La Jornada Semanal,  28 de abril del 2002                         núm. 373
 Marco Antonio Campos

En recuerdo de Nezahualcóyotl

Marco Antonio Campos nos habla de las razones que lo impulsaron a escribir su novela sobre el Gran Señor de Texcoco, el Chichimecatecuhtli Nezahualcóyotl Acolmiztli, y reconoce el magisterio de José Luis Martínez, Alfonso Campos, Miguel León Portilla, Ángel María Garibay, Mata y Soustelle. En torno al proceso de escritura de una novela histórica, Marco Antonio Campos elabora nuevas hipótesis sobre nuestro gran poeta primordial, 
el tlatoani de las flores y los cantos.

A mi llegada al Instituto de Romanística de la Universidad de Salzburgo en febrero de 1988 me esperaba una sorpresa angustiosa: mis diez horas clases semanales no sólo iban a ser de literatura mexicana, sino de historia mexicana y de enseñanza del español. Esperaba la primera: no las otras dos. Yo les dije, con ligera angustia, que jamás había dado una clase de gramática y me sería imposible saber ni siquiera por dónde comenzar. Yo era escritor (lo suponía), había sido profesor de diversas literaturas en la Universidad Iberoamericana por cosa de ocho años, pero no maestro de lenguas. Podía dar, eso sí, como estaba estipulado, dos horas de conversación. Ni siquiera comenté sobre las clases de historia: hubiera parecido una grosería o un exceso. Como esa vez, como en el año y medio que estuve en el Instituto, encontré en los profesores Dieter Messner y Brigitte Winklehner, la mejor disposición. Messner arregló que otros lectores y doctores se ocuparan de las horas que me tocaban de enseñanza del español. Mis clases serían de poesía, narrativa, historia y conversación. De Messner y Winklehner sólo recibí comprensión, impulso, ayuda.

De inmediato pensé que la única historia que en verdad interesa a los europeos es la prehispánica. Es casi total el desinterés por la época colonial y el México moderno. ¿Por qué? Quizá porque el pasado prehispánico no se parece a su historia ni a su arte, es decir, no está occidentalizado, o mejor, europeizado. No sé cómo pude librar la clase de historia ese primer semestre con los escasísimos libros del tema que yo había llevado o estaban en el acervo de la biblioteca. De inmediato pedí ayuda urgente a mi familia y mandé una lista de libros. Poco a poco fueron llegando. Cuando venía cada semestre a Ciudad de México compraba libros y me llevaba los que podía. Luis Chumacero me abrió su magnífica biblioteca.

En los meses de clases, hasta altas horas de la noche, en mi cubículo del Instituto, me preparaba intensamente. Yo creo que a partir del segundo semestre empecé a sentirme más seguro sobre lo que exponía, y puedo decir aun, que era la clase que daba con más gusto.

En los primeros meses del primer semestre, leyendo la edición abreviada del Nezahualcóyotl de José Luis Martínez, publicado en la colección sep Setentas, una tarde me vino la idea de que podía escribirse una historia imaginaria, a la manera de Schwob, sobre la figura y la obra del gran señor tezcocano. Pensé que sería una narración entre diez y quince páginas. Empecé a escribirla. Pronto me di cuenta que daría para más. Escribí a José Luis Martínez para que me enviara la edición amplia de su Nezahualcóyotl publicada en 1972 por el fce; gentilmente mandó una para mí y otra para la biblioteca del Instituto.

Día tras día, excepto en los viajes, me dedicaba a prepararme y a escribir la narración. A lo mejor, pensé en algún momento, podía convertirse en una novela. Provisionalmente la titulé En recuerdo de Nezahualcóyotl; tal vez hallara después un título mejor; no lo hallé nunca y ese fue el título.

