La Jornada Semanal,  21 de abril del 2002                         núm. 372
Marcelo Riccardi
de la desobediencia

El nadaísta Gonzalo

El nadaísmo “predicaba la repulsión hacia la sociedad en general y hacia las instituciones en particular”, y tuvo en Gonzalo Arango a su principal figura. Arango fue un desertor en todos sentidos, como nos dice Marcelo Riccardi, y desde que desertó de la vida, sus colegas se han encargado de recordar, año tras año, a este desobediente que quemaba libros y gritaba la inexistencia de Dios, para escándalo de una sociedad que ahora lo recuerda como una de las personalidades más libres que ha dado Colombia.

Gonzalo Arango es un cadáver notable al que cada cierto tiempo resucitan sus antiguos amigos, sólo para verlo morir de asco al cabo de un rato. Un singular Prometeo al que tras veinticinco años de muerto los hombres continúan castigando por haber intentado apagar el fuego de los dioses, en lugar de robárselo. Pérfido iconoclasta que por andar de vivo lo terminaron contando entre los muertos, al falso profeta de la nueva oscuridad se le apagó la pensadera un día de 1976 y todavía no descansa en paz, porque terminaron invocándolo hasta los curas que una vez lo excomulgaron.

El 20 de julio de 1958, en el bar Olivos de la ciudad de Medellín, unos tipos menesterosos de edad que se peinaban como Beatles antes que John Lennon, hicieron su desembarco en las siempre tranquilas y bien arregladitas playas de la poesía colombiana. "Señores parásitos de la academia", encabezaba uno de sus manifiestos, así que calcule usted por ahí, sin hacer economía en insultos, todas las demás cosas que andaban diciendo y haciendo esos muchachos.

Había nacido el nadaísmo, un movimiento de origen literario que predicaba la repulsión hacia la sociedad en general y hacia las instituciones en particular. Por medio de sus ataques verbales y físicos a la Iglesia, la academia, la literatura, la universidad o el gobierno, buscaba, más que alterar el orden establecido, desacreditarlo y ponerlo en evidencia. Y de paso, claro, obtener cierta notoriedad.

"El nadaísmo no tiene fin, pues si tuviera fin ya se habría terminado. Nosotros nos contentamos con progresar devotamente hacia la locura y el suicidio. Hacemos el mal, porque el bien no sienta a nuestro heroísmo", señalaba ese primer manifiesto leído por Gonzalo Arango en un bar de Medellín. Con eso quedaba claro que su humilde propósito era no lograr absolutamente nada, y a fe que lo consiguieron.

NOS HAN MENTIDO, EL MUNDO
ES CUADRICULADO

Gonzalo Arango era un desertor en todos los sentidos: desertó físicamente, desertó de las ideologías, desertó de la literatura por la agitación cultural y desertó incluso de esto último también: justo cuando tenía un batallón para enfrentar a sus perseguidores, dejó a la tropa emborracharse para escapar en medio de la noche.

Cuentan que todo pudo haber comenzado con un grito. "Dios no existe", dice Gonzalo Arango que aulló desesperado una tarde juvenil en el patio de su casa, y desde el cielo recibió como paradójica respuesta simplemente un "okey, Gonzalo". Fue sólo el principio. La Colombia de la época, adormecida por el dogma religioso, en medio de una industrialización naciente y en las postrimerías de una guerra civil de doscientos mil muertos que se preparaba para cambiar de disfraz, provocaron en Gonzalo Arango esa angustia existencial que marcó su corto periplo por el mundo.

Y para aliviar su angustia frente a la "república de las bayonetas y del Corazón de Jesús", escogió la estrategia de la fuga. Exasperado por una sociedad que lo agobiaba con su estrechez de pensamiento, abandonó Andes, el pequeño pueblo donde nació, en dirección a Medellín. Mala decisión, porque el ambiente allí era quizá peor. Para entonces, la puritana capital de Antioquia ya le había cerrado sus puertas, por amorales, a Dámaso Pérez Prado, María Félix, Camilo José Cela, Porfirio Barba Jacob y Fernando González. En Medellín, con estudios secundarios incompletos, Gonzalo Arango entró a la universidad, proeza que sus conocidos atribuyen a sus dotes de relacionista público. En todo caso, en eso tampoco duró mucho; abandonó la carrera de Derecho sin terminar porque, según dijo, allí querían graduarlo de imbécil y por lo que él llamaba una siniestra inclinación a torcerlo todo.

