Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 11 de abril de 2002
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Cultura

Margo Glantz

El espacio de lo público

Antes, la gente en Nueva York hablaba sola, en el Metro o en la calle. ƑEstaban locos? La masturbación auditiva se ha vuelto lugar común. Las ciudades son inmensos locutorios donde se parlotea sin cesar, por las calles, las tiendas, el Metro, los autobuses, los trenes, los aviones. Algunos teléfonos simplificados, reducidos a su mínima expresión, hacen que las personas parezcan aún más locas: el espacio auditivo se coloniza de forma masiva, la intimidad cesa, ya no hay vida privada y en los espacios públicos es necesario prohibir el uso de celulares cuyo sonido irrumpe en los cines, en las conferencias, en los aviones; me recuerdan esos autobuses mexicanos de primera clase que recorren las autopistas como si fueran ataúdes ambulantes, cuyas ventanas cubiertas con paños negros no dejan pasar la luz para que la gente pueda concentrarse en la televisión que exhibe una película obligatoria: los pasajeros están condenados a (por lo menos) oír lo que sucede en la pantalla, porque no se distribuyen audífonos individuales como en los aviones o en los trenes de los países Ƒcivilizados?

Espero el tren en la estación de Boston, pues voy rumbo a Nueva York. El espacio auditivo se llena de voces: un hombre a mi lado habla de negocios, de la bolsa, del tiempo, de la familia; de repente expresa: ''How about sex, did you have a good time?", un silencio, ríe a carcajadas. Es un hombre de pelo blanco, cara sonrosada y rompevientos encarnado.

En el Metropolitan de Nueva York se exhibe la obra de los pintores italianos del siglo XVII, Artemisia y Orazio Gentileschi, padre e hija, ambos caravaggistas, que pintan una y otra vez los mismos temas reiterados: las relaciones entre los sexos, relaciones incestuosas, pasionales, violentas, destructivas: David y Goliat, por ejemplo; se insiste en la decapitación del gigante y en la herida que la piedra le ha producido en la cabeza, que, luego, reaparece a medias recubierta por un paño dentro de un enorme morral, la sangre aún gotea.

Se trata por lo general de temas bíblicos o mitológicos: Judit y Holofernes, David y Goliat, Jael y Sísera, Esther y Ahasvero. O son Lucrecia, Cleopatra, Dánae las que se representan. Hay padres e hijas, ancianos y jóvenes, criadas y sirvientas, en cuya reproducción, señalan los pintores en un manifiesto, se ha intentado reproducir el más absoluto realismo y no simplemente la verosimilitud. Una verdad distanciada que se aparta de lo cotidiano por su tema, pero no por su forma de pintar. Un mismo gesto repetido en todas las pinturas, con ligeras variantes en las distintas versiones, el color del vestido, la posición de las manos, la inclinación de las cabezas.

Orazio gusta de pintar a Dánae desnuda esperando pasivamente la lluvia de oro que habrá de fecundarla. Artemisia pinta a Lucrecia en el momento de herirse con la espada; a Cleopatra, tirada en la cama en una posición lánguida y sin embargo activa porque se está dando muerte. Temas heroicos domesticados: ya Judit ha asesinado a Holofernes, en una mano lleva la espada, con la otra le indica a la sirvienta que se detenga; los rostros iluminados desde abajo por la luz de una vela, como en los cuadros de Caravaggio o de Georges de La Tour.

En otro cuadro Judit corta con una enorme espada la cabeza de Holofernes; lo hace con la intensidad laboriosa con que en los rastros los carniceros destazan a los bueyes. O, no sin cierto espanto, se admira a Jael que introduce con la ayuda de un martillo un enorme clavo en la sien derecha de Sísera; atrás espera, como siempre, la sirvienta a que se termine la labor para después ocuparse de los despojos, en perfecta y dócil complicidad.

Me desplazo, entro en el área destinada para albergar antigüedades que provienen de Egipto. Se ha construido una enorme sala especial para colocar allí el templo de Dender, que es gigantesco. Una maestra para junto a mí, conduce a un grupo de niñas negras; ella es blanca, de formas muy voluptuosas, desbordadas y con todo armónicas, muy alta, densa, bien torneada, sus nalgas son inmensas pero perfectas, con una redondez muy voluptuosa, mueve de manera espectacular su gigantesca cinturita en armoniosa proporción con su cuerpo; viste de negro, se balancea como pato cuando pasa al lado de los gigantes egipcios, enmarcados en su espesa y rígida jerarquía y peinados hieráticos, un estanque artificial los refleja al mismo tiempo armonizando las épocas, los estilos, los volúmenes, los colores.

Uno de los muros de la sala es de vidrio, un enorme ventanal se abre hacia el exterior; el Central Park divide a Manhattan en dos mitades, el paisaje es invernal, grisáceo, seco, desnudo, el aire glacial. Resalta su artificio -todo en una ciudad es artificial, decía Baudelaire-, el artificio de una ruina arrancada de su contexto que nada tiene que ver con el Nilo ni con el paisaje desértico y asoleado de Egipto. El grupo de niñas negras, estridentes y jubilosas, conducidas por su maestra vehemente y voluminosa, le devuelve a la sala su natural tranquilidad: es una gigantesca catástrofe, una gigantesca astilla, en suma, una gigantesca soledad.

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