La Jornada Semanal,  14 de abril del 2002                         núm. 371
 Mariano Azuela

Semblanza de Francisco González León

Mariano Azuela valoró con inteligencia y justicia la obra del poeta Francisco González León, boticario de Lagos de Moreno, que inició su paso por la poesía con un libro intrascendente y, más tarde, escribió dos libros fundamentales para la lírica mexicana moderna: De mi libro de horas y Campanas de la tarde. Este último provocó el entusiasmo de Pedro de Alba y de Ramón López Velarde, autor del prólogo. En esta semblanza, Azuela registra el momento en el que González León abandona la poesía candorosa y deslumbrada por el gran guignol de Francia, para encontrar la fuente secreta de una poesía refinada y de simplicidad aparente, en la cual más que hablar de las cosas o de las personas, describe el halo que las rodea y la sensación lumínica que de ellas se desprende.

No hay pueblo, por corto que sea, que no tenga su poeta, su médico y su loco.

El poeta es ordinariamente un tipo astroso, estrafalario y al que el vulgo acoge con benevolencia y simpatía y hasta con piadoso cariño, mientras que la elite –el boticario, el preceptor y el chupatintas–, legítimos representantes de la ilustración, lo desprecian o hacen objeto de sátiras sangrientas.

Esta especie de poetas nace con una misión bien definida; su deber es dirigir la palabra al señor obispo, al señor gobernador o a cualquier otro personaje de polendas, de visita o de paso por la población; pronuncia los discursos oficiales del Cinco de Mayo y Dieciséis de Septiembre, compone versos para los niños de las escuelas en los festivales de distribución de premios, dice los brindis en los bautizos y matrimonios y hace el panegírico de los próceres en sus funerales. A cambio de esos servicios disfruta de algún cargo en la presidencia municipal, en la judicatura o en la notaría del curato, aparte del señalado favor de atracarse cuanta comilona famosa se da en el pueblo.

Pero también en las ciudades suele haber poetas de rara excepción, son los poetas de verdad que ni siquiera a las satisfacciones y glorias de aquéllos tienen acceso. Perdidos como humildes violetas en un huerto de pomposos malbones, llevan una vida interior intensa y retraída en ese mundo que les es ajeno, indiferentes al medio que en torno de ellos rebulle.

Por más que la provincia haya sido de siempre el gran surtidor de poetas nacionales y de los que más renombre han tenido en México (Amado Nervo, Enrique González Martínez, Ramón López Velarde, etcétera), el poeta en sus propios terrenos es producto híbrido: crece y se desarrolla con un complejo de inferioridad que lo obliga –quiéralo o no– a ser modesto.

Productos naturales de la tierra son el charro que mejor colea un novillo, potrea una yegua bruta, pone los mejores piales o las más vistosas manganas; el buscapleitos y perdonavidas que libando mezcal o tequila duerme a sus camaradas y sale limpio de encuentros eventuales o provocados, a balazos o a cuchilladas. Su lucha es abierta, a la luz del sol y con campeones de reconocida fama; sus triunfos no le causan escozor a nadie, se ufana de ellos provocando la admiración de propios y extraños. Se le envidia, se le teme y se le quiere.

El poeta, al contrario, realiza su labor en la sombra y con fantasmas que nadie mira sino él mismo. Su lucha tiene lugar en un ambiente sombrío de soledad, misterio y perenne zozobra. El triunfo –si llega algún día– ha de venir precisamente de fuera y ha de resonar estrepitosamente hasta poner en vibración los tímpanos coriáceos de los que nunca supieron o quisieron escucharlo. Pero, entonces ocurre lo inesperado, lo estupendo: los mismos que la víspera fingían ignorarlo o, si acaso, lo veían con ojos misericordiosos, ahora se apresuran a saludarlo, se disputan el derecho de abrazarlo, de estrecharle calurosamente las manos y sobre todo de hablarle de tú. Y desde ese momento lo proclaman como algo suyo, algo que les pertenece como propiedad inalienable, y por esa nueva gloria son capaces de liarse a tiros. En realidad, no son gente mala, sino ingenua y poco informada.