De principio fueron claves para la escritura de la novela, además de los dos Nezahualcóyotl de José Luis Martínez, El pueblo del sol de Alfonso Caso, breve volumen que abrió vías de interpretación del mundo mexicano antiguo, después utilizadas por los nahuistas; algunos libros de Miguel León-Portilla (Visión de los vencidos, Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y cantares, Trece poetas del mundo azteca, Toltecayótl), que me sirvieron aun como base para mis lecciones en la Universidad de Salzburgo y de Viena; los tres tomos de poesía náhuatl traducidos por el padre Ángel María Garibay, dos de Eduardo Mata (Vida y muerte en el Templo Mayor y Muerte a filo de obsidiana); el libro de Jacques Soustelle La vida cotidiana de los aztecas en tiempos de la conquista, un libro que es muchos libros –de historia, de religión, de urbanismo, de usos y costumbres– y que se lee como un bellísimo poema. Pasados los meses, cuando me di cuenta de la viva interrelación política y económica de las distintas etnias de las civilizaciones mesoamericanas, creé el personaje del sabio maya que llegó a Tezcoco después de la caída de Mayapán, más o menos en la fecha cuando se casa Nezahualcóyotl, para que sirviera en la narración como múltiple memoria de las grandes creaciones de los pueblos mayences. Revisé con provecho, entre otras cosas, el Popol-Vuh y El libro de los libros del Chilam Balam, la escasa poesía y literatura mayas que perduran y los libros básicos de John Eric Sidney Thompson (Grandeza y decadencia de los mayas) y de Sylvanus G. Morley (La civilización maya). El pequeño pero maravilloso libro de Miguel León-Portilla, El México antiguo a través de sus crónicas y cantares, fue excepcionalmente importante para la escritura de la novela y para mis clases por dos razones: una, que me mostró que la mexica es tal vez la única historia de un pueblo imperial en el mundo que puede reconstruirse a través de sus poemas, y la otra, que de raíz la lengua náhuatl está llena de imágenes y metáforas, es decir, todo lo toca la poesía, todo se vuelve poesía. Esto fue clave para mí: podía escribir, siguiendo el modelo arcaico, una novela poética, o tal vez, un poema novelado.

Inevitablemente derivé en las fuentes: me adentré en los códices que tuve a mi alcance y tomé datos, imágenes y hechos de los libros de los cronistas españoles e indígenas del siglo xvi. Creo que durante los cinco años que escribí la novela, leí las fuentes escritas esenciales.

Aunque parezca increíble, es una novela que sólo puede haberse escrito en el extranjero. Fueron muy útiles dos hechos, o más preciso, dos accidentes: uno, los tres años y medio que di en Austria las clases de historia del México antiguo, lo que me obligaba al estudio constante; la segunda, que me sobraba tiempo para hacerla, cosa que en México, con los múltiples compromisos que surgen, uno se ve impedido a interrumpir a menudo los proyectos a largo y a veces a mediano plazo. De hecho gran parte de la novela se escribió en Salzburgo y Viena de principios de 1988 a mediados de 1991, y la terminé y corregí en los semestres que di clases en la Brigham Young University, en Provo, Utah, y en las universidades de Buenos Aires y la Plata los siguientes semestres.

Jamás he escrito una novela o una narración de una manera lineal. Siempre lo he hecho juntando fragmentos y frases que voy escribiendo a través de los días. Me resulta natural moverme dentro de un caos ordenado. La coherencia viene con las sucesivas correcciones cuando se hace el trabajo de edición. Es una manera de trabajar; nunca me ha preocupado ni causado problemas. No soy un caso aislado. No pretendo compararme con ninguno, pero espléndidos narradores como el austriaco Christoph Ransmayr, el argentino Julio Cortázar y los mexicanos Juan José Arreola y Fernando del Paso, escriben sus cuentos y novelas de una manera que tiene semejanzas. Ransmayr, el notable narrador de Los horrores del hielo y la oscuridad y El último mundo, ha declarado que se demora demasiado en terminar una novela porque la redacta frase por frase y no adelanta a la siguiente si no está satisfecho con la anterior. Cortázar respondía en entrevistas que escribía sus narraciones a base de fragmentos sin importarle mucho cuántos días le llevara, es decir, juntaba los pedacitos y las armaba como mecanos o rompecabezas; Arreola veía La feria menos como una novela que como una serie de apuntes, o de otra manera, como un conjunto de bocetos sucesivos de un pintor que no logró terminar el cuadro; Fernando del Paso ha declarado que escribió el Palinuro de una manera totalmente desordenada y sólo cosió después los capítulos: "Por eso el chaleco de Arlequín es el símbolo de la novela", ha dicho. Una prenda de vestir llena de musicales parches y colores.

