La Jornada Semanal,  17 de marzo del 2002                         núm. 367
Verónica Murguía

Colette: La melancolía de la frivolidad

Verónica Murguía nos entrega este trabajo crítico sobre la Colette de Claudine , el ciclo de Chéri y Gigi y, con loable sinceridad, reconoce que su entusiasmo por la obra de la gran escritora es más bien moderado. Sin embargo, al hacer la relectura de estos textos zarandeados por la fama, nuestra colaboradora, guiada, además, por el enorme crítico Leo Spitzer, encontró buenas razones para fundar un nuevo entusiasmo, tanto por las admirables descripciones de Colette, como “por la profundidad de su visión” que, con exactitud y disciplina, penetra lugares recónditos de la naturaleza humana. Parte Verónica de la melancolía implícita en la frivolidad, pero, poco a poco y a fuerza de sinceridad, va reconociendo el vigor de los personajes y de las situaciones de una novelista que conviene releer en los albores del siglo XXI

La primera vez que leí a Colette (1878-1955), yo era una niña de doce años. Alguien, un pariente o un amigo de la familia, había dejado Claudine en París y Claudine se va olvidados en un librero. Todo libro que hablara de París me interesaba, pues era, y sigo siendo, una fanática irredenta de Los tres mosqueteros, y la ciudad a la que llegó D’Artagnan montado en el famoso jamelgo amarillo que tantas burlas le atrajo, me inspiraba una poderosa curiosidad.

Leí esos libros, pues, y apenas si entendí nada. Me sedujo, por supuesto, la brillante escritura de Colette, su extraordinaria capacidad para registrar los matices más delicados de las emociones, los cambios en los estados de ánimo y la inmensa variedad de la experiencia sensorial que es capaz de describir con unas pocas palabras. Pero no entendí qué pasaba.

El universo de Claudine, en el que pocos trabajan y el ocio es una especie de religión, está poblado de gente que a pesar de que se aburre soberanamente es propensa a los gestos teatrales y vacíos, a las lágrimas repentinas e ingobernables, a los temblores y suspiros: una está "desfallecida de turbación" porque no conoce bien a los invitados a una reunión, otra queda "temblorosa y como ultrajada" por una "horripilante caricia": los lengüetazos de su perro. Perro que compró, hay que decirlo, en un acto de valentía e independencia pues el pobre, un bulldog negro, desentona con el mobiliario. Todas las reacciones me parecían exageradas y el lenguaje, hiperbólico.

Para Claudine no hay amigos, aunque tiene una propensión alarmante a llamar "amiga querida" a cualquier mujer que le guste. En cambio, hay aliados temporales que acechan la más mínima señal de debilidad. Tampoco hay amor filial, no existe la solidaridad. Nada apasiona a estos personajes, como no sean ellos mismos; ni la música, ni la pintura, ni los libros. Nada.

Las aventuras de esos protagonistas sensuales, las entregas voluptuosas descritas con diminutivos, la fruición con la que se abismaban en la maledicencia, me dejaron una confusa insatisfacción. Me impresionaron los miles de renglones dedicados a la ropa: "vestidos rumorosos de sedas rameadas, corsé insinuante y tacones muy altos"; a los sombreros: "en su sombrero blanco retiemblan albas plumas"; a los peinados, a los zapatos, que, comparado todo eso con la ropa funcional de nuestros días, se dibujaban en mi mente como un complejo y estorboso nuberío de telas.

De Claudine en París sólo recordaba, hasta el momento de releerla para escribir estas notas, el amor de Claudine por su gata Fanchette, su afición, que me pareció repelente, por los plátanos a punto de pudrirse y sus amoríos con la rubia Rézi, estos últimos borrosamente. Rézi seguirá siendo una referencia a lo largo de la serie pues representa para la "bárbara lánguida y atrevida" que es Claudine, la ambigua tentación de las bocas femeninas, de los senos que apenas se dibujan, del pelo como nubes de oro, tentación a la que renunciará por amor a su paciente marido, Renaud.

Con Claudine se va, la cosa empeoró: Claudine tiene una gata nueva que se llama Mariposa, a la que lee poemas; come plátanos con ajenjo; quiere besar en los labios a las mujeres que le gustan pero se refrena a tiempo. Ha inventado un sartén especial para derretir chocolate, Renaud sigue siempre impertérrito, misterioso y devoto, y la ropa adquiere aún más importancia.