Don José Refugio González era un viejo librero, culto, honesto como la mayor parte de aquella vieja guardia. Malicioso, irónico a las veces, era de los más ilustrados del pueblo, había dado clases de francés y, en la época del Imperio, formando parte del Cuerpo Edilicio de Santa María de los Lagos, formó parte de la comisión enviada a León a presentar sus respetos y rendir pleitesía a su majestad Maximiliano de Austria, de visita en esa población.

Encargado de la contabilidad de las haciendas de los Rincón Gallardo, en ocasiones se hacía acompañar de Francisco, el más joven de sus hijos. Este muchacho se embobaba contemplando la magnificencia de aquellas suntuosas mansiones; el rico decorado de las habitaciones de los señores marqueses, muebles finamente tallados, de procedencia francesa, tapicerías persas, porcelanas de Bohemia, bibelots chinos, enormes arañas de cristal cortado y otra infinidad de fantásticos primores. Las maneras y costumbres de aquellos magnates de la más limpia aristocracia, en sus viajes periódicos a Europa y sus posesiones en México, lo tenían embrujado.

Pancho nació soñador ¡y cómo habría de seguir la carrera de farmacéutico en la capital de Jalisco!

"Vivo soñando", me confesó en más de una ocasión. En esas dos palabras, en efecto, se compendiaba su vida. Sueños fueron sus años de niñez, sueños los del aprendizaje en la hechicera Guadalajara. Algún vinillo estimulante, una guitarra romántica en altas horas de la madrugada, noches olorosas a limoneros y naranjos en flor, una bella silueta femenina en la sombra, tras la reja de una ventana, tejían y destejían la malla mirífica de sus ensueños.

Su temperamento exquisito y su gusto refinado lo mantuvieron siempre a distancia de la bohemia sucia, desarrapada y viciosa que se da la mano con el hampón. Amaba la forma en sus más variadas expresiones y con ella las buenas maneras y el bien hablar. Gustaba de concurrir a La Fama Italiana y ocupar asiento a las inmediaciones de la mesa de los literatos que a diario concurrían a la hora del aperitivo. Manuel Puga y Acal, recién llegado de Europa, con el prestigio de la divina Lutecia; Victoriano Salado Álvarez, enfático y satírico; Jorge Delorme y Campos, atildado y definitivo, lo que de mejor había en el campo de las letras tapatías.

El oscuro estudiante de farmacia, alelado, no perdía palabra, inconsciente todavía de que ni en temperamento ni en comprensión tenía algo que envidiarles. Y así vivía en un ambiente saturado de arte.

El poema con que Francisco González León salió premiado en los Juegos Florales de Lagos, y se dio a conocer en las letras, es un canto a las damas de alta alcurnia medieval. Por los antecedentes que he dado de él y de su padre, esto nos parece muy natural. A ese tono siguió produciendo por algunos años sin que nadie acertara a darle una llamada de atención sobre el falso terreno en que estaba construyendo. Pero cuando hizo aparecer su primer volumen de versos, con el título de Megalomanías, la crítica, sin más miramientos, le dio muchos tirones de orejas. Como ejemplo fiel de sus ideales y tendencias en esa primera etapa de su vida de poeta, transcribo algunos de los versos de entonces:

El los griales poned vinos
de los rancios, de los finos,
y con mostos ambarinos
brindemos, caballeros,
por los fueros femeninos.

Así, llena, que desborde
de la copa el áureo borde,
y encumbrándolo por lo alto
decid alto... decid alto...

Por los breves escarpines,
por coturnos,
por chapines
de legítimas dogaresas
por sus mantos, por sus golas
por peinetas españolas,
por las fimbrias de los briales,
por sus guantes perfumados,
por cuanto es de sus tocados...

Como hombre inteligente, lejos de desertar del campo por las puyas envenenadas de la crítica, se volvió sobre sí mismo, hizo examen de conciencia y contrito y arrepentido, buscó y buscó, hasta dar con su camino correcto: escarbó dentro del propio terruño y dio con su tesoro, como darían más tarde Ramón López Velarde y Manuel Martínez Valadez, típicos cantores de la provincia.

