La Jornada Semanal,  24 de marzo del 2002                         núm. 368
 Rosa Beltrán

El paraíso que fuimos

Con humor, inmejorable prosa, ternura y maestría en la construcción de los ambientes y los personajes, Rosa Beltrán escribió su nueva novela que próximamente será publicada en España y en México por Seix Barral. Ofrecemos a nuestros lectores un fragmento de esta saga familiar que parte de la descripción minuciosa y de la recreación del lenguaje, para adentrarse en los abismos de la conducta de un grupo de seres ligados por las pautas culturales de su momento histórico.

Sentada en un sillón de satén durazno estilo Luis XV estaba una señora gruesa y ajena, con las manos sobre el pecho y la mirada distante, como una diva de ópera que de pronto hubiera perdido el interés en su público. Tenía puesto un peluquín oscuro, cuyo copete, opaco y rígido, le caía encima de la frente como una cresta lúgubre. Era Abuelita. Junto a ella estaba la tía Amada, flaca y tiesa, con los ojos chinos y la boca avinagrada en una mueca triste a causa de la hemiplejía. El doctor Fresnillo, siquiatra y amigo íntimo de la tía, que había ayudado tanto en el proceso de "encapsular" a la abuela, estaba fumando, a su lado.

–¡El sobrino!, –dijo la tía, como quien anuncia en voz alta una carta de la lotería. Esperó un rato, y como no pasaba nada, le ordenó:

–Saluda a Abuelita.

Al oírse mencionada, la abuela adelantó el pescuezo y Tobías pudo ver una cara verdinegra que asomó por debajo de la cresta. Al fondo de aquel rostro cubierto de polvos se veían brillar dos ojillos malignos, lo único que parecía estar vivo en aquel conjunto. Pero él se mantuvo firme y alerta, como San Miguel Arcángel, calculando antes de tomar la justicia por su cuenta.

–Es una suerte tener quien se preocupe por nuestra salud –comentó el doctor.

La abuela miraba al nieto, expectante.

–Cuántos años tienes, Tobías. Así te llamas ¿no? Tobías –preguntó Fresnillo.

Tobías no lo oyó. Estaba concentrado en la hilera amplia y cruel, manchada de nicotina que asomaba a veces dentro de su boca. Cada vez que el doctor hablaba, los labios se plegaban completos, como huyendo de aquellos dientes que se movían y asomaban, de vez en cuando, debajo de las encías.

–¿Diecisiete? –pronunciaron los dientes.

Cansada de esperar, o tal vez animada por otros impulsos, Abuelita volvió a su antigua posición; recargó la espalda en el sillón y se puso a mirar con una frialdad de piedra.

–Muy bien, mami –le dijo la tía, dándole palmaditas cariñosas en la mano– lo estás haciendo muy bien.

–Tiene diecisiete doctor, pero con ese bigote parece de veintitrés.

Tobías levantó el brazo, con un gesto amenazador.

–¡Virgen santa! –exclamó Abuelita, regresando al mundo de los vivos, desde sus medicamentos.

–Nada, nada –dijo la tía Amada, dándole palmaditas tranquilizadoras y empujándola de nuevo al fondo de su asiento– no pasa nada.

–Qué le dije, doctor –añadió, con gesto triunfal–. Ahí están los métodos educativos de mi cuñadita.

El doctor Fresnillo asintió. Pero aún le faltaban datos para emitir su diagnóstico.

No habían pasado diez días y ya la tía había notado en su sobrino un defecto más feo que todas sus manías anteriores juntas. Era el de esconderse a espiar a Abuelita y estar siempre escuchando las conversaciones de los demás.

En las mañanas, por ejemplo, no había manera de hacerlo salir del cuarto en el que lo habían metido, un socavón de techos altísimos, una lóbrega mazmorra donde había muerto la tía Lelia, la hermana mayor de la familia, después de una sesión de electroshoks.

