Jornada Semanal, 24 de marzo del 2002                       núm. 368

DE TACOS, MOLES, CHALUPAS Y PANUCHOS

Para Ralph Romano

Clío publicó recientemente el último libro de una colección sobre temas variados de la cocina mexicana. Se trata de Nuestros sabores de Ana Benítez Muro, un cuidadoso estudio de historia culinaria enriquecido por una serie de bien escogidas recetas que pertenecen a las culturas de los distintos Méxicos.

Ana rinde homenaje a Lupita Pérez San Vicente, la ilustre estudiosa de esa parte esencial de nuestra cultura que es la gastronomía, y analiza algunos aspectos de la tradición indígena y de las aportaciones europeas y asiáticas hechas durante el virreinato. Evitando los excesos vasconcelistas, críticos de las carnes al carbón del norte del país, hace justicia a la machaca, las gordas de harina, el cabrito, la riñonada, las agujas, los mochomos, el caldillo, el chile con queso (la variedad “Anaheim”, sápida y moderada, va bien con esta combinación), los dulces de nuez y otros platos fuertes y sencillos de Nuevo León, Coahuila, Durango, Chihuahua y Sonora. Lugar especial merecen los tacos de langosta de Ensenada, el abulón derrotado por la voracidad pescadora y la corrupción de las autoridades; las almejas chocolatas de La Paz, la totoaba del Mar de Cortés y la insigne caguama también liquidada por ese depredador mayor que es el grupo zoológico humano. No debemos olvidar algunos aspectos (advierto que no tienen nada que ver con el plástico de la fast food) de la comida “texmex”: el delicioso chile con carne que nada tiene que ver con la carne con chile. Bien hecho, cocinado lentamente con el toque de comino preciso y los chiles secos apropiados, cortada la carne en los pedacitos justos (nada de carne molida) y mezclada con gordos frijoles pintos, es un plato respetable que se acompaña con galletas saladas o con las perfectas gordas de harina de San Antonio. No olvidemos las fajitas y el aceptable sabor del fast food formado por los burritos y las chimichangas. Las aportaciones de California, Arizona y Nuevo México son interesantes, pero menores, pues la comida puente ha sido, es y será la “tex-mex”.

Pasea Ana por la humilde comida de Jalisco (frontera chichimeca) que ofrece su pozole mestizo (cerdo y maíz), pariente lejano del locro argentino; el pollo a la Valentina, los extintos peces del moribundo lago de Chapala, la birria, especialmente la de Zapotlanejo, los productos de carne de cerdo de Tepatitlán, los dulces de leche de Lagos, las raspadas del mercado Corona de Guadalajara, el tepache con su pizca de carbonato, el pico de gallo, el tejuino con nieve de limón. Su tequila es un aperitivo inmejorable. En la actualidad se puede tomar una copa, acompañada de sangrita, después de firmar unas diez o doce letras de cambio. La última promoción publicitaria nos permite beber un caballito en las navidades y empezar a pagarlo en la segunda quincena de marzo.

En fin... no exageremos. Todavía se puede comprar una botella de cierto tequila blanco por una cantidad razonable.

Pasó por Colima y probó sus alfajores y sus dulces para acompañar el vaso de leche; de Nayarit admiró los pescados zarandeados y se encontró con la variada comida de Michoacán: corundas, huchepos, huilotas en coco, sopa de melón, fresas cocidas por el sol de Zamora, huevos reales, chongos y ese pequeño y delicado dulce que tiene el peregrino nombre de pedito de monja. Figuran en su periplo los fiambres de Aguascalientes y San Luis Potosí, el colonche y el queso de tuna; los huesitos de Zacatecas; las limas, fresas y cajetas de Guanajuato, los camotes, la sopa de aguacate y las carnitas de Querétaro, los delicatessen de Hidalgo: escamoles y gusanos de maguey; los insectos, hongos de todos colores y sabores y truchas en el Estado de México. Aquí haré un paréntesis y recordaré el taco para matar el hambre que me preparaba la genial cocinera de mis ancianas tías. Su sencillez es notable, así como su combinación de sabores. La receta es muy simple y, por lo mismo, verdaderamente sabia: una tortilla inflada, recién salida del comal, una cucharada de manteca de cerdo (perdón, médicos amigos, pero los frijoles refritos en otra cosa que no sea manteca de cerdo son una abominación), cilantro, jitomate, cebolla, un poco de chile serrano y sal de mar. Eso es todo. La cocinera nos decía que ese ilustre taco era de la zona de los volcanes: la plácida señora tendida y el flatulento, amenazante y casi siempre benévolo don Gregorio.