Habiendo leído de principio la poesía y los datos biográficos reales o imaginarios de Nezahualcóyotl, supe pronto –tenía la idea– de cómo iba a empezar y a terminar la novela pero desconocía del todo lo que habría en medio y desde luego el tiempo que me habría de llevar. Poco a poco, con paciente lentitud, se fue haciendo un libro que muchas veces creí en las navegaciones literarias que no llegaría a puerto.

En mis regresos semestrales a México conversaba sobre la novela con el poeta Rubén Bonifaz Nuño. Una de sus observaciones me abrió los ojos: en el México antiguo hay profusas zonas dudosas y oscuras, y quien estudie a fondo esa historia, puede interpretarlas a su manera. Él dudaba, ha dudado siempre, de la veracidad de los documentos escritos; para él, lo único que no engaña, son los signos no alterados de las piedras. Pero las fuentes escritas me eran muy importantes porque yo no quería hacer un ensayo antropológico o histórico, sino una obra de ficción.

Escribir durante varios años una novela permite pensar asimismo en su poética, es decir, en este caso, cómo debe escribirse una novela histórica. Por supuesto, como toda poética, son respuestas personales. Por poner ejemplos: qué tipo de lenguaje cree uno que debe utilizarse, si debe haber más ficción o más datos históricos, cuánto debe uno apegarse a una estricta verdad histórica. Si uno observa las novelas o las obras teatrales sobre el México antiguo, salvo excepciones, casi todas versan sobre la Conquista. Sin embargo, tienen un problema: parecen escritas en el siglo xx por un contemporáneo de usted y mío, en fin, parecen escritas (no debe tomarse el término peyorativamente) por un colonizado. Si comparamos con el siglo xix, que al menos ha producido en los últimos lustros dos novelas históricas mayores (Noticias del imperio y El seductor de la patria), prácticamente no hay una sola novela o pieza teatral sobre la Conquista que brille con luz propia e intensa. Pero si echamos los ojos más atrás en el tiempo el panorama es el desierto, o casi. En lo que sería en el calendario occidental el siglo xv, o sea, la época del surgimiento, del desarrollo y el esplendor y la grandeza de los mexicas y los tezcocanos, o más concretamente entre 1428, año de la victoria sobre los tepanecas de Azcapozalco, y 1472, año de la muerte de Nezahualcóyotl, la historia es rica y preciosa: es una época donde lucen como joyeles figuras como Izcoátl, Motecuhzoma Ilhuicamina, Tlacaélel y Nezahualcóyotl y donde se desarrolla con asombrosa perfección el urbanismo y la arquitectura, y donde encontramos piezas maravillosas de cerámica, escultura, plumería y poesía. Sin embargo, las piezas teatrales y las novelas actuales sobre aquella época son mínimas e insatisfactorias.