El éxito fue inmediato, diarios y revistas de los estados y de la capital acogieron con beneplácito sus producciones. Ramón López Velarde, con quien cultivó relaciones amistosas desde que este poeta comenzaba apenas a laborar, cuando vino a México a ocupar el sitio de primerísimo orden a que tenía derecho, no se olvidó de su viejo amigo. En la revista literaria Pegaso, dirigida por el doctor Enrique González Martínez, lo presentó al mundo de las letras de Hispanoamérica, con comentarios elogiosísimos. El mismo López Velarde y el doctor don Pedro de alba hicieron una cuidadosa selección de los versos del poeta laguense y la publicaron en edición que llevó el título de Campanas de la tarde. La crítica la acogió con unánime aprobación. López Velarde escribió: "Su obra es moderna por el alma. Hondo y atingente, González León, en mi sentir, no es inferior en temperamento a Amado Nervo. Y juzgo que su temperamento aventaja al de ciertos poetas nuestros conceptuados como primates. Su ejecución es desmañada. Ello no me resfría, más bien me halaga, como la flor silvestre que abraza los muros de un templo, lejos del arzobispado de Guadalajara. La simplicidad de González León no es constante como la de Francisco Jammes, sino una simplicidad con paréntesis laberínticos. Es simple por certero, laberíntico por hondo. Su certera facilidad lo faculta para decir que unas manos ‘exhalan el aroma de un lápiz acabado de tajar’. Es conjuntamente flor de intemperie y metal soterrado. Después de esto importa poco que su versificación, arbitraria con frecuencia, disuene a los oídos de los profesionales y de los legos... Su originalidad es la verdadera, originalidad poética, la de las sensaciones. La razón pura (la que algunos han querido en vano versificar), hállase lejos de su temperamento. En ese aspecto ha sido más afortunado que otros de celebridad continental que han disputado hacedero, por una lamentable desviación, el verso intelectual."

Estos conceptos, emitidos por el joven poeta que de más autoridad disfrutaba por entonces, bastaron para afirmar definitivamente a González León en sitio de honor en la lírica mexicana. En vano alguno de esos genios caseros que nos dan la triste impresión del constipado con su "quiero y no puedo" pretendieron abrirle el vacío. Muchos de ellos han desaparecido sin dejar huella. González León se conserva en su puesto.

Desde estudiante, su mundo preferido fue el de las letras y las artes como mudo espectador. Ni el cambio brusco de ambiente de la capital de Jalisco al humilde pueblo natal turbó un ápice su vida interior. Soñando discurrió su vida de estudiante y soñando habría de continuarla. Para sus anhelos poco le era necesario, puesto que los tesoros los llevaba dentro de su propio corazón. El colegial pintero, transformado ahora en profesor de farmacia, dejó a tierra de Dios, con su sol deslumbrante, su cielo purísimo e insondable y sus alegrías; y el pueblo, su cuna y la de sus mayores, loa cogió con los brazos abiertos: sus frondosas arboledas, sus huertos olorosos a jazmines y violetas, sus jardines de capitosos perfumes, el claro y luminoso caserío en torno de su majestuosa iglesia parroquial. Eso le basta. Al poeta lo emociona el celaje fugitivo, las gotas de la lluvia en los hilos del telégrafo, el vuelo anguloso de una golondrina, el olor fragante de las rosas y la gracia fugaz de la linda damita que pasa apresuradamente a misa.

Cruzaste el bulevar, tu breve paso
en que hay travesuras de chiquilla,
cómo hizo alborotar en la sombrilla
las blondas de púrpura del raso.

Un mendigo hacia ti tiende su mano
y pones tu oblación en la escudilla
mientras, hecho una mies, tu pelo brilla
en la nuca, con oros de un ocaso.

Los buenos vecinos de Lagos de Moreno se mirarían muy sorprendidos seguramente cuando, en las horas de mayor movimiento comercial, encontraban cerradas las puertas de la botica de La Luz, mientras que en días tempestuosos y cuando estaba lloviendo a cantaradas se abrían de par en par. La verdad es que el flamante profesor de química y farmacia jamás se ocupó mayor cosa de su negocio, y a los marchantes inoportunos y remolones prefirió siempre vivir en su mundo interior, construyendo castillos almenados, lindos pajes vestidos de seda, bellas princesas consteladas de rica pedrería, emperifolladas meninas y monjas de manos liliales y de bocas como sangrantes corazones. Tampoco el estudiante de farmacia había sido modelo en el manejo de probetas, tubos de ensayo y morteros. Era un tipo romántico contenido, que solía tomarse un vaso de buen vino y rasguear la guitarra en ocasiones.

