando maquinalmente a su muñeca una de sus serpientes de cabello, y dejaba a veces errar hacia mí, sin verme, la mirada de los monomaniacos, esa mirada que no tiene ni edad ni sexo, cargada de una desconfianza oscura y una ironía que nosotros no penetramos.

Yo disfrutaba en esa habitación de jovencita un agradable aburrimiento del que estaba orgullosa. El secreter de palisandro rebozaba de maravillas inaccesibles; mi hermana de cabello largo no jugaba con la caja de colores, el estuche del compás y una media luna en forma de cuerno blanco transparente, grabada con centímetros y milímetros, cuyo recuerdo moja a veces mi paladar como un limón partido. El papel para calcar los bordados, grueso, de un azul nocturno, el punzón para perforar las "ruedas" en el bordado inglés, las lanzaderas de encaje, las de marfil, de un blanco almendrado, y las bobinas de seda color de pavo real, y el pájaro chino, pintado en arroz, que mi hermana copiaba con plantilla sobre una tabla de terciopelo...Y los cuadernillos de baile con hojas de nácar, sujetos al inútil abanico de una joven que nunca iba a los bailes...

Una vez domada mi avidez, me aburría. Sin embargo, por la ventana, me sumergía en el jardín de En Frente, adonde nuestro perro Zoé zarandeaba algún gato. Sin embargo, en casa de Madame Saint-Alban, en el jardín contiguo, la rara clemátide –la que mostraba bajo la pulpa blanca de su flor, como si fuera una especie de sangre débil corriendo bajo una piel fina, venillas color malva– abría una cascada luminosa de estrellas de seis picos...

Sin embargo, a la izquierda, en la esquina de la estrecha calle de las Hermanas, Tatave, el loco que se decía era inofensivo, lanzaba un clamor terrible sin que un rasgo de su rostro se moviera...De todas maneras, me aburría.

–¿Qué lees Juliette?... Dime Juliette, ¿qué lees?... ¡Juliette!...

La respuesta tardaba, tardaba en llegar, como si leguas de espacio y silencio nos hubiesen separado.

–Fromont joven y Risler el mayor.

O bien:

–La cartuja de Parma.

La cartuja de Parma, El vizconde de Bragelonne, Monsieur de Camors, El vicario de Wakefield, La crónica de Carlos ix, La Tierra, Lorenzaccio, Los monstruos parisinos, Gran Maguet, Los miserables...

Versos también, con menos frecuencia. Folletines del Temps, recortados y cosidos; la colección de la Revue des Deux Mondes, la de la Revue Bleue, la del Journal des Dames et des Demoiselles, Voltaire y Ponson du Terrail...Las novelas atiborraban los cojines, llenaban el costurero, se deshacían en el jardín, olvidadas bajo la lluvia. Mi hermana de cabello largo ya no hablaba, comía apenas, se sorprendía cuando se cruzaba con nosotros en la casa, se despabilaba sobresaltada si sonaba el timbre.

Mi madre se enojó, veló en las noches para apagar la lámpara y confiscar las velas: mi hermana de cabello largo, resfriada, exigió una lamparilla para la tisana caliente y leyó con la luz que daba su flama. Después de la lamparilla vinieron los cerillos y el claro de luna. Después del claro de luna... Después del claro de luna, mi hermana de cabello largo, agotada por su insomnio novelesco, tuvo fiebre y la fiebre no cedió ni a las compresas, ni a los purgantes.

–Es tifoidea –dijo una mañana el doctor Pomié.

–¿Tifoidea? ¡Oh vamos doctor! ¿Por qué? ¡No es su última palabra!

Mi madre se extrañaba, un poco escandalizada, sin preocuparse aún. Recuerdo que se quedaba en la escalinata de la entrada, agitando alegremente, como si fuera un pañuelo, la receta del doctor Pomié.

–¡Adiós doctor! ¡Hasta pronto!... ¡Sí, sí, como usted diga, vuelva mañana!

Su gordura ágil ocupaba toda la escalinata, y regañaba al perro que no se quería meter. Con la receta en las manos y en el rostro un gesto de duda, fue a ver a mi hermana, a quien habíamos dejado dormida y murmurante en su fiebre. Juliette ya no estaba dormida; los ojos mongólicos, las cuatro trenzas lucían, negros, sobre el lecho blanco.

–Hoy no te levantarás, mi amor –dijo mi madre. El doctor Pomier dejó esa recomendación... ¿Quieres beber limonada fresca? ¿Quieres que te arregle la cama?

Mi hermana de cabellos largos no respondió inmediatamente. Sin embargo, sus ojos oblicuos nos cubrían con una mirada activa, en la que erraba una nueva sonrisa, una sonrisa estudiada para gustar. Al cabo de un breve momento:

–¿Es usted Cátulo? –preguntó con voz ligera.

Mi madre se estremeció, dio un paso hacia delante.

– ¿Cátulo, cuál Cátulo?

Pues Cátulo Mendès, replicó la voz ligera. ¿Es usted? ¿Ve usted? Yo vine. Puse sus cabellos rubios en el medallón oval. Octavio Feuillet vino esta mañana, pero ¡qué diferencia!... Sólo con mirar la fotografía me había hecho yo un juicio... Me causan horror las patillas. Por lo demás, sólo me gustan los rubios. ¿Le dije que puse un poco de color rojo sobre su fotografía, en la boca? Es por sus versos... Debe ser ese pequeño punto rojo que me duele en la cabeza desde... No, no veremos a nadie... Además no conozco a nadie en esta región. Es por ese pequeño punto rojo... y por el beso Cátulo... No conozco a nadie aquí. Delante de todos lo digo bien alto, es sólo usted, Cátulo...

Mi hermana dejó de hablar, se quejó de una manera agria e intolerante, se volteó hacia el muro y siguió quejándose en un tono más bajo, como lejano. Una de las trenzas, brillante, redonda, llena de vida, cruzaba su rostro. Mi madre, inmóvil, había inclinado la cabeza para oír mejor y miraba con una especie de horror a esa extranjera que en su delirio no llamaba sino a desconocidos. Luego miró a su alrededor, me vio, me ordenó precipitadamente:

–Vete abajo...

Y, como atrapada por la vergüenza, escondió el rostro entre sus manos. 


Traducción de Arturo Gómez-Lamadrid


* Este texto forma parte del libro La maison de Claudine, Ferenczi et fils, París, 1922 (primera edición); la edición empleada para la presente traducción es: Éditions Robert Laffont, 1989, collection Bouquins, vol. II, pp. 242-246.