Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 21 de abril de 2002
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MAR DE HISTORIAS

Reunión de despedida

CRISTINA PACHECO

Antes de que aparezca la enfermera, Verónica aprieta los párpados y se vuelve hacia la ventana. Su disposición a fingirse dormida se ha ido asentando según mejora porque todo el mundo se siente obligado a decirle lo bien que está, en comparación a la hora en que llegó al hospital.

Entre la enfermera de día y la de noche han conseguido que Verónica sepa de qué color era su piel Más blanca que su sábana, la posición de su cabeza cayéndole sobre el pecho Parecía un conejito después de que le dan el golpe en la nuca, la temperatura de su cuerpo Tan baja que al tocarla me estremecí, el color y la calidad de su vómito Espeso, amarillo.

Siempre que le toman la temperatura, le administran un medicamento o le retiran el cómodo, las dos enfermeras -una de día y otra de noche- le describen lo que menos quiere que le repitan: No se imagina cómo lloraba su esposo. A todos nos decía: "ƑPor qué se habrá tomado esas pastillas? Pensé que era feliz". Y sus hijos, doña Verónica: les costó mucho trabajo creer que fuera usted, su madre, quien estaba con los ojos en blanco, helada, como muerta en la camilla. šQué susto se llevaron!

Mientras escucha el trajín a sus espaldas, Verónica se pregunta cuántas personas -además de su marido, hijos, nueras y nietos- conocerán su historia en las versiones que dan las enfermeras, una de día y otra de noche, que de seguro no alcanzan a comprender cómo alguien que lo tiene todo pretendió quitarse la vida retacándose la boca con todas las pastillas que encontró en el botiquín de su casa.

Verónica sabe que en cuanto esté completamente recuperada escuchará sólo preguntas por parte de su esposo Mi cielo Ƒpor qué?; hijos Madre Ƒpor qué"; nueras Doña Vero Ƒpor qué?; nietos Abue Ƒpor qué? Sus amigas, sus antiguos compañeros de trabajo la presionarán con la misma interrogante. Verónica tiene bien pensada la única respuesta: "Yo misma no lo sé, no entiendo por qué lo hice". Repetirá las once palabras hasta el momento en que ya no pueda más y confiese algo que la avergüenza reconocer: la idea de suicidarse surgió a raíz de una conversación con el licenciado Mendizábal.
 

II

Era viernes. Acababa de encender la computadora cuando sonó el interfono: "Verónica: Ƒpodría venir a mi oficina a las doce? Hay algo que deseo consultarle en privado". El tono amable con que su jefe pronunció la invitación la hizo sentirse importante, la llevó a imaginar que quizá fuera a concederle el aumento que había solicitado.

Urgida de compartir su emoción, marcó a la oficina de su esposo: "El licenciado Mendizábal me citó en su oficina. Lo oí de muy buen humor. Vamos a tratar lo de mi aumento". Saúl no se dejó llevar por su entusiasmo: "ƑTe lo dijo?" Ante el silencio de Verónica, él aconsejó prudencia: "No te adelantes. Mejor espérate a ver de qué se trata". Ella lo acusó de aguafiestas y colgó.

En vano quiso convencerse de que estaba tranquila. Para distraer su inquietud navegó en Internet. Cercana la hora de la cita se retocó el maquillaje. De camino a la gerencia celebró haberse puesto sus sandalias nuevas.
 

III

"Adelante, Verónica. ƑQuiere tomar algo? Jenny: tráiganos dos cafés. ƑCanderel o azúcar? Así hay que tomarlo: amargo y caliente. Gracias Jenny. Le pido de favor que nadie nos moleste y que no me pase llamadas. Con que veintisiete años de servicio: štoda una vida! Grandes satisfacciones y también mucho trabajo. Merece reconocimiento y recompensa. No me dé las gracias, al contrario, soy yo quien tiene que agradecerle... Ayer en la tarde volví a leer su expediente: siete faltas, todas justificadas, ni un solo retardo y desde el 98 ni una semana de vacaciones.

