Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 18 de abril de 2002
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Espectáculos
Travesía de cuatro naves a toda vela

Branford Marsalis en el Metropólitan: jazz para condenados al placer

PABLO ESPINOSA

¿Cómo puede resumirse lo que sucedió la noche del martes en el teatro Metropólitan? ¿Qué prodigios desató Branford Marsalis al frente de su Cuarteto? ¿Por qué la gente en las butacas deliraba? ¿Cómo es distinto el mundo desde entonces? ¿Qué rara epifanía había ocurrido que al salir los circunstantes del concierto parecían portar encima de la testa una flama que flotaba? ¿Por qué esa sonrisa de placer en todos ellos los acusaba del pecado original que los condena a tener placer extremo con la música?

morzabisUn resumen sería posible con el siguiente entramado de vectores: delirio, frenesí, lujuria, sabiduría, destreza, solidez, dominio completo de afinación, fraseo, matices, velocidad, armazón armónica, interconexión invisible, un sistema de vasos comunicantes del que nacen flores, megatones en tambores, artilugios en teclado de marfil, profundidad de conceptos en el contrabajo y una maestría inusual, única e irrepetible, en el sax, tener sax, sax tenor, tejer sex.

Eso sucedió en el Teatro Metropólitan la noche del martes, cuando el maestro Branford Marsalis presentó a sus músicos ante el respetable, los fab three fantásticos del Branford Marsalis Quartet: Joey Calderazzo, en el piano; Eric Revis, en el bajo, y el inconmensurable maestrísimo Jeff Tain Watts, en la bataca.

Para fortuna de quienes abarrotamos el teatro Metropólitan, la noche era propicia para el jazz: Branford Marsalis estaba tan de buen humor que decidió empezar con una pieza de su baterista, que es un genio, basada en la vida de su perro, que por lo escuchado es un encanto: Mister J.J., en un introito muy al estilo de ese jazzero de la prosa llamado Paul Auster, quien dedicó por cierto todo un libro a Mister Bones.

Los huesos de las baquetas tremaban a cada arremetida, las perlas del teclado sudaban en cada movimiento copular, los chicotazos del contrabajo tendían hamacas hirsutas en un paisaje marino sobre el cual navegaba, con un estilo de cetáceo ejecutando la técnica conocida como nado de mariposa, el saxofonista Branford Marsalis, quien de tal manera colocaba el séptimo sello, el lacrado color sangre, la cereza en el pastel: una manera de frasear parecida a los penachos de agua que lanzan las ballenas cuando en altamar respiran y cantan al mismo tiempo. La sutileza de sus tonos y la peculiaridad de su fraseo dotaban a la atmósfera de una brillantez sin mácula y una intensidad emocional solamente comparable al encuentro amoroso, del que nunca tendrán tristeza post coital, entre Zeus y Afrodita en plena cima del Olimpo.

Habían transcurrido, la noche del martes, apenas siete minutos de concierto y el fraseo ya había levantado el vuelo entero, de manera zenital, completa e inversamente proporcional a la caída libre. Algo así como la demostración fidedigna e hipercientífica de la tercera ley de Newton (esquina con Homero, Simpson) en su versión de jazz.

Van apenas ocho minutos de la velada y las cuatro naves marchan a toda vela, hechas madre, haciendo pomada los granos de arena de todas las clepsidras del planeta puestas a girar y a girar y a girar. Profusión de notas en teclado, hartísimas corcheas surcando cual hormigas de un óleo de Dalí el mástil del bajo, planchas tectónicas sonando en la bataca. Y un soplo divino descendiendo al Santo Grial: el sax de Branford Marsalis.

El momento del clímax ocurrió así, sin previo aviso: la serpiente emplumada que en los brazos de Marsalis ha tomado la forma de sax tenor escupe fuego, semicorcheas sancochadísimas, fusas calcinadas, semifusas nítidas en respiración de colibrí. Arrastra Marsalis el plexo solar y su sonido lunar se desparrama por el piso y el rumbo que ha tomado su sonar toma entonces mayor nitidez aún: estamos en pleno atonalismo, ritmos quebrados, rasgos expresionistas, ángulos romos y a cada arrastrarse de su saxo lo siguen, como si el flautista de Hammelin fuera en realidad saxofonista, los tres fantásticos de su Cuarteto y el todo va sonando como en un sueño muy profundo.

En medio del llanto de emoción de los más sensibles entre el público, el maestro Marsalis enfiló las cuatro naves, soberanas, hacia la corriente madre y como en un embudo gigantesco las aguas calmas desembocaron, para una placidez postcoito sin premuras, hacia la gloriosa soberanía de su majestad la síncopa.

Se llama tradición, como había dicho Branford Marsalis en entrevista (La Jornada, 16 de abril de 2002). Por eso vive el jazz.

Se llama epifanía.

Branford Marsalis en concierto: cogitum ergo sum.

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