Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Martes 26 de marzo de 2002
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Economía

Ugo Pipitone

Pátzcuaro

Si esta escritura tiene lectores, sospecho que varios de ellos estarán de vacaciones en alguna parte del país, a punto de irse o anclados a esa gran ciudad (u otra) pero sin obligación de escuela, oficina o lo que sea. Así que -en lugar de ocuparme de Fidel Castro o de las conclusiones de Monterrey (temas que no terminan de entusiasmarme)- hago hoy lo que corresponde al periodo: contaré unas cortas vacaciones. Una rápida y laica peregrinación a Pátzcuaro, Uruapan y alrededores michoacanos. Cuatro años después de la última.

Reúno impresiones desligadas. In primis, la belleza de la gente: indígenas, criollos, mestizos o como se "clasifiquen" los seres humanos. En Uruapan, capital mundial del aguacate, en el desfile mayoritariamente indígena de artesanos del día previo al Domingo de Ramos, envuelta en una túnica de algodón crudo, alcanzamos a ver una joven Helena de Troya. Un rubio espejismo que apenas entrevisto se pierde en un desfile colorido de artesanos de distintas regiones de Michoacán. Y acto seguido, la exposición de barro (42 Tianguis Artesanal de Uruapan) más escandalosamente rica que pueda concebirse en texturas, formas, colores.

Y esa será una constante del viaje: la visión de la persistente habilidad artística de los descendientes de los purépechas. Un talento que se conserva y renueva en tallas de madera, textiles, lacas, artículos de tule, vasijas de barro y sepa Dios qué más. Si la artesanía es un arte que se repite, la frontera está aquí lejos de ser obvia. Y uno, ingenua e inevitablemente, se pregunta si no sería posible hacer más para promover la difusión comercial de esa increíble capacidad para crear belleza. Hay objetos de uso tradicional que vale la pena que se conserven según tradición; pero hay muchos otros espacios en que esa sensibilidad hacia colores y formas puede proyectarse en direcciones inéditas. ƑQué estarán haciendo Fonart, Bancomext o las universidades? ƑEstarán haciendo algo?

En Pátzcuaro, en una plaza principal que conserva un vago aire andino con porticados y balcones de madera, decenas de turistas mexicanos y extranjeros compran artesanía convirtiendo aprecio y curiosidad en actos de demanda mercantil que contribuyen a mantener vivo un patrimonio cultural invaluable.

Aunque sea difícil reconocerlo en estos tiempos que lo santifican, el mercado llega en ocasiones incluso a cumplir tareas humanas. Y lo mismo vale por la globalización. La encargada de la oficina de turismo nos da dos noticias: los visitantes de Pátzcuaro provienen, hasta ahora, de 24 países diferentes; los turistas europeos son más que los estadunidenses. Siento, vergonzosamente, renacer un soterrado orgullo que controlo como puedo.

Y confirmo lo que cualquier viajero por México descubre con frecuencia: el apego afectuoso con que se conserva lo mejor del pasado en recintos frecuentemente restaurados, cuidados y administrados por el INAH. En este caso, el Museo de Artes e Industrias Populares, hospedado en el primitivo Colegio de San Nicolás Obispo, fundado en Pátzcuaro en 1540. Novedad arquitectónica: el ingreso principal por uno de los ángulos del cuadrilátero. Un claustro con un jardín en cuatro secciones desbordantes de colores. Y encargados locales que en cada sala vierten un orgullo inteligente sobre los objetos conservados que son descritos a los (šmuy pocos!) visitantes. Los rasgos acostumbrados: escasez de recursos, sobriedad y sapiente exposición de piezas. Una vocación republicana (al límite de una apenas digna indigencia) a conservar la memoria de la clase de hombres y mujeres que vivieron y viven en estas tierras. Un sacerdocio laico profesado por antropólogos, museógrafos, etnólogos, restauradores y arqueólogos que viven con salarios públicos al límite de la indecencia. Un amor no correspondido que persiste en las grietas de un país con una especial proclividad al olvido.

Y no mencionaré lo que viene inevitablemente con lo grato; lo menos grato, como por ejemplo las autoridades de Morelia, que en los últimos cuatro años no se han enterado de que las señales de tránsito para quien venga de Pátzcuaro y vaya a la ciudad de México son inexistentes o, peor, engañosas. Para no mencionar los estragos que la segunda mitad del siglo XX ha producido en las ciudades medianas de México. Una fealdad ruidosa de carros, autobuses humeantes y horribles construcciones gris-cemento que rodean centros históricos convertidos en islas de una belleza perdida en el pasado.

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