Buscando en los cajones, Tobías descubrió una caja viejísima de chocolates en forma de corazón. Al abrirla se sorprendió de ver que a pesar de la capa blancuzca que los cubría, los chocolates estaban intactos, como nuevos. Esto lo animó a continuar con su búsqueda. Poco a poco, fue descubriendo detrás de los muebles, bajo la cama, entre el asiento y el resplado de un cheslón, una enorme variedad de objetos: cucharillas de viaje, pañuelos, una sillita de fierro colado donde no podría sentarse más que una ardilla; cosas que Abuelita había ido pudiendo guardar en los ratos en que la tía Amada o el doctor la perdían de vista. Una colección de sus propios objetos oculta en su casa que era al mismo tiempo una caja fuerte y una cueva de ladrones. Junto con los objetos hallados, entre los que se encontraban unos caireles postizos de rabino, unos sellos de goma, un birrete y una colección de plumas fuente sin tinta, Tobías pudo dar con una celosía semioculta detrás de un armario. Era una ventana que daba a la pieza contigua a través de la cual habían podido seguir los avances de la enfermedad de la tía Lelia. Fascinado con el hallazgo, se dispuso a mirar. Clavó un ojo en uno de los huecos y al otro lado del cuatro descubrió una imagen prodigiosa: sentada encima de la cama, en camisón, estaba Abuelita. Dos trenzas ralas y grises asomaban debajo del peluquín, que puesto así parecía un gorro de vikingo. A una señal, Abuelita sacaba la lengua, en la que la tía iba poniendo, cada vez, una pastilla. Luego, cerraba fuertemente los ojos, bebía un sorbo de agua y hacía una serie de aspavientos antes de tragar. Tobías se quedó mirando, mudo y estático, envuelto en un halo de fascinación. Miró y miró, hasta que después de ver a la tía cerrar los frascos y meterle a Abuelita las piernas en la cama, luego de arroparla y apagar la luz, otro par de ojos chocó con el suyo.

–¡Eso sí que no! –oyó.

Eso sí que no lo aguantaba la tía. Una cosa era ponerse a espiar objetos y otra muy distinta era ver a Abuelita como si estuviera loca, o enferma. La tía Amada habló durante horas que parecieron días, días que fueron una eternidad y Tobías tuvo que hacer un esfuerzo inaudito para no quedársele dormido en el regaño. En vez de apreciar la constancia de su padre, el esfuerzo que hacía por sus hijos, por todos, sin excepción, hasta por él; en vez de ayudar en lo que él podía, como portarse bien, no dar problemas, hacerles compañía, incluso, contándoles de su mamá, por ejemplo; diciéndole al doctor lo que ella hacía cuando papá no estaba en casa; las cosas que decía, con quién hablaba; cuando salía a dónde salía, por ejemplo, o a dónde oyó él que le decía a Aurelia que iba; en vez de cooperar con su familia extensa que tanto lo quería, porque ella era su familia extensa: una era la familia nuclear y otra la extensa; en vez de todo eso ¿qué hacía? Espiar a la pobre de Abuelita como a un loro detrás de su jaula. ¿Y cómo iba a mejorar ella, cómo podía curarse Abuelita si todos, y ahora también él, la veían como a una demente? ¿Cómo, a ver?

–Qué te hizo ella –dijo la tía–. O tu padre. ¿Qué te hizo tu padre para que no veas cómo trabaja?

Al oír aquel nombre, Tobías se santiguó.

–Eso, –dijo ella– eso. A ver si persignándote consigues la mitad de lo que ha hecho mi hermano por ustedes.

A partir de la noche en que vio a Abuelita tomando aquella eucaristía, Tobías sentía unas ganas enormes de inclinarse cada vez que pasaba frente a ella. Había desarrollado una supersticiosa fascinación que se concretaba en el simple hecho de verla y de seguirla a todas partes. La observaba aplastada en el sillón, prodigiosa y magnífica, o andando por su casa, en busca de algo que hubiera escapado a la mirada celosa de la tía y se sentía hermanado por una extraña unión, como si la sustancia entera de su ser se hubiera concentrado en aquella imagen. Deseaba tenerla para él, otra vez, a solas, quizás a la hora del baño, volcando su humanidad en la tinaza blanca o simplemente sentada en la cama. La quería ver antes y después de los medicamentos, atildada con el peluquín y las trenzas, de noche, dando alaridos lobunos o quieta, como una mona de trapo. Deseaba verla otra vez, una vez más, y ansiaba concretar esa visita como si se tratara de acudir al Santo Sepulcro.

