Elena Poniatowska
Las enseñanzas de Torres Bodet /I
Además del estupor que causó el suicidio
de Jaime Torres Bodet, que se disparó un balazo en la sien frente
a su escritorio, recuerdo que Carito Amor de Fournier, consternada, me
dijo en tono de reproche: "No le dejó ni un recado siquiera a Josefina".
Josefina, su esposa, era una gordita callada y buena gente
que se iba de lado cada vez que se ponía de pie. Parecía
querer borrarse, y eso que fue esposa del mejor secretario de Educación
que ha tenido nuestro país. Embajadora de México en París,
figura de proa ante la UNESCO (su marido ha sido el único mexicano
presidente de la UNESCO), ocupó (como compañera de Torres
Bodet) los puestos más importantes imaginables en la política
y la diplomacia.
Cuentan que en su desesperación Jaime Torres Bodet
intentó una carta a sus amigos o a México o a la posteridad
o a la historia, y como no le salió dejó regados en torno
a su escritorio alrededor de diez o veinte bolitas de papel arrugado. Carito
Amor de Fournier me contó que Josefina le dijo: "Jaime estaba acostumbrado
a dar órdenes, y como no tenía a quien mandar, salvo a mí,
su existencia perdió todo sentido".
Torres Bodet y Josefina se reunían a celebrar el
14 de julio, todos los años de su vida, con Salvador Novo (que se
pitorreaba de él y decía: "Jaime no tiene vida, tiene biografía"),
Ignacio y Celia Chávez, Eduardo y Laura Villaseñor (quien
habría de traducir al inglés Muerte sin fin, de José
Gorostiza), Daniel y Emma Cosío Villegas y los médicos Martínez
Báez, que también habían sacado su doctorado en Francia.
Todos eran francófilos; degustaban quesos espléndidos
y brindaban con vinos franceses. Su francés era impecable, pero
nunca como el de Torres Bodet, que usaba verbos que deslumbraban a los
mismos franceses, quienes ya jamás los usaban: "que nous voulumes",
"que vous fites", "que nous decidames".
La crème de la crème
Estudiantes
universitarios, poetas, artistas, políticos y modelos de Vogue,
cubiertas de joyas y pieles, asistían a sus conferencias. Jacques
Prevert trataba de disimular su importancia en una fila de rostros anónimos,
pero sin lograrlo. Charles Béistegui acudía gustoso a la
embajada para posar sobre las grandes salas su ojo azul experto en descubrir
súbitas e imprevistas bellezas. Carmen Corcuera de Baron promovía
con gran encanto a Christian Dior, el rey de la moda francesa. Carmen Landa
de Béistegui y Jacques Béistegui decían que la comida
de la embajada era una verdadera delicia. Denise Bourdet, escritora y crítica;
Germaine de Beaumont, novelista amiga de Colette; Loli Larriviere, presidenta
de la Prensa Latina y el escritor Jules Romains eran habitúes
de l'ambassade du Mexique y de la revista Nouvelles du Méxique,
así como Edgar Gaure y Jacques Rueff, quienes eran atendidos por
Miguel de Iturbe, consejero de por vida de la representación diplomática.
Un mundo brillante de pensadores giraba en torno a la
embajada atraídos por la figura de su titular, Torres Bodet, quien
disertaba con igual maestría de literatura que de educación,
de política internacional que de su amistad con José Vasconcelos,
del que fue secretario en la UNAM cuando fue rector en 1921.
Se interesaba en la política exterior mexicana
y fue un buen secretario de Relaciones Exteriores en el sexenio de Miguel
Alemán, pero todos lo recuerdan como un extraordinario secretario
de Educación Pública durante el sexenio de Manuel Avila Camacho,
cuando "veinte millones de mexicanos no pueden estar equivocados". Recuerdo
que nos estimuló a todos para que enseñáramos a leer
y a escribir por lo menos a una persona a nuestro lado, y yo me ensañé
contra Magda, que nos cuidaba a Kitzia y a mí. Tenía nueve
años y era mucho peor que la señorita Secante. "No me dejes
tanta tarea niña, que no me da tiempo de lavar sus calcetines".
La huella que dejó Torres Bodet en la educación
del país fue tan honda que volvió a ser secretario de Educación
en el sexenio de Adolfo López Mateos. Para entonces había
escrito muchos libros de poesía como El corazón delirante,
Cripta, Fronteras, Margarita de niebla, Fervor... pero se le reconocía
mucho más como funcionario público que como escritor.
Miembro del Colegio Nacional, pertenecía a la
crème de la crème de México, y todos le rendían
homenaje.
La indolencia reduce la lucidez
Lo entrevisté en algunas ocasiones, pero la última
fue cuando publicó su poema Civilización y empezó
a perder la vista, cosa que lo deprimió bárbaramente. A casi
treinta años de distancia encuentro la entrevista tiesa y pomposa,
pero Torres Bodet era prosopopéyico; no echaba ni tantito relajo,
no había en él la coquetería lúdica de don
Alfonso Reyes o el sarcasmo de Salvador Novo ni los grandes ademanes histriónicos
de Carlos Pellicer. Seguramente me comunicó la idea que tenía
de sí, quizá a pesar de sí, y me dediqué a
tallarlo en mármol para la posteridad.
Entonces escribí: "Conmueve don Jaime Torres Bodet.