Anita, la protagonista –la novela se lee como su diario–, padece terribles jaquecas que se cura con éter: "me echo boca abajo en la cama, con el divino frasco en la nariz […] De pronto, el desvanecimiento, la salpicadura fresca de gotas de agua imaginarias sobre toda mi piel; luego el martilleo del herrero va haciéndose más leve…" El éter, para mí, era esa sustancia misteriosa con la que dormían a los pobres conejos destinados a morir por la Ciencia en la clase de biología; unas perlas amarillentas y opacas que los niños echaban bajo los pupitres para que al pisarlas el salón de clases quedara envuelto en una nube de olor medicinal y nos regañaran a todos. Nada de "geniecillo consolador, astuto, de equívoca y dulce sonrisa".

Las veladas referencias a la masturbación –"lo que había pasado entre yo y Anita", los "camisones atados a los tobillos, los formidables castigos para las niñas viciosas"– me pasaron de noche. Como los protagonistas hablan de sí mismos en tercera persona con una frecuencia alarmante, me confundía.

Ni las óperas de Wagner merecen más atención que las murmuraciones y los sombreros. Cuando Anita y sus amigos van a Bayreuth a oír ópera, Colette apenas si le dedica algunos renglones a la música. Al fin, todo, para proseguir con el martirio de Anita, esposa solitaria pues su marido, Amadeo Samzum, está de viaje, se vuelve como París. Son las mismas caras, los mismos chismes, y hasta la ropa es la misma. Anita sufre decepciones, se entera de que su marido ha tenido una amante, que además es fea; que su cuñada se vende al crítico literario de moda; que las mujeres que la rodean sólo quieren satisfacer su apetito de joyas y caricias. Su concuño, el novelista que escribe libros sentimentales, intenta envenenarse con láudano al saber de la infidelidad de su mujer. Al final, gracias a la soledad y a un romance, que no se llega a concretar con Claudine, un beso que no se atreven a darse en un parque –y Claudine la llama Rézi, para que el lector no dude–, Anita da el salto improbable de mujer sumisa hasta el ridículo, a aventurera decidida a terminar mal si es necesario.

Al principio de la novela, la joven trata de seguir al pie de la letra las órdenes que le dejó el marido por escrito en una guía humillante titulada Empleo del tiempo, en la que, entre otras cosas, Amadeo le aconseja lo siguiente: "Que no insista mi querida Anita en que el rojo y el anaranjado vivo le aclaran el rostro." Al final, en una liberación que no es muy clara y no se sabe adónde la lleva, Anita se compra un revólver, abandona a su hipócrita esposo y se resigna a ser tal vez "aquella a quien se asesina una noche en la cama de un hotel y cuyo cuerpo se encuentra ultrajado y ensangrentado". Una variante, extraña por lo menos, de la emancipación.

El mundo de Colette me resultó ajeno: me sentía más cerca de Athos, imperturbable; de la vanidad de Aramis; del hambre ogresca de Porthos. Me gustaba más ese París más antiguo, sombrío y peligroso de los mosqueteros que la superficie de espejos engañosos de Colette, todo restaurantes y teatros, carreras de caballos y gasas démi-mondaines. Supongo que todo esto tiene que ver con el talante de cada lector. No era lo torrencial de las descripciones lo que me aturdía. A pesar de ser igualmente prolijas, las descripciones de Emile Zola en Naná, La taberna y La realea, que además corresponden a la misma época, me revelaron un mundo oscuro e infinitamente más humano, en el que se movían pasiones que podía reconocer bajo la apariencia brillante de la vida disoluta. A diferencia de Colette, Zola usa su capacidad de observación para obligarnos a ver la engañosa trampa que hay debajo de la búsqueda del placer como motivo de la vida. 

Ahora, para escribir estas líneas releí las novelas de Claudine y además Chéri, Fin de Chéri y Gigi. En ellas encontré el mismo elenco: las cortesanas que aprenden su oficio como si fueran a la escuela, que enumeran apasionadamente las virtudes del mohair, la batista y los diamantes; gigolós –los hay argentinos y peruanos que se suponen sensacionales–, los maridos engañados y los aristócratas venidos a menos. Los actores secundarios son los mismos también: las camareras cuarentonas que sirven a su ama devota y resignadamente, los amigos de conveniencia, las viejas solteronas que le rinden pleitesía a los ricos que las desprecian.

Chéri, el joven hermoso, hermosísimo, a quien Colette otorga todos los dones –menos el corazón– se enamora de la generosa Léa, amiga de su madre y la deja para casarse con una joven, Edmeé, por la que no siente nada. Es un matrimonio arreglado, en el que nadie habla ni siquiera de simpatía.