Durante las mañanas, Tobías se contentaba con mirar a Abuelita bajando por la escalera aferrada al barandal, como una muerta recién venida que se negara a compartir sus visiones con el mundo de los vivos. Luego, la oía mascar el pan, sorber la leche, pasar de un lado a otro el bocado formando un bolo imposible de tragar, y miraba de reojo a la tía blandir la servilleta y murmurarle discreta y enérgica a la vez: ¡escupe! Pero esa escena era nada, o casi nada, junto al recuerdo de aquella noche y aquella celosía. Luego de pasar el día entero en la terraza, inmóvil, sentado frente a un buque a escala armable, que la tía había puesto frente a él por consejo del médico, Tobías se levantaba a comer, esperando con ansias que aquel día Abuelita se hubiera sentido con fuerza de bajar a la Tierra.

Una tarde en que los tres estaban como tres muñecos, sentados frente a la televisión, vio a la tía sacar de su bolso un cortauñas y proceder acuclillada contra los pies de Abuelita y para Tobías fue un privilegio poderse quedar a un lado, mirando cómo cedían aquellas uñas y cómo las iba metiendo la tía, una a una, en una caja de cerillos. Otro día en que deambulaba por la casa, encontró a Abuelita metida en su alacena, a punto de arremeter contra las galletas, pero la tía Amada llegó a tiempo, le arrancó aquel montón de moronas y le dio un manazo en la mano artrítica.

–¡Eso no se hace! –le dijo–. Cuántas veces te lo tengo que repetir.

Y sin embargo, esos momentos brillantes eran también contados y difíciles de hallar, como trufas escondidas en el lodo. En general, apenas daba la hora del baño, la tía y Abuelita se retiraban al cuarto y él se quedaba solo, sumido en un silencio triste, tratando, sin esperanzas, de escuchar algo de lo que ocurría en aquel lugar prohibido. Y asistía al recuerdo de la primera noche como el que, habiendo sido expulsado, contempla detrás de unos cristales a quienes departen alegres en el paraíso.

Tal vez porque su ambición era muy grande, no podía darse cuenta de que la tía comenzaba a tolerar su presencia y hasta le daba, de vez en cuando, por invitar al sobrino inútil, que no tenía otra cosa mejor que hacer durante el día que andar detrás de Abuelita, a acompañarla en su quehacer. Había comenzado a aceptarlo no sólo por la fuerza de la costumbre, sino porque notaba en el muchacho un cambio patente en la mirada. Una dulcificación en el gesto, un atemuramiento en la forma de ver y aceptar todas las cosas del mundo que en ciertos momentos hacía pensar en el triunfo de las teorías científicas modernas: para que alguien sea normal, debemos tratarlo como a un ser normal.

–Menos mal que dejó la mochería
–comentó la tía al doctor Fresnillo una noche en que ambos tomaban su café negro durante la merienda.

El médico dio una chupada a aquel tubito que le devolvía la paz vuelta humo y dijo:

–Y eso que aún no comenzamos con los tranquilizantes fuertes.

La tía lo miró arrobada. Le había encomendado la salud de su madre, su propio desajuste nervioso, y él le había respondido siempre. Había puesto en sus manos su credibilidad, su fortuna; le había confiado sus más ocultos temores y había obtenido a cambio no sólo el control de sus emociones sino la paz de espíritu que sólo llega una vez que depositamos la culpa y la responsabilidad en las manos de un experto. Había buscado al siquiatra, y en cambio, encontró al amigo. Y como un manglar que se extiende y va abrazando la vegetación a su paso y transforma el medio de modo imperceptible, las palabras del doctor Fresnillo fueron transformando la conciencia de la tía hasta hacer de ella, o de lo que quedaba de ella, otra persona. Primero la hizo entrar en el Jardín del Edén y una vez dentro, sustituyó a la serpiente por las palomas de Darwin; luego la hizo hablar con Dios y, de modo muy cauto, fue cambiando las respuestas de Jehová por las de Freud; y cuando Freud empezó a hablarle de culpas, la tía tornó sin miramientos y sin dificultad sus achinados ojos a Pavlov.

