La Jornada Semanal,  14 de abril del 2002                         núm. 371
 Bohumil Hrabal
el cuento del domingo

La dama de las camelias

Con cinco personajes Bohumil Hrabal arma este cuento espléndido: Rosetka, que vuelve del trabajo sólo para cambiarse de ropa; su madre, eternamente atareada en faenas domésticas; su padre, que se lamenta por la ausencia de su gato; y dos ancianas dedicadas a hablar de todo lo que ven pasar. Aparentemente trivial, el momento aquí narrado rezuma desesperanza, resignación e ironía ante una vida dura que sólo ofrece, de cuando en cuando, la tregua de un placer tan falso y efímero como el visón de Rosetka, convertida en la dama de las Camelias por una única noche.

En un bloque de apartamentos bastante alto de la periferia se entra directamente a los pisos desde unas galerías interiores, detrás de cada puerta hay un pequeño recibidor que parece una caja de madera, da la impresión de que los inquilinos entran y salen de unos armarios, hasta tal punto se parecen los pasillos a los armarios. Y la escalera de caracol sube hacia las galerías y de vez en cuando la blanquean con cal, para ahorrar la luz en el crepúsculo. En la hornacina de la escalera hay una imagen de Cristo que en vez de una corona de espinas lleva una corona de rosas de plástico que una vez, en una feria, un inquilino ganó en el tenderete de tiro al blanco, y bajo este Cristo estaba arrodillada la portera, con un cubo al lado, y fregaba el suelo con unos movimientos enérgicos.

–Buenas noches, mamá –saludó la decoradora Rosetka.

–Buenas –dijo la madre recogiendo la suciedad con la bayeta.

–Mamá, ¡cuántas veces le tengo dicho que se ponga una estera debajo de las rodillas! ¡O un saco doblado!

–¡Ay, sí! –dijo la madre dejando su mano dentro del cubo.

–Lo ve, lo ve, después tiene reuma y se pasa las noches quejándose –dijo Rosetka y con la punta del zapatito, con asco, retiró el cubo mojado y se puso un escalón por encima de su madre. Por un hilo dorado aguantaba con los dedos una caja blanca que se movía como un péndulo.

–¡Ay, Dios mío! –se lamentaba la madre y mojó el cepillo en el agua sucia–. ¿Traes dinero?

–El mes próximo –dijo la hija.

–Es decir que deberé alimentarte hasta que te mueras –se quejó la madre y movió el cepillo como si ventilase su desgracia.

–Mamá, basta. Si no le gusta, pues recogeré mis trastitos y me iré. ¿Es que sólo sirvo para oír sus quejas? –dijo Rosetka.

–¿Y qué hay en esa caja? –preguntó la madre.

–Si usted lo sabe perfectamente –dijo Rosetka y levantó el dedo y el paquete atado con un hilo dorado se balanceaba y la chica bajó la cabeza y añadió–: ¡Ojalá alguna vez me tocase ir a trabajar fuera!

Y subió a la galería.

En el pasamanos había dos viejecitas apoyadas.

–Yo –dijo una de ellas–, si estuviese en el lugar de la señora Simpson, pues yo diría al príncipe de Gales, como amante sí, pero como esposa, nunca. Porque con ello el imperio británico se irá al garete...

–Buenas noches –dijo Rosetka.

–Buenas, buenas –dijo dulcemente la otra viejecita y añadió–: Parece que va a llover, las cloacas apestan.

Rosetka entró en el recibidor y enseguida estuvo en la cocina. Dejó la caja blanca sobre la cama llena de edredones y después entró en la habitación oscura. A través de las ventanas se podía ver, a otro lado de la calle, el interior de la taberna iluminada.

–¿Estás aquí? –preguntó.

–Sí que estoy, Rosetka, ¿mi gatito no estaba en la galería?

–No lo he visto, pero buenas noches, papá –dijo y después apoyó los codos en el respaldo de la butaca donde estaba sentado su padre que miraba el interior de la taberna, alrededor de cuyo billar verde andaban los jugadores con los tacos, y los marcos de las ventanas les cortaban las cabezas y las piernas.

–¿Por qué Lad’a no hace una jugada por la espalda? –se extrañó el padre.

Rosetka se desabrochó el sujetador.

–¿Qué decía yo? –dijo el padre contento–. ¡Y además ahora Kamil hará una carambola!

–¿Sí? –dijo Rosetka bajándose las braguitas; se le engancharon con el empeine y ella dio saltitos hasta caerse de lado sobre el sofá.

Pero el padre empezó a toser y a ahogarse.

Rosetka acercó el cubo a su padre, después abrió un armario, sacó de él un vestido blanco, se lo puso acariciando el frío satén y mirando lo bien que le sentaba.

–¡Ojalá vomitase de una vez por todas esta maldita vida! –dijo el padre.

Después se acurrucó en forma de ovillo mientras escuchaba los golpes suaves de las bolas de billar.

