La Jornada Semanal,  31 de marzo del 2002                         núm. 369
 Arnoldo Kraus
el estado de las cosas

Acerca del odio

Aunque Arnoldo Kraus, autor de este artículo desolador, diga que “no se trata ni de rasgarse las vestiduras ni de establecer una filosofía iconoclasta en torno a lo humano”, las conclusiones a las que llega en su análisis del estado de las cosas no dan mucha pauta al optimismo, sobre todo en estos tiempos “impersonales, mediáticos, donde los mass media se ocupan de borrar los rostros y donde las noticias suelen deformar la realidad”. Así, los seres sin ser que ahora somos nos hemos convertido en una vía cerrada para llegar hasta donde están nuestros semejantes.

La tradición hasídica afirma que "el camino más sencillo hacia Dios pasa por los otros hombres". Y agrega: "un hombre solo no está cerca de Dios". Y es cierto: para estar cerca del Todopoderoso, el ser humano debe estar junto a otros hombres, a otras mujeres. Cerca significa "al lado", "con él o con ella", "dentro de la vida de esos otros", o incluso, "como ellos". Cerca exige implicarse en las circunstancias de las personas, enterarse de las lozas que construyen las avenidas y las aceras de la comunidad vecina, de las mermas y de las cojeras que edifican la cotidianidad de los seres humanos, en ocasiones tan distinta a la propia, en ocasiones tan diferente e inentendible. Inentendible porque la imagen del otro –sus caras, sus rictus– ha quedado olvidada y sepultada tras los aludes de la informática que informa todo, y de todo, menos de lo que edifica el ser interno.

Nuestros tiempos, impersonales, mediáticos, donde los mass media se ocupan de borrar los rostros –"el rostro está expuesto, amenazado, como invitándonos a un acto de violencia. Al mismo tiempo, el rostro es lo que nos prohibe matar", diría Lévinas–, y donde las noticias suelen deformar la realidad, han transformado tanto a los protagonistas como a los actores pasivos en seres sin ser. ¿Qué hacer para que las personas recuperen y se sumerjan en sus interiores si el propósito abrumador de la información persigue lo contrario? O bien, ¿cómo hablar de Dios sin reparar apenas en el yo persona, en el yo soy a través y por los otros? La tarea es abrumadora: el ser humano huye de sí tanto como puede y rehuye de los otros tanto como su conciencia se lo permite. En este inicio de siglo, la idea de Bajtin es anacrónica: "todo lo que se refiere a mi persona, empezando por mi nombre, llega a mí, por boca de otros". Ni la boca de Bajtin, ni el rostro del Lévinas, ni la voz de Job bastan. Su suma pesa menos que las almas de los cadáveres sepultados por el odio.

Para sembrar el sendero entre lo humano y lo divino, entre el yo profundo y el yo terrenal, las tradiciones religiosas debieron haber pavimentado el terreno, inter alia, con moral, miradas internas y empatía. Empatía en donde yo y se transforme en yo soy tú, o, al menos, "yo podría ser tú". Aspirar a esos renglones en medio de la vorágine de la mundialización parece imposible. La situación imperante en la mayoría de las ciudades del mundo, en muchos países, y en las incontables guerras que asolan nuestras días –desde que acabó la segunda guerra mundial sólo ha habido un mes sin guerras–, son antítesis de las escuelas de empatía y de los lazos entre los seres humanos, ya sea solos, acompañados entre ellos, con o sin Dios. La tradición hasídica es hermosa y profunda pero obsoleta: de ser cierto que los caminos que conducen hacia Dios pasan por los seres humanos, éstos se encuentran derruidos. El siglo xx no sólo fue el más cruel de la historia, sino que fue testimonio, muchas veces mudo, de la insania humana.

Ni la empatía –fenómeno cuyo origen y devenir son absolutamente humanos–, ni la presencia de una figura superior –si seguimos a Descartes la presencia de Dios es irrefutable pues el pensamiento no ha producido una imagen que lo sobrepase–, han sido suficientes. Su magro ejercicio o su etérea presencia, no han contrarrestado los sinsentidos de los lados oscuros de la condición humana, ni suavizado las caras que han tapizado la tierra de odio. Regresar a la afirmación de Kirilov, "si Dios no existe, todo está permitido" es cimental. La ausencia de un Ser Supremo, o el desgaste que padecen tanto las religiones como la ética o la condición humana, sintetizan la condena de Kirilov; mirar en torno a la mayoría de las esquinas del planeta basta para comprender que el sufrimiento y el odio son las constantes que habitan la Tierra. El peso de esa idea es demoledor, pues implica que el ser humano es el único responsable de todo lo que sucede –aunque la vida sea absurda.