También abandonó Medellín en dirección a Cali. Pero no fue la angustia sino el instinto de conservación, que lo impulsó a dejar precipitadamente la ciudad, tras varios días escondido en un baño de señoritas. Las huestes enfurecidas, tras la caída del singular general Rojas Pinilla, lo andaban buscando para cobrarle su militancia en el régimen como redactor del Diario Oficial. Después, iniciada su etapa de profeta del nadaísmo, recorrió medio país, viviendo del milagro y de las mujeres, como solía decir. En ese peregrinaje viaja al mar y a la selva, pero también se establece una temporada en Bogotá, donde vivía en un cuartucho del barrio La Perseverancia, del que nunca dio la dirección exacta y cuyo teléfono daba intencionalmente errado: cuando se le llamaba, contestaban en el Cementerio Central.

Ya hacia el final, harto de todo, también termina por hartarse del nadaísmo, un carromato cargado de borrachos al que estaba cansado de empujar solo. Quema las naves del movimiento y sus amigos, enojados por la nueva apostasía, lo queman simbólicamente a él. Se dedica a escribir, como queriendo recuperar el tiempo y las palabras derrochadas, como si supiera que tiene un plazo muy corto para concebir el libro que había estado postergando. De esa época queda como testimonio Fuego en el altar, donde anuncia su nueva consigna: "Apacíguate guerrero/ que no tendrás un pensamiento más/ ni escribirás una palabra más/ ni darás a luz una esperanza nueva/ de lo que está prescrito desde siempre en la universal armonía./ Serénate viajero que aunque quieras/ no engendrarás un sueño más/ ni morirás dos veces."

Derrotado en su emancipación de las mentes, el hombre que una vez dijo "todo es mío en el sentido en que nada me pertenece" abraza el misticismo y se retira a la isla colombiana de Providencia, influenciado por Angelita, su compañera sentimental. Desde ahí programa un viaje a Inglaterra para conocer a sus suegros. Pero pocos días antes de tomar el vuelo, con el pelo recién cortado y estrenando camisa, viajó pero al otro mundo en un absurdo accidente automovilístico. "¡Mierda!", fue el último de sus gritos.

LITERATURA DESPERDIGADA

Si bien es cierto que Gonzalo Arango escribió, en realidad casi no lo hizo. Sumergido de lleno en su labor de agitador, decidió dejar para después la escritura de ese libro que lo consagraría como literato. Su primer intento de novela, Después del hombre, lo escribió tras una de sus crisis, recién abandonada la universidad. En un libro de contabilidad que le habían conseguido sus amigos, alternando la escritura con las labores agropecuarias, garrapateó en una finca a las afueras de Medellín un texto febricitante, desesperado, donde más que sus aptitudes literarias, lo que se aprecia son sus angustias existenciales.

Consciente de las falencias literarias de su libro nonato, lo condena al cajón del olvido y, algunos años más tarde, durante la primera quema pública de libros que organizaron los nadaístas, asegura que el suyo también fue consumido por las llamas, lo cual no es cierto, porque el original aún existe. Gonzalo no quería limitarse a escribir, quería que su escritura ayudara a cambiar esa realidad que lo laceraba. Por eso dejó a la literatura como ocupación secundaria para tomar las armas de la agitación.

A partir de entonces adopta en sus escritos un estilo provocador, incendiario si se quiere, propicio a sus objetivos. Redacta cartas, manifiestos, comunicados, poemas panfletarios; dicta conferencias y recitales. Apostado tras un mimeógrafo, bombardea al país con volantes y pequeñas ediciones de libros. Es en esta etapa donde se encuentra difuminada su producción más extensa y en la que mejor se aprecian sus virtudes retóricas.

Posteriormente se dedica al periodismo y redacta algunas de las páginas más memorables de la crónica colombiana, que fueron publicadas en diversas revistas y periódicos: Cromos, El Tiempo, El Espectador, El Colombiano, Corno Emplumado (México) y Zona Franca (Venezuela). En contraste, su producción literaria no pasa de unos cuantos libros y tres obras de teatro. Hoy, salvo ejemplares desperdigados en librerías de segunda mano y pequeñas reediciones, difícilmente pueden conseguirse esos ejemplares, pero en cambio, todos los libros que el nadaísmo alguna vez quemó siguen vendiéndose en las librerías. Como consuelo queda Obra negra, copiosa aproximación a la obra de Gonzalo Arango hecha para Carlos Lohlé, de Buenos Aires, a principios de los noventa por el nadaísta Jotamario, que ya no se puede despeinar, ni fuma maracachafa (marihuana) aunque la hayan legalizado.

LA IMAGINACIÓN AL PODER
(O, AL MENOS, A LOS ANTROS)

Hoy los nadaístas ya no espantan ni a ancianas en la calle. Al contrario, las entretienen desde los periódicos y las agencias de publicidad. Pero hubo una época, cuando no tenían la misma edad que las ancianas, en que lograron escandalizar a la pacata sociedad colombiana, ésa que aún se alborota cuando las reinas de belleza posan para desnudos y prefiere llamar eufemísticamente puchas a las más castizas tetas.

