La Jornada Semanal,  17 de marzo del 2002                         núm. 367
con-textos

Aguafuerte de
Eduardo Ruiz Saviñón*

Vicente Quirarte

"Deja este mundo con fidelidad al ritmo que imprimió a sus días: abusar sistemáticamente de su cuerpo, explorar los fantasmas nacidos de esa confrontación, y frecuentar los paraísos artificiales. Formó parte de la juventud dorada del México finisecular. Un país creyente en el amor, el orden y el progreso. En esa plenitud escenográfica, en esa Arcadia a punto del desastre, nuestro escritor se ahogaba. Por eso convirtió su alma en el más agudo bisturí para explorar los pliegues del animal metafísico cargado de congojas que llamamos hombre. Amaba y leía en su lengua original a los grandes blasfemos, a los señores de lo oscuro. Murió cuando apenas dejaba de ser niño, siempre en busca del imposible vellocino, de la flor azul, del Santo Grial de la poesía. Como oración en su memoria, evoquemos un poema de Charles Baudelaire, quien le señaló el camino para cultivar sus propias flores del mal, los asfódelos de nombre sonoro y letal hermosura."

Las líneas anteriores no pretenden ser una oración fúnebre para Eduardo Ruiz Saviñón, pero podrían serlo. Las escribí para acompañar el programa de mano del espectáculo Asfódelos, con el cual Eduardo Ruiz Saviñón fue el único visionario en México que rindió homenaje al séptimo de los niños héroes. En la Casa del Lago del Bosque de Chapultepec, Eduardo nos recordó una vez más la rotunda verdad de la frase de Rainer María Rilke: la belleza es el principio del horror que todavía podemos soportar. Arquitecto dramático, iluminador, musicalizador, valiéndose de las tormentas eléctricas y del escenario natural del bosque, revivió a la primera de las víctimas de la enfermedad de otro fin de siglo, ése donde la decadencia exigía pasión, lucidez y valor para perderse. También en Casa del Lago, pero hace veinticinco años, Eduardo Ruiz Saviñón realizó una memorable puesta en escena de La caída de la casa de Usher. Ventanas, neblina del lago y árboles otoñales –así como la pasión del maestro Ruiz por su maestro Poe– contribuyeron para recrear la atmósfera de ese cuento que es una de las obras maestras de la imaginación. Y así como líneas arriba lo comparé con Couto, al leer el juicio que Rubén Darío externa sobre Edgar Allan Poe, no puedo sino aplicarlo a mi amigo: "Era un sublime apasionado, un nervioso, uno de esos divinos semilocos necesarios para el progreso humano, lamentables cristos del arte, que por amor al eterno ideal tienen su calle de la amargura, sus espinas y su cruz. Nació con la adorable llama de la poesía, y ella le alimentaba al propio tiempo que era su martirio."

Somos nuestros fantasmas, y a lo largo de la vida nos buscamos en ellos. La mitad de mi vida he tenido el privilegio de conocer y admirar el trabajo de Eduardo. Hace muy pocos años, cuento con el privilegio de ser su amigo y, si mi vanidad no me traiciona, su hermano, su cómplice, su cofrade. La razón de semejante admiración es sencilla y compleja. Sencilla, porque le agradezco que haya vuelto respetable el miedo. Compleja, porque esa emoción primigenia de hombres, animales y cosas es una interrogante sin solución. En varias ocasiones he escuchado decir a Eduardo que llevar al escenario los terrores del hombre, expresar lo inexpresable, articular la angustia, son modos de purificación. Por eso el escritor de horror es un moralista, alguien que en lugar de matar a su semejante, lo invita a un escenario a participar en ritos de paso que nos hacen mejores y nos capacitan para enfrentar el gran misterio de la vida.

"Hay más cosas en el cielo y la tierra de las que tu filosofía piensa", escribió Shakespeare en una de las líneas más célebres de su Hamlet. Lo supieron y demostraron posteriormente Poe, Lovecraft y Borges, tres nombres mayores de la constelación –tan reducida como brillante– que ha hecho del terror un género de alta tensión estética. Para fortuna de sus iniciados –porque el conocedor de su teatro debe serlo–, Eduardo Ruiz Saviñón conserva la transparencia de su perro Donovan, y le es fiel al muchacho que exploraba paraísos artificiales en el cementerio de Highgate, donde Carlos Marx conversa con las cruces celtas. Como el niño Calvin y su tigre Hobbes, Eduardo pregunta cada noche al monstruo del armario si se encuentra ahí, o si los que se ocultan debajo de la cama le permitirán la penosa e inevitable odisea de alcanzar el baño.

Los malos lectores de Edgar Allan Poe le preguntaban si el terror de sus cuentos era de influencia alemana. El gran maldito respondía que era un terror proveniente del corazón. Eduardo pertenece a la categoría de lectores que en las historias de lo grotesco y lo arabesco reconocen pequeños universos de magia para vencer la mediocridad cotidiana, para crear obras de arte en lugar de asesinar al prójimo. De ahí que esta noche levantamos nuestra copa para desear larga vida al corazón de Eduardo Ruiz Saviñón, porque sabe que el miedo es una de las forma más honorables de estar vivo.

* Texto leído en Casa del Lago en el homenaje a de Eduardo Ruiz Saviñón con motivo de sus veinticinco años de actividad teatral.