Los historiadores tienen la obligación de construir un modelo o unas gráficas donde el número de muertos en las últimas décadas se desglose por apartados. Muertos por guerras –civiles y soldados–, muertos por ser humanos, por enfermedad, por la Naturaleza, por desnutrición, por odio, por "causas naturales", por actos terroristas o, simplemente, en nombre de Dios. El modelo no existe, pero las respuestas sí. Radu Mihailenau, en la película El tren de la vida, responde: "No debemos preguntarnos si existe Dios, debemos cuestionarnos si existe el ser humano." La "no esperanza" en nuestra especie ha acumulado un sinfín de muertos. Las gráficas de los cadáveres están colmadas de odio y amnesia.

Odio y amnesia. Binomio terrible cuya suma rompe los encuentros entre lo permisible, lo imaginable y lo imposible. Binomio que sepulta la idea de la razón, y la noción entre onírica y romántica que afirma que la ética es anterior a la ontología. Las fuentes que han cavilado sobre el odio son muy numerosas. Parecería que el inventario acerca de "los caminos de la inquina" y sus formas son inagotables. Se ha dicho, mucho antes de la era del genoma, que el mal está determinado ontogénicamente, afirmación terrible y de difícil comprobación, pero, quizá, cierta. La pregunta, probablemente un tanto simplista, podría ser: ¿se nace con cierta maldad o el ambiente siembra el odio en las personas? O bien: ¿son válidas ambas conjeturas? Si leemos la historia, es difícil sostener que la ética sea anterior a la ontología.

En los diálogos entre Lévinas y Philippe Nemo se plantea la siguiente disyuntiva: "¿Es todo lo posible permitido? ¿Se reduce lo permitido –y lo obligado– a lo posible?" Renglones adelante se lee: "Todo está permitido, salvo lo imposible." Disyuntiva amarga, pero que lamentablemente se ha convertido en realidad, pues, en muchos renglones "de lo humano", en muchos rincones de la Tierra, el odio y el mal rebasan la propuesta del filósofo francés. Lo imposible supera lo permisible y lo imposible bajo los brazos del odio carece de límites. No se trata ni de rasgarse las vestiduras ni de establecer una filosofía iconoclasta en torno a lo humano, pero lo que es irrefutable es la presencia del mal en un sinnúmero de actividades de la civilización, en incontables sucesos de la actualidad y del pasado remoto y no remoto. Regreso a mis gráficas hipotéticas: ¿corre paralelo el número de tumbas por muertes predecibles o se dispara el de las que contienen los cadáveres por las "muertes por odio"?

El encono es un fenómeno complejo cuyos orígenes son múltiples y en muchas ocasiones difíciles de trazar. Acercarse a sus diversas génesis seria deseable, pues a partir de ese conocimiento se podrían penetrar y desmembrar los caminos que perpetúan ese nefando intríngulis. Empatía, religión, moral, ciencia, tecnología, incremento en los años de vida y bienestar económico son constantes y valores que poco han servido para mitigar "las muertes por odio". Lo mismo ha sucedido con los valores del espíritu o con la difusión de la cultura. Su peso, la idea repetida y repetida que sostiene que la cultura y sus valores pueden humanizar al ser humano, no han disminuido los alcances del odio ni la magnitud de la sordera.

Como dije, no se trata de ser iconoclasta; se trata, simplemente, de retratar la realidad. La amnesia y la distorsión de lo humano han sido preámbulos para que en este siglo se superen los dramas del pasado. Odio y amnesia, escribí renglones atrás. Odio, amnesia y "un brutal" descuido de lo humano como siniestra antesala de la situación actual.

Cuando Sábato reflexiona acerca del mal, dice: "El poder del mal en el mundo me llevó a sostener durante años un tipo de maniqueísmo: si Dios existe y es infinitamente bondadoso y omnipotente, está encadenado, porque no se le percibe; en cambio, el mal es de una evidencia que no necesita demostración." El Sábato nonagenario tiene razón: ¿qué hacer entre la inexistencia de Dios, la ausencia de empatía, la abrumadora presencia del mal y la conducta humana, que se ha hecho responsable de muchas formas del saber pero no de la esencia del ser humano?

Cito a Jesús María Ayuso Díez, quien en el prólogo de Ética e infinito de Emmanuel Lévinas escribe: "lo humano del hombre no consiste en su pertenencia a un mundo –o en su ‘existencia’–, sino en un estar permanentemente abocado al ‘afuera’ más exterior, a ése que le anuncia lo otro por excelencia: el otro hombre, el extraño inapropiable". La lección es simple: la condición humana se entiende mejor cuando el hombre y la mujer se hacen responsables de los otros. La conclusión es demoledora: si bien es cierto que los caminos más sencillos hacia Dios pasan por los otros hombres, en la actualidad estas vías se encuentran cerradas. El problema es la ausencia de ambos. La realidad es que lo imposible ha sido superado.