"El mejor método de persuasión es el escándalo –decía esa suerte de predecesor criollo del fotógrafo Toscani que era Gonzalo Arango–, el espíritu hay que imponerlo con los mismos métodos con que se impone una pomada." Desde el principio, el nadaísmo tuvo claro que la manera más rápida de alcanzar talla nacional era quebrantando el orden y generando alboroto, a semejanza de la generación beat, que confrontó con su actitud al macartismo, el racismo institucional y el sexismo. Sin embargo, para desmontar los esquemas del poder y desarticular el discurso cultural hegemónico, los nadaístas incluyeron el elemento adicional del humor, al que cultivaron como el más alto y refinado valor de la inteligencia.

Por eso, si algo hay que reconocerles es el ingenio. Podrán no haber dejado una obra demasiado profusa, ni haber cambiado los esquemas a que se enfrentaron, pero al menos sí legaron varios de los momentos más lúcidos e hilarantes de la historia colombiana reciente. En esto Cali y los nadaístas caleños jugaron un papel fundamental. Cuando Arango viaja a esta ciudad para fundar una sucursal nadaísta, y los nuevos adeptos proponen reemplazar el solemne busto de Jorge Isaacs por uno de Brigitte Bardot, a todas luces mucho más estética que el bigotón autor de María, el humor como arma de provocación se le revela inevitable a Gonzalo Arango.

El núcleo inicial del nadaísmo se formó en el café La Bastilla de Medellín, donde una tarde se dieron cita Gonzalo Arango, Alberto Escobar y un jovencito precoz que a los diecisiete años hacía parodias de Butor y Robbe Grillet, traducía a Nabokov y experimentaba con idiomas inventados. Se hacía llamar Amilkar U., y venía vestido de riguroso negro con un guante blanco cosido a la altura del corazón.

A ese núcleo se unieron otros más, que fueron conociendo por el camino, y en poco tiempo ya se encontraban ofreciendo su primer recital. Para hacerse una idea del tenor del evento, véanse los títulos de algunas interpretaciones: Sonata metafísica para que bailen los muertos; Señor, tú que no te afeitas con Gillete; Plegaria nuclear de un cocacolo y Poema cubista para Marta Traba. El heterogéneo público de vagos, hijos de papi, poetas en ciernes, matones de barrio, adolescentes atolondrados y otras delicias de la fauna juvenil, comienza a conformar una pandilla de seguidores que pronto se hará más gruesa y más heterogénea: pintores, músicos, cineastas y hasta futuros políticos comenzaron a llamarse también nadaístas.

Sin embargo, a pesar de la efervescencia con que empezó a crecer, el movimiento tomó verdadera relevancia nacional cuando comenzaron sus intervenciones públicas, que, oscilantes entre la chiquillada y el absurdo, son en cierta forma asimilables a los happenings con que los situacionistas franceses buscaban cuestionar los valores de realidad del observador.

La primera de esas intervenciones fue la quema de sus bibliotecas personales en la plazuela de San Ignacio de Medellín: María, La vorágine, los libros de Tomás Carrasquilla, incluso el Hidalgo Don Quijote corrió igual suerte que sus novelas de caballería.

Sin embargo, dos de los más sonados y recordados casos estuvieron relacionados con la intocable Iglesia. El primero, por el cual Gonzalo Arango estuvo en la cárcel, aunque no participó, fue cuando los orondos asistentes al Primer Congreso de Intelectuales Católicos tuvieron que abandonar precipitadamente sus actividades debido a la nauseabunda recepción que les habían preparado algunos nadaístas.

El segundo fue el incidente de las hostias. La leyenda cuenta que Darío Lemos y otros más se metieron a la iglesia, comulgaron, escupieron las hostias frente al cura y después las pisotearon. Titular de ocho columnas en un país que por ley pertenecía al Sagrado Corazón de Jesús. Años más tarde, en alguna de las resurrecciones del nadaísmo, Jotamario arrojó algo de luz sobre la verdad del incidente. Lemos, no demasiado sobrio, había comulgado con la intención de robar las hostias consagradas. Por cosas de su estado, la hostia se le cayó accidentalmente al suelo y los feligreses, enterados de la calaña del personaje, comenzaron a gritar "¡sacrilegio!" en tal algarabía y enojo que no tuvo otra opción más que huir a lo que le dieron las piernas, pisoteando a su paso, para empeorar el asunto, las hostias caídas.