En un momento de la escritura de la novela una pregunta se hizo inevitable. ¿Cómo escribir sobre esa época? ¿Como se escribía entonces o como escribía un cronista indígena o español del siglo xvi o como un escritor de finales del siglo xx? Me di cuenta (sigo pensando que fue lo acertado) que lo mejor era equilibrar el lenguaje de esa época con el actual, o de otra manera, que los giros, las repeticiones, las fórmulas, las imágenes y las metáforas contenidas, fueran dichas por personas de los tiempos de Nezahualcóyotl y de Motecuhzoma Ilhuicamina, pero que pudieran ser entendidas por un lector moderno. Una y otra vez leía los poemas en verso y los discursos en prosa (que son poesía) del México antiguo, y me familiaricé tanto, que llegó cierto momento que me era natural escribir con el lenguaje de imágenes y con las expresiones de entonces. Todo lo que juzgaba o me parecía que tenía la mano correctora de los misioneros lo desbrozada o lo suprimía. Cuidé aun detalles mínimos como escribir, aun si lo hacía en español (el consejo fue de Bonifaz Nuño), los nombres propios como se pronunciaban y se acentuaban en el México antiguo, como por ejemplo, Chapultepec, Teothiuacan, Tezcoco, México-Tenochtitlan, Motecuhzoma. Siendo una sociedad tan jerarquizada el respeto era esencial en el trato cotidiano. Un súbdito, por modelo, no debía decir nunca Nezahualcóyotl, sino el señor Nezahualcóyotl, o decir (de otro modo lo mismo), Nezahualcoyotzin. En la novela el gran señor de Tezcoco nunca aparece nombrado sólo como Nezahualcóyotl. Tampoco aparece ninguna mención de títulos de nobleza occidental: no se habla ni de emperadores, ni de reyes, ni de príncipes: son tlatoanis o grandes señores o sólo señores. No había en el México antiguo tigres ni caballeros tigres: eran ocelotes y caballeros ocelote. Tampoco hay una sola fecha occidental; se sigue la cronología de los calendarios nahuas: la cuenta de los años y la cuenta de los siglos.

Igualmente me interrogué si debía haber en la novela más ficción o más información histórica, religiosa, cultural, artística. Otra vez llegué a la conclusión que lo mejor era el equilibrio. Si metía más ficción, acabaría inventando una narración llena de errores históricos como "La noche boca arriba" de Julio Cortázar (un buen cuento por demás), o como Azteca de Gary Jennings, una torpe falsificación histórica, un bestseller tremendista para sandios que se aterran con filmes como El exorcista o King Kong; por otro lado, si incluía demasiada información acabaría haciendo más un ensayo histórico. Sin embargo traté de ser lo más fiel a la verdad antigua. Si no se leía como una novela, alguien no muy enterado podía aprender pequeñas bases de mitología, historia, ritos, ceremonias, poesía, leyes, usos y costumbres, botánica y zoología de entonces.

Se suscitaron algunos problemas pero los resolví según el criterio elemental pero esencial, como dijo García Márquez de El general en su laberinto, de que se trataba de ser fiel a la verosimilitud narrativa y no a la verdad histórica (que en el México antiguo es a menudo dudosa). Pondré dos casos: sobre la muerte del tlatoani mexica Chimalpopoca, a manos de los tepanecas de Azcapozalco, había cuatro versiones; me decidí, no por la que me convencía, sino la que convenía a la narración. Lo mismo hice con la fecha aproximada de la guerra increíblemente feroz y prolongadamente sangrienta que hubo entre los chalcas y la triple alianza (mexicas, tezcocanos y tlacopenses): una, la ubicaba en la década de los cincuenta y la otra hacia los sesenta del siglo xv. Me era más útil, para el armado de otros datos, ubicarla en la primera opción.