Se detiene un buen rato en los prodigios culinarios de Puebla y Tlaxcala: chalupas, el milagroso mole que solemniza los momentos más importantes de la vida, los chiles en nogada (Salvador Novo no admitía que se capearan. La hostería de Santo Domingo lo hace. La polémica sigue y es, a mi pobre entender, más interesante y útil que muchas de las discusiones de los padres conscriptos del Senado y el Congreso) y otras delicias. Viaja a Oaxaca para probar los moles negros, amarillitos y coloraditos, los pequeños chorizos, los chapulines de distintos tamaños y la tlayuda, pan y plato, que se hermana con el pan etiope. Menciona los cebiches acapulqueños que vienen de la costa peruana; el queso relleno de Chiapas, los arroces blancos adornados con plátanos fritos (amarillos o maduros en el Caribe), los chilpacholes, escabeches de pescado y picadas de Veracruz; el pejelagarto, el tepezcuincle y la tortuga en verde de Tabasco. Su viaje se detiene asombrado ante el imperialismo culinario de Yucatán y Campeche. La lista de sabores de esa región es interminable: queso relleno, papadzules, panuchos, salbutes, codzitos, chocolomo, cochinita pibil, relleno negro, escabeche oriental, macum de mero, Chaya, poc-chuc, cangrejo moro, pámpano, esmedregal, salpicón de venado... los colores y aromas de los mercados de la península y el desayuno (o brunch dominguero) del Hotel Algonquin de Nueva York: los huevos motuleños que ya desplazaron a los benedictine.

En el capítulo central de su relación la autora rinde homenajes a don Artemio del Valle Arizpe y sus descripciones de los banquetes dados por Cortés y por el virrey de Mendoza; a Salvador Novo y su huachinango relleno de nopalitos (sí, nopalitos. No es un cobardón diminutivo. Es la descripción exacta de las pencas más tiernas del nopal, esa generosa planta que sólo vamos a ver cuando tiene tunas o pencas verdes); a Armando Farga, Alejandro Pardo, Melitón Salazar Monroy y otros excelentes cocineros. Doña Josefina Velázquez de León, recopiladora de un recetario monumental, figura con honores en el recuento, así como Manuela Navarrete y la gran investigadora británica Dianne Kennedy. Su lista de nombres ilustres nos hizo pensar en la popular Marichu, en Mayita Parada y sus banquetes de bodas, en las memorias de cocina y de bodega de Alfonso Reyes, en Tablada y Rosario Castellanos, en las comidas de Frida Kahlo, en los testimonios pictóricos de Olga Costa, María Izquierdo, el Chamaco y Rosa Covarrubias, Siqueiros, Tamayo y Antonio Ramírez... San Pascual Bailón, patrón de los cocineros protege todos esos fogones y todas las reacciones químicas (el buen lego tiene otra especialidad: si le rezan un rosario al día, les avisará, dando tres golpes en la pared, la inminencia de la llegada de la calaca que pone fin a la fiestecita).

Ana termina su enjundioso texto hablándonos de la comida en el cine y de la presencia de nuestros platos en el mundo. Recorre los restaurantes mexicanos de Nueva York y Chicago, las tortillerías de New Jersey, Indiana, California, Río de Janeiro, Frankfurt y Patras, y nos habla de la cultura del maíz que en Italia produjo la polenta y en Rumania la mamaliga; del chile húngaro que se llama paprika, del jitomate que preside los fogones italianos y del frijol, vestido de blanco y con otros nombres, que es la base de platos como el cassoulet o la fabada.

Pienso, para acabar estas reflexiones despertadas por la cuidadosa investigación de Ana Benítez Muro, en las recetas de nuestra Sor Juana y en los recetarios de las abuelas, escritos en papel rayado y con una pintoresca ortografía. Los adornaban manchitas de mole y lo pringoso era su mejor pátina. Detrás de sus pizcas, pulgaradas, ojos de cocinera, pruebas y rectificaciones, se ocultaba ese misterio insondable del sazón que no se nos da a todos, pues se trata del milagro de San Pascual Bailón. Ojalá que el sabio lego nos siga llamando a la mesa y retarde lo más posible los tres toques anunciadores de la “putilla del rubor helado”.
 

Hugo Gutiérrez Vega
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