–Vendimos nuestra alma al diablo
–le explicaba el doctor, exhalando el eterno humo de su cigarro–. Un día cambiamos instinto por emoción; emoción, por conciencia. Y henos aquí ahora, queriendo aplacar la conciencia, que es la madre de todas nuestras desgracias.

"Eso", pensaba ella, a quien atormentaban las dudas y quien vivía a medias, esperando una herencia que no llegaba, dedicada a Abuelita y envuelta en la rumia de sus pensamientos; eso mismo era.

–Exceso de información, de estímulos –seguía el doctor–, sobreexcitación del sistema nervioso, deficiencia, por saturación, en la comunicación neuronal. Crisis maniaco–depresivas, obsesiones, brotes sicóticos: he ahí la herencia de la modernidad. Y todo esto ¿para qué? ¿Acaso somos más felices? ¿O más sabios? ¿O hemos aprendido a vivir mejor que nuestros antecesores?

La tía lo miraba embebida en aquel discurso, absorbiendo cada una de las palabras del médico que, como los vapores de un caldo nutricio, la iban alimentando por dentro.

–Ahora somos el animal angustiado, el único que se deprime.

Y clavó sus ojos en la tía, mirándola triunfal, como si en ese momento hubiera encontrado en sus manos nerviosas, en sus zapatos juntos, al animal angustiado que había estado buscando.

–Porque, vamos a ver. ¿Qué hace una bestia que va andando en el bosque y de pronto se ve rodeada de fuego? ¿Qué hace si ve que el fuego ha arrasado con árboles, crías, insectos, que ha arrasado incluso con otros animales de su especie? Pues he aquí lo que hace: huye. Huye y una vez salvada, no experimenta en absoluto culpa. ¿Y sabe por qué? Porque ha hecho de la angustia su sirvienta. Eso es lo que le recomiendo hacer en relación con su madre y, en general, su familia: haga de la angustia su sirvienta.

Ya desde las primeras veces, la tía se sentía obligada a asentir. Se sentía obligada a aceptar, uno a uno, los argumentos de aquel hombre que no daba un paso sin antes calzarse perfectamente, hasta quedar bien plantado con el conocimiento de la ciencia. No sólo había ideado el proceso de encapsulamiento de las emociones negativas, sino que lo había recetado a su madre y se lo estaba aplicando con resultados que saltaban a la vista. Pero los beneficios no paraban ahí. A ella misma el doctor le había devuelto el sueño, gracias a sucesivas dosis, que tomaba alternadas, de Ecuanil y Ativán, té de toronjil y baños calientes como placebo, y vuelta a la eucaristía nocturna de dos pastillas y media diarias, ritual que la hacía caer rendida, a Dios gracias, en un limbo de sueño. Y aunque se había llevado al país de Nunca Jamás su libido y su capacidad de soñar, le había prometido una paz mayúscula que en ocasiones ya creía vislumbrar.

–¡Qué fácil sería el mundo si pudiéramos recobrar nuestros instintos! –afirmaba el doctor, entusiasmado–. Qué fácil si pudiéramos comprender no aquí (se señalaba la sien), sino acá (ahora se señalaba el corazón), que somos química pura. Que nuestro órgano erótico más desarrollado es el cerebro. Que el odio, el amor, y en general, las pasiones, no están arraigadas en el músculo cordial, sino en las complejas circunvoluciones del cerebro. Enlaces y reabsorsiones; flujos y captación de serotonina. El enamoramiento no es más que química; la angustia, el rencor, el miedo, son secreciones perfectamente cuantificables.