En Tezcoco, a diferencia de México-Tenochtitlan, los hijos naturales no podían aspirar a gobernar el gran señorío. De su matrimonio con Azcaxóchitl, Nezahualcóyotl sólo tenía un hijo legítimo: Tezauhpizintli. La única información que existía sobre el hijo era que los mexicas y los tlacopenses en una acción indigna, en un juicio sumario, lo habían hecho morir por habérsele encontrado su casa llena de armas. Se decía que pretendía rebelarse contra su padre y erigirse en gran señor. Según la leyenda o la historia, había sido un golpe demoledor para Nezahualcóyotl, pero terminó por aceptarlo porque no podía contravenir las leyes que él mismo había creado. Deduje que, si Tezauhpizintli no había dejado un solo poema, sus preocupaciones artísticas no eran como las del padre, y segundo que había en el joven la ardiente ambición por la gloria en la guerra. A partir de casi nada fui construyendo un personaje que me fue resultando querible, como acabó resultándomelo el colérico Motecuhzoma Ilhuicamina, el creador de la grandeza mexica. En cambio Tlacaélel, quien es fama fue el verdadero poder detrás del trono durante los señoríos de Izcoátl, Motecuhzoma y Axayácatl, pero de quien se sabe muy poco, nunca dejó de parecerme, al ir juntando piezas de su personalidad, como una sombra siniestra y una figura casi demoniaca. Un añadido: pese a la avanzada edad, Nezahualcóyotl y Azcaxóchitl pudieron tener otro hijo para legitimar el linaje: el gran señor y poeta Nezahualpilli.

Pero el protagonista más importante de la novela (lo más importante) era Nezahualcóyotl. Al irme adentrando en el hombre a través de sus poemas y datos biográficos, al contextualizarlo históricamente, el personaje se me dibujó en su magnificencia áurea pero también en sus perversidades políticas y sus debilidades terrenales y en ciertos momentos, me pareció humano, demasiado humano. Baste recordar que para apropiarse de la prometida de su súbdito y amigo, el poeta Cuacuauhtzin de Tepechpan, de la que se había enamorado en un convite triste, arma un teatro de pesadilla para que el amigo muera en una guerra que el mismo gran señor de Tezcoco creó para deshacerse de él. Cuacuauhtzin se entera y elabora contra él uno de los más bellos y dramáticos cantos que se compusieron en el México antiguo; eso no hace desistir a Nezahualcóyotl de la acción funesta.

Y el segundo caso. Es fama, o así relatan los nahuistas, que Nezahualcóyotl en cierto momento quiso seguir las enseñanzas de raíz de Quetzalcóatl; sin embargo, contra esa figurada o auténtica creencia, siguió haciendo la guerra al lado de sus aliados mexicas y no evitó jamás en Tezcoco la práctica de los sacrificios humanos hasta la hora de su muerte.

Esas dolorosas contradicciones entre lo que se dice y se hace, contra todo, lo volvieron ante mis ojos más humano, y por tanto, más verosímil como personaje literario.

La estructura de la novela la dividí en cuatro partes que son los cuatro puntos cardinales y representan cada uno emblemáticamente a un dios (Quetzalcóatl, Huitzilopochtli, Xipe-Tótec y Tezcatlipoca) y representan asimismo la niñez y juventud, la madurez espléndida, el declive reflexivo y la muerte, quizá por el agobio de los años, del gran señor de Tezcoco. En cada capítulo se describe la ceremonia del dios representado.

A Nezahualcóyotl, quizá con alguna razón, se le ha querido ver como hombre lo que Quetzalcóatl fue como dios. Tal vez sea lo que más se corresponde. Dos figuras extraordinarias del orbe náhuatl han perdurado entre nosotros como emblemas ardientes a través de los siglos: Cuauhtémoc, el último tlatoani, el extremo del combatiente heroico, y Nezahualcóyotl, el gran divulgador de la Toltecayótl, o en otras palabras, el gran civilizador.

De todo lo que he escrito, En recuerdo de Nezahualcóyotl es el libro que he querido más, del que me siento más cerca, un libro que cuidé en el detalle mínimo historia y mitos, poesía y símbolos, pero al cual lo persiguió desde el inicio la mala estrella. La editorial que lo publicó lo distribuyó mal, y cuando se agotó la primera edición (en mucho se debe a Carlos Montemayor, quien lo tomó como libro de texto), dijeron que no tenían intención de reeditarlo. En general los autores están casi inermes ante los gustos o las preferencias o los intereses o aun el estado de ánimo de los grandes editores comerciales.