Sus preferencias fueron todo ambiente de arte y en ese ambiente las bellas figuras femeninas. Entre otras las del teatro lo fascinaban. De esa etapa de su vida conservo en la memoria la anécdota que en alguna ocasión me refirió su colega en estudios y aficiones Antonio Moreno Oviedo. Enamorado locamente de una prima donna italiana, perseguíala como su propia sombra; y ocurrió que un día que la bella artista dejó abierta la puerta del cuarto de hotel donde se hospedaba para bajar al comedor, el osado galán se coló y se hurtó una media que por largos años conservó como amuleto, hasta que el santo yugo conyugal le impuso más seriedad y cautela.

Pero todavía mucho tiempo después de estos juveniles devaneos, la aristocracia de la sangre y la gracia femenina serían los temas favoritos de sus creaciones.

"Nadie me ha entendido mejor que la mujer", me dijo alguna vez. Recibía cartas perfumadas de distintas partes del país y muchas damas distinguidas por su cultura se detenían, de paso por la población, a darse el placer de estrecharle la mano: una mano pálida, delgada, tendinosa, pero siempre cálida y cordial.

Quienes hayan leído sus poemas de tanta sencillez y frescura, de tan franciscana generosidad, lo que menos se imaginan es que detrás de este poeta hondamente sentimental se ocultaba un psicólogo de rara penetración, gran buceador de almas, disector inalterable y frío y un satírico tremendo. Muchos fuereños que lo visitaban quedaban encantados de su ingenuidad pueblerina sin sospechar, lo menos del mando, la facilidad con que una plática intrascendente los había desnudado. Era un preguntón impertinente acerca de temas que se sabía al dedillo y que le servían de gancho para pescar gazapos.

Artista de sensibilidad exquisita, sólo se dejaba captar en la totalidad de sus facetas por los que tuvimos el privilegio de su intimidad.

Risueño, afable siempre, con gracejo natural y chispazos de ingenio, tras el mostrador ocioso de su botica con un pliegue de ironía en los labios, prodigaba certeros golpes, como saetas envenenadas, cogiendo al vuelo nuestras fallas y sometiéndolas al fuego de su crisol. Pero cuando alguna vez lastimaba a alguien, ocurría sólo por su lealtad consigo mismo. En esta discordancia encontró –acaso sin buscarlo– el equilibrio de su personalidad con su integridad. Le irritaba la pedantería más que por la pedantería por antiestética. Nada le molestaba tanto como la adulación y los elogios de gentes incapaces de entenderlo. A diferencia de la mayor parte de los intelectuales del pueblo que con su saber se hinchaban y se deformaban, dejando asomar su soberbia bajo una capa de mansedumbre y humildad con muchos agujeros, Pancho nunca dejó de ser el colegial bromista y satírico de sus años mozos.

Dueño de ese don de gentes que abre puertas y ventanas, nunca aspiró a una situación económica mejor. Me consta que cuando el gobierno le concedió una pensión vitalicia –de la que no disfrutó por cierto porque la primera remesa le llegó ya mortalmente enfermo y pocos días antes de su muerte– hasta se mostró ofendido, porque se pudiera creer que "se estaba muriendo de hambre".

La verdad es que fue pobre siempre, sin el menor descontento o inconformidad de su pobreza. Integralmente poeta, tan indiferentes le eran las riquezas como el aplauso de las gentes. Enclaustrado totalmente en su vida interior nunca le interesaron los movimientos políticos y sociales; la Revolución pasó a su lado como algo accidental, pasajero e inoportuno, a lo que habría de resignarse y nada más.

Fue un escéptico y así lo encontré en mi última visita, cuatro meses antes de su fallecimiento. El Nirvana lo atraía, siendo más que nada un panteísta. Con todo, concurría con asiduidad a las ceremonias religiosas y murió cristianamente.

La última vez que lo vi, su aspecto ascético se había acentuado con lo enjuto de sus carnes, su palidez de cirio y un pliegue de amarga resignación en los labios. Pero en aquel cuerpo fatigado por una larga vida seguía ardiendo la chispa del talento en sus ojos agudos y penetrantes; sus facultades intelectuales se conservaban íntegras y hasta el viejo tic de ironía plegaba de vez en vez la línea de su rostro.

Modestamente vivió, modestamente murió y fue uno de esos hombres admirables y envidiables que se van sin dejar un solo enemigo.