La tía suspiraba, fiel a la ciencia, a la selección natural, a la evolución de las especies. Asentía sabiendo que siempre que somos leales a un hombre lo somos, sobre todo, a sus creencias. Y tal vez por amor a ese hombre vivía ensañada con una historia que explicaba la aparición de la mujer a partir de la costilla de otro; furiosa contra aquel mandamiento que instigaba a fundar una familia, a crecer y multiplicarse. Rabiosa, también contra aquel destino que la había dejado cuidado a su madre, que había torcido las leyes y había hecho de ella la madre de su madre y a la madre, la hija de su hija. Maldiciendo en silencio a Encarnación por haberse llevado a su hermano, Rodolfo, a quien había viso crecer y multiplicarse; rabiosa con su cuñada porque había dicho creer en Dios, sinceramente, y porque había dejado de creer en él con la misma sinceridad, después. Furiosa, también, y arrebatada de cólera contra Rodolfo, porque un azar de la ciencia lo había hecho nacer con cromosomas "xy" y abandonarlas a ellas, a las cromosomas "xx", y por ser el heredero único y universal de los bienes y los consejos del padre, su padre, el padre de ambos, y contra Lelia, su hermana, por haberse fugado por la vía rápida y eficaz de un electroshok mal aplicado. Triste, y a veces incluso hasta abatida de que un azar de las sustancias no produjera ese arrebato químico que ella sentía al escuchar la voz, al ver ese ademán que hacía el doctor Fresnillo al encender un cigarro tras otro y dejar que las palabras volaran como plumas: había puesto la ciencia médica al servicio de la caridad y ahora trataba de combinarla con la fe y la esperanza. Pero a veces feliz también, y hasta esperanzada, al darse cuenta de los avances médicos que habían conseguido en el caso de su sobrino. "Ahí lo tiene, doctor, véalo usted mismo", repetía. "Raro, si usted quiere, con esos tics del movimiento. O los arranques en que le da por repetir la misma palabras todo el día, pero a ver. A ver si no es mejor eso que el abotagamiento en el que estaba, todo el día echado en la cama con mi cuñada alcohólica a un lado."

Un día, poco antes de que Rodolfo llamara para decir que habían dado de alta a Encarnación y que regresaba a casa; que deseaba muchísimo ver a sus hijos, a todo, y que de eso dependía en parte su recuperación; mientras la tía y el doctor compartían impresiones después de la merienda, Tobías irrumpió en el comedor, aullando de un modo que hacía erizarse el pelo, y luego rompió en una carcajada insólita, agitando la mandíbula a una velocidad extraordinaria, como un camello motorizado puesto a mascar a setenta y ocho revoluciones por segundo.

–¡Es la pasta de dientes! –repetía sin poder parar–. ¡Es la pasta, la pasta, la pasta! –sin que nadie le hubiera pedido ninguna explicación.

Una fiebre de movimiento lo obligó a acompañar la agitación de los dientes con los brazos, primero, y luego "bailando", detenido del respaldo de una silla, con toda su anatomía. Fascinado con los caprichos de aquel cuerpo que se movía por cuenta propia, asustado, tal vez, o no, quién sabe, comenzó a reír. La carcajada de hacía unos minutos se disfrazó de verdadera risa. Posiblemente Dios Nuestro Señor, en su infinita misericordia, lo había escuchado. Posiblemente. Reía y se agitaba y repetía que era la pasta, que se la habían cambiado, y miraba al doctor Fresnillo que se levantaba en esos momentos hacia su maletín, y a la tía Adriana, impertérrita, y repetía aquello de la pasta, la pasta una y otra vez, porque Dios no quiere otra cosa que hacernos felices o porque los milagros son cosa de todos los días a condición de que sepamos verlos o porque sí, porque insondables son los caminos del Señor. Y cuando el doctor vació el gotero de Haldoperidol en el vaso de agua, y cuando la tía le detuvo la cabeza, y cuando ambos lo obligaron a tragar, en aquel día magnífico en que por fin pudo experimentar la dicha, Tobías, el aspirante a santo, vio a Dios, y supo que Dios era bueno.

La tía lo miró, incorpóreo. Libre por fin y difundido en lo infinito, dentro y fuera del mundo.

Y luego de haberlo visto durante un buen rato, hizo la pregunta inútil:

–¿Es por la educación, doctor? O...

Las manos, las piernas, algo empezaba a conspirar y ese algo se ocultó en un temblor.

–...por la herencia.

Más que clavarla, el doctor dejó ir hacia ella su mirada inmensa y azul como un tsunami, rompiendo los diques del pudor, tratando de ahuyentar al animal angustiado.