–¡Si al menos mi gatito estuviese aquí! –se quejó.

–Ya volverá. Seguro que ha encontrado una gata o algo por el estilo –dijo la hija y se abrochó el sujetador.

Después entró en la cocina.

La madre estaba delante del espejo y entre sus dedos llevaba una rama con una camelia preciosa. Sobre los edredones de la cama estaban el hilo dorado y la caja blanca abierta.

–¡Mamá, sáquese enseguida ese saco! –dijo Rosetka y añadió en voz baja–: Ha vuelto a encontrarse mal.

La madre dejó con cuidado la camelia sobre la cama, después se desató el saco que llevaba en vez de delantal cuando fregaba la escalera, y señaló la ramita diciendo:

–¡Yo siempre llevaba una camelia como ésa en el baile de Parques y Jardines!

–y susurró–: Quería la ternera rellena, y parece que ya no digiere...

–Mamá, ¡ayúdeme! –dijo Rosetka. Y añadió en voz baja–: Siempre pregunta por su gatito.

La madre sacó del armario los zapatos plateados con los tacones de cristal, miró a su hija inclinada sobre una palangana y dijo:

–¡Con unos zapatos así yo me torcería el tobillo! –y añadió en voz baja–: 
Se tropezaba con el animal, y el médico dijo que teníamos que deshacernos del gato.

Rosetka se limpiaba los oídos con la punta de la toalla y la madre llevó desde la habitación el vestido de satén, lo levantó delante del espejo y miraba lo bien que le sentaba.

–¡Mamá, lávese las manos, me lo ensuciará! –dijo Rosetka y en voz baja–: ¿Dónde lo llevó?

–Rosetka, todo el mundo va a envidiarte –dijo la madre y añadió en voz baja–: Llevé aquel monstruo al barranco del diablo.

–¡Mamá, páseme ahora el vestido por la cabeza! –dijo Rosetka.

Y después:

–Mañana lo iré a buscar, pues sí que la ha hecho buena...

–¡Ay!, qué vestido más elegante –dijo la madre y en voz baja–: Ayer papá lloró por primera vez en su vida. Ya no vino ninguno de sus amigos, nadie le mandó un mensaje, un saludo...

Rosetka se pintaba los labios haciéndoselos más provocadores, después fijó la camelia en el vestido.

La madre se secó una lágrima y suspiró.

Después abrió la puerta de la habitación, encendió la luz y con ambas manos señaló a la hija que entraba.

–¡Fíjate, papá! ¡La dama de las camelias!

De detrás de la butaca dio un vistazo una cara chupada.

–Estás muy guapa, hijita, muy guapa –dijo el padre que levantó hacia su cara un espejo de bolsillo redondo, se miró en él, y después señaló con el dedo la fotografía entre las ventanas, una fotografía de un hombre fuerte, al lado del billar, con la camisa desabrochada, poniendo yeso al taco. Señaló la fotografía y dijo:

–¡Qué principio y qué final! –y miraba el espejito y se pasaba el dedo por las arrugas de alrededor de la boca.

–Papá –dijo Rosetka dando una vuelta como las modelos para que pudiera verla por todas partes.

–Estás muy guapa, hijita –decía el padre en voz baja–. Que te diviertas tanto como a mí me gustaba divertirme, y te aconsejo que siempre quieras ser alguien mejor, tal como yo hacía... Yo que hoy ya sé por qué los amigos del billar ya no vienen ni vendrán. Yo mismo tampoco vendría a verme –dijo el padre sonriente, volviendo a mirar el espejo redondo. Y añadió–: ¡Ojalá estuviese aquí mi gatito, mi gato, que siempre me ve como si fuese joven y guapo y agradable y etcétera! ¿Sabes?

Debajo de las ventanas sonó una bocina.

–El taxi ya está aquí –gritó Rosetka–. ¡Papá, buenas noches! –y le mandó un beso.

–Vete, hijita, y diviértete tanto como yo solía divertirme en mis tiempos –susurró el padre apoyándose en el marco de la ventana y vio cómo los jugadores de billar corrían hacia las ventanas de la taberna y miraban quién se iba y quién llegaba.

En la cocina la madre echó el abrigo de falso visón sobre los hombros de Rosetka.

–Mamá, déme un billete de cincuenta, de prisa –dijo Rosetka.

La madre abrió un aparador desconchado y suspiró:

–¡Ay, Dios mío!

Después el vestido de satén salió a la galería.

La madre apoyaba un brazo en el pasamanos, y el otro en la cadera dolorida. Y miraba cómo bajaba por la escalera de caracol hacia el patio el abrigo blanco de falso visón y los tacones de vidrio eran como arpegios de un mundo mejor.

Rosetka salió hacia el patio, se paró sobre la cloaca, saludó a su madre con la mano y le sonrió cariñosamente. La madre asintió con la cabeza y cerró los ojos.

Una de las viejecillas dijo con malicia:

–Va a llover, las cloacas apestan.