"Permítame decirle que hizo mal: no hay que abusar del organismo, por más que a uno le fascine el trabajo. Y ya que estamos hablando del tema me gustaría preguntarle si ha pensado en la posibilidad de jubilarse. Si no lo ha hecho, creo que este es el momento ideal para considerarlo. Está en condiciones de empezar una nueva vida... Ya que me lo pide, seré más claro: estamos a punto de darle a la empresa otro giro y para eso necesitamos personal que se adapte a las nuevas estrategias laborales... No se ponga así. Entiendo que usted puede rechazar nuestra propuesta, pero como la estimo déjeme decirle algo: en caso de que tome esa decisión nosotros procederemos en consecuencia. ƑQué quiero decir? Algo muy simple: boletinaríamos su nombre a todas las empresas y entonces sería muy difícil, si no es que imposible, que la contrataran en alguna. Aunque tenga mucha experiencia. Además hay otra circunstancia: la edad. Así que piénselo y vénganse por acá el lunes, como a esta hora. Para entonces tendremos listos los papeles de su jubilación. Por favor, Verónica, no llore, no me suplique. Nos lastima a los dos y es inútil. Serénese y prométame que reflexionará un poquito. Verá cómo este cambio no es negativo, todo lo contrario: le permitirá disfrutar de una nueva vida. Y si alguien lo merece, es usted. ƑLa espero el lunes?"

Verónica asintió con la cabeza y se encaminó a la puerta. Allí escuchó otra vez al licenciado Mendizábal: "Verónica, espere... No debería decírselo pero quiero alegrarla: sus compañeros están organizándole una fiesta de despedida para ese día. ƑPor qué no invita a su familia? Será para ellos muy satisfactorio ver cómo se ha ganado el corazón de todos en la empresa".

Al salir de la oficina Verónica se refugió en el baño. Se miró al espejo y sintió asco de sí misma al recordar sus ilusiones y la inútil humillación a que acababa de someterse. Murmuró, gesticulando: "Licenciado Mendizábal, usted sabe, compréndame, le suplico, esto es mi vida y creo que todavía puedo apoyar, servir. Licenciado Mendizábal: permítame, déme otra oportunidad".

La frustración y la repugnancia formaron en su estómago un remolino que le salió por la boca. El esfuerzo del vómito la sacudió. Vacía, temblando, se apoyó en el lavabo para no caer demolida por su nueva condición de jubilada. Al repetir la palabra empezó a desmoronarse la rutina que había mantenido durante más de veinticinco años por encima de las enfermedades de sus hijos, las desavenencias conyugales, los cambios de domicilio, los partos de sus nueras, la crisis de la menopausia temprana, las frustraciones.

Había resistido todo eso desde la altura de sus zapatos de tacón. Verónica se miró las sandalias. Pensó en las modas que habían transformado sus pies durante tantos años de recorrer el edificio: pulseras, plataformas, cintas, correas; tacones de siete, nueve, once centímetros. Se descalzó el pie derecho y levantó la sandalia recién comprada. Divertida, la observó unos segundos y al fin la dejó caer. El golpe contra el mosaico la estremeció y le recordó la obligación de cumplir con sus tareas en su último día activo.

Cuando volvió a su oficina notó que sus compañeras la miraban sonrientes. Verónica aborreció ese gesto amigable que para ella ocultaba una traición, una alianza con el enemigo. ƑPor qué no le habían dicho nada? Encontró la respuesta cuando miró el teléfono y no tuvo fuerzas para llamar a su esposo.

A las seis en punto salió del edificio. Caminó procurando encontrar la forma de explicarle a Saúl su nueva situación. Ante los hechos no dudó que su esposo comentaría: "ƑVes que no me equivoqué? Te dije que no te hicieras ilusiones. ƑPiensa en el lado bueno: podrás disfrutar de la vida". Verónica se detuvo y murmuró: "ƑCuál?" No encontrar respuesta la hizo sentir que traicionaba el amor de Saúl, la constancia quincenal de sus hijos, los telefonemas entrecortados de sus nietos. Después del lunes, terminada la fiesta de despedida, tendría que vivir sólo con eso.

La perspectiva de la celebración en la oficina -una flor por cada años de trabajo, un mariachi contratado por hora, unas raciones de pastel en platos desechables y el reloj de pulsera con una inscripción- la avasalló. Se sintió vieja, inservible. Entonces decidió acabar con todo, borrarse, jubilarse de la vida.

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