Colette nos dice en el prólogo que ha concedido a Chéri "la majestad, el pundonor y el infantilismo de los grandes rufianes". Y en efecto, Chéri es un rufián antipático y disoluto, débil y carente de generosidad. Deja a Léa; no por su pasado de cortesana, que comparte con el de la madre de Chéri, ni porque su matrimonio lo vuelva un hombre próspero, pues él es rico por sí mismo. Además, Léa da todo lo que su joven gigoló le pide y él es feliz con ella. La deja porque Léa tiene cuarenta y siete años, y la afrenta de la edad, la vejez y la desaparición de la belleza es lo único que ofende a estos personajes. Si su joven mujer le dice a Chéri que es un mantenido, a éste le da risa. Una noche, poco después de la boda, se escapa de la casa conyugal para regresar con Léa. El reencuentro es emocionante: ella hace planes, dejarán París para que las habladurías no los destruyan, vivirán tal vez en Italia, lo ama. Pero Chéri la abandona otra vez porque al observarla bajo la luz inmisericorde de la mañana, el sol le muestra unas arrugas en el cuello, la papada incipiente, la falta de lustre en el pelo. Sale de la casa de Léa y "respira como un evadido".

En Fin de Chéri el joven ya carga treinta años, que le pesan como una losa. Sigue siendo bello, pero le aterra la falta de belleza en los demás. La guerra, la primera guerra mundial, ha hecho de él un cínico aún más duro, pero no piensa en las trincheras, en la humanidad o en los muertos. Los heridos, los sobrevivientes, lo dejan indiferente. Él no es como los mutilados, está entero, y el recuerdo de la guerra le desagrada. Ha sido condecorado por una falsa hazaña y lleva cicatrices, que son para él accesorios indeseables. Así como le resulta indeseable el París de la posguerra, la ciudad voraz que trata de levantarse de su ruina y su luto. Si su mujer dirige un hospital, a Chéri le parece una farsa. Si ya no se llevan los vestidos de antes y se han mudado por atuendos más austeros, menos lujosos, a Chéri le parece una tragedia. Se acabó el tiempo de ser feliz, que es sólo aquél en el que eres joven y un alfiler de perlas –a Chéri le gustan las perlas casi más que su propia imagen en el espejo– o unos botines de ante te llenan el alma.

"Quisiera que los seres humanos no fuesen tan cerdos… O al menos no sólo cerdos. O por lo menos, quisiera no darme cuenta", le confiesa a su madre, después de darse cuenta de que la abandonada Edmée tiene una aventura con un médico. La madre le contesta que lo ve en peligro de cometer una locura, la peor de todas: el amor. Y propicia el encuentro con la antigua amante, casi sesentona. El verla convertida en una mujer mayor –Colette, despiadada, no regatea adjetivos en la descripción de la decadencia de Léa, dice que tiene el cuello granuloso y grueso de una gallina–, que ya no se pinta el pelo y ha engordado, lo hunden en una depresión que lo lleva al suicidio.

En efecto, el amor le resultó peligroso. Para este gigoló melancólico y poco inspirado, la incapacidad de amar a alguien que ya no es bello sólo tuvo como salida la muerte. Chéri es incapaz de crecer, sólo puede convertirse en un viejo y sabe que no cuenta con la sabiduría suficiente para hacerlo con gracia. Sin embargo, su suicidio teatral carece del pathos necesario para volverlo digno de compasión.

Estas novelas no son Madame Bovary. Carecen de la tensión espiritual que Flaubert supo dar a la superficial Emma. Decía Flaubert de su novela: "Todo el valor de mi libro, si alguno tiene, estará en haber sabido andar derecho sobre un cabello, suspendido entre el doble abismo del lirismo y de lo vulgar", abismos en los que irremediablemente se despeñan los personajes de Colette.

Sólo en Gigi encontré a un personaje que me agradara, la inocente y sabia Gigi, que se niega a ser vendida por su madre, su abuela y su tía, a "salir a la vida" y convertirse en la amante de un hombre rico que le lleva muchos años. Se niega porque en ese mundo resplandeciente de sedas y comidas de langosta, de reconciliaciones públicas y pleitos privados, sólo hay "aventuras abominables que terminan con separaciones y disputas. Sandomirs, revólveres y láu…laúdano", le dice la niña al pretendiente, quien fascinado por su inocencia y su decisión, se decide a pedir su mano.

Con todo, no me sorprende que un crítico de la estatura de Leo Spitzer tome en cuenta a Colette cuando estudia las enumeraciones que él llama "caóticas" en un ensayo clásico de 1942, y lo haga en términos encomiásticos; dice acerca de un cierre de novela en el que Colette recuenta meteoros, un abierto libro sin límites, racimos, navíos, oasis: "Esta forma abierta, en un final de novela, sugiere muy bien la perspectiva ilimitada que se extiende ahora ante la mujer que ha sentado cabeza. La profundidad de visión que la exactitud habitual de Colette no hacía sospechar." Los rasgos de exactitud y disciplina que Spitzer discierne en Colette quedan, así, ilustrados, por medio del análisis de sus procedimientos estilísticos.