Poemas en los que se incitaba al consumo de estupefacientes, odas a reconocidos bandoleros, promiscuidad, descaro, la táctica del escándalo se mostró tan efectiva que al poco tiempo los medios de comunicación comenzaron a seguir con esmero el progreso del movimiento, dándole la publicidad que estaban buscando y extendiendo su influencia a niveles insospechados.

Jotamario, que se ha convertido en una especie de historiador del movimiento, contó hace algunos años que los dirigentes de la hoy desmovilizada guerrilla del M-19 le aseguraron haberse inspirado en el nadaísmo. El grupo de universitarios alzados en armas, más efectivo publicitaria que militarmente, se dio a conocer con una inusual campaña de expectativa en los medios de comunicación y con el posterior robo de la espada del libertador Simón Bolívar. Aunque esta versión nunca fue confirmada por los miembros del M-19, no hay duda de la relevancia que en el panorama social y cultural colombianos tomaron las ideas nadaístas.

DESPUÉS DE NADA

Por desgracia para Gonzalo Arango, la muerte lo tomó de sorpresa a los cuarenta y seis años, montada en un destartalado autobús que se le llevó las ideas de improviso. Así que el comunismo perdió un alma que le había prometido la conversión a sus huestes, en caso de que los rusos inventaran la inmortalidad.

Para entonces, Gonzalo ya se encontraba de vuelta de todo; por eso se había deshecho de su última biblioteca –"los libros solamente me confunden más"– para empezar, sin saberlo, la última etapa de su vida. En esta ocasión sólo conservó tres autores: Nietzsche, Rimbaud y Fernando González.

Las quemas de libros, que marcaron ritualmente el comienzo de distintas etapas en Gonzalo Arango, simbolizan el fundamento del discurso nadaísta: la negación de sus raíces, la transgresión del orden establecido; en pocas palabras, parricidio cultural. Fernando González, escritor vigoroso e iconoclasta propuesto por Sartre y otros intelectuales para el Nobel y alejado del premio por un cura, se mostró desde el principio muy interesado por los nadaístas, precisamente por esas "náuseas que sienten por la herencia vergonzosa que tienen los jóvenes colombianos".

Los nadaístas escogieron a González como su mentor, pues a pesar de los años de diferencia los acercaba el extenso programa de subversión social que se habían propuesto. González en solitario y los nadaístas en grupo, habían pretendido lo mismo: el cuestionamiento de la sociedad colombiana. Y fue, con más o menos prensa, lo que consiguieron. No es por defenderlos, pero los nadaístas nunca se propusieron otra cosa distinta, así que resulta al menos vacuo esperar que fueran más allá. El nadaísmo fue simplemente un grito, como aquel de Gonzalo Arango en el patio de su casa, generado por la desesperación y el aburrimiento. Y conste que si algo supieron hacer los nadaístas fue ponerse a gritar, y conseguir que los demás gritaran con ellos, así fuera de espanto.

El 16 de octubre de 1993, Pablus Gallinazo, Jaime Espinel, Elmo Valencia y Jotamario, cuatro reconocidos nadaístas, fueron a Andes para, finalmente, llevar las cenizas de un hijo pródigo que no había podido regresar a causa de una excomunión. Fueron recibidos con todos los honores de que es capaz un pueblo colombiano, presididos por el obispo en persona. En la iglesia, el obispo aprovechó la homilía para rememorar las travesuras, ya no herejías, que le valieron a Gonzalo la excomunión pública, y le dio la bienvenida al seno de la Iglesia a esa oveja negra reconvertida ahora en personaje ilustre.

Cuentan las agencias de noticias que el poeta Jotamario, al final de la homilía, se apoderó del micrófono y aseguró emocionado que Gonzalo fue "un hombre bueno, un hombre justo. Un ser superior. Un hombre punzado por la divinidad. Gonzalo fue un santo". La capacidad de exagerar no la han perdido. Por eso, Gonzalo Arango y el nadaísmo, a muchos años de su defunción, se vuelven cada día más grandes. Gracias a la puntillosa labor de sus antiguos predicadores, las proezas nadaístas se hacen cada vez más atrevidas, los éxitos más rotundos, y, a punta de recuerdos escogidos y debidamente maquillados para la ocasión, los nadaístas dejan de ser los bohemios avispados que iban de pueblo en ciudad engatusando pueblerinas virginales para convertirse en ídolos intelectuales, mezcolanza entre Nietzsche y los Grateful Dead.

Dispuestos a no dejar que se olvide su existencia, cada cierto tiempo los nadaístas sacan al movimiento del sepulcro para proclamar su resurrección y asombrar al respetable. La tumba está vacía, este mes ha vuelto a resucitar, proclaman a los cuatro vientos. A este paso, en dos mil años ya veremos –científicos rusos mediante– las barbaridades que se habrán cometido en nombre de Gonzalo. Mínimo lo canonizan.