Conmueve su entereza ante el dolor, su inconmensurable capacidad de trabajo,
su espiritualidad, su señorío, su rigor. Conmueve su inteligencia
que nos va rayando el alma como el diamante raya a las piedras menos nobles.
-Don Jaime, mi primera pregunta le parecerá quizás
comprometedora, pero hace tiempo que tenía intención de hacérsela.
¿Cree usted que su entereza y su integridad de hombre reflejan,
de alguna manera, su producción de escritor?
-En efecto, su pregunta me desconcierta. Y me desconcierta
por el elogio que implica para virtudes que no sé si realmente poseo.
¿Entereza? ¿Integridad?... Siempre quise alcanzar tales cualidades.
Sin embargo, a menudo, el menor dolor suele deshacer el equilibrio obtenido
por quien se imaginaba ya dueño de sí. No me refiero, en
estos momentos, a los dolores llamados físicos, sino a otros que
-por la resonancia que tienen en todo el ser- no podríamos llamar
exclusivamente morales.
''Pero no pienso que se haya usted molestado en venir
a verme para que comentemos mis propias incertidumbres. Tomemos, por lo
pronto, lo que usted tan amablemente calificó de entereza por una
simple voluntad de entereza, y lo que usted menciona como integridad por
un anhelo sincero de integridad''.
-Bueno, doctor, puesto que usted lo prefiere tomemos las
cosas así. No obstante, quisiera insistir en el fondo de mi pregunta.
-Le confieso que ahora me siento más libre para
examinar la cuestión. Y permítame principiar recordando a
un clásico. ¿Quién no ha citado, alguna vez en la
vida, la frase célebre: el estilo es el hombre mismo? A pesar de
la reiteración de la cita, la fórmula continúa siendo
certera. En cuanto he escrito (por lo menos durante los últimos
30 años), he aspirado a ser claro, aunque la claridad me obligase
a parecer redundante. Y, según lo ha dicho algún crítico
amigo, a extremar a veces la explicación.
''De todos modos estimo que la claridad es un deber en
literatura, como la cortesía lo es en el trato humano. Ahora bien,
claridad supone equilibrio. Y el equilibrio exige una valoración
incesante de cada frase, de cada término, y, por consiguiente, de
las ideas que en esos términos y esas frases tiene que resumir''.
-Eso, de lo que usted habla, ¿es lo que algunos
designan como difícil facilidad?
-No estoy seguro de que lo sea. Porque ser claro no es,
por cierto, cosa muy fácil. Y puede que sea mejor así, pues
la excesiva facilidad pudiera inducirnos a la indolencia. Y la indolencia
-tarde o temprano- acabaría por reducir nuestro margen de lucidez.
No deberíamos decir sino lo esencial. Pero, ¿dónde
principia -y dónde concluye- la esencia de un sentimiento?... Cuanto
más avanzamos en el estudio de nuestro oficio, más advertimos
que el problema fundamental radica, precisamente, en averiguar cuál
es la esencia de lo que pretendemos decir; dónde está lo
efímero, lo episódico, lo superfluo; qué teoría,
en cambio, por sólida que parezca, entraña solamente un esguince,
una digresión.
-Entiendo, doctor, que está usted refiriéndose,
preferentemente, a las obras en prosa. ¿Y los versos?
-Lo que digo acerca de la prosa lo digo también
de la poesía. Desde el punto de vista de la exigencia literaria,
no establezco una frontera muy rígida entre las obligaciones del
poeta y las del prosista, como no sea el prosista un Monsieur Jourdain,
quien (¿se recuerda usted?) ya encontrándose en plena madurez
se dio cuenta un día, y no sin satisfacción, de que, sin
saberlo, había hablado toda su vida en prosa...
''El prosista, al igual que el poeta, ha de sentir que
su compromiso más alto es el que intenté examinar, en determinada
ocasión, al iniciar un ciclo de conferencias sobre Stendhal, Dostoievski
y Pérez Galdós. Este compromiso consiste, a mi juicio, en
que el autor consagre su libertad a una tarea constante e imprescindible:
el dominio de lo inefable. Esto es: la revelación de lo que existe
en cada uno -todavía oscuro e inexpresado-, pero que ansía
integrarse ya a la verdad de lo conocido. El que se expresa -si lo hace
con honradez- libera múltiples energías que, de otro modo,
podrían esclavizarlo''.
A mi madre le debo todo
-Don Jaime, he encontrado en alguna parte esta frase suya:
"Desde chico me había enseñado mi madre a preferir las dificultades
a los placeres, las privaciones a los excesos..." Le aseguro que me interesaría
saber qué resultados tuvo, en su labor literaria, la actitud espiritual
que esa frase consigna.
-Le agradezco mucho que se haya usted tomado el trabajo
de encontrar esa frase sobre la educación que me dio mi madre. Y
se lo agradezco tanto más cuanto que estoy convencido de que, si
algo vale en mí, por poco que sea, a ella se lo debo. Veló
con admirable perseverancia sobre mis aprendizajes, mis aficiones y mis
lecturas. Y lo que más me sorprende ahora es considerar que esa
vigilancia suya no se ejerció en términos absolutos. Y, mucho
menos, limitativos. Mi madre cultivaba la pedagogía del estímulo,
no la de la sensación. Me alentaba en lo que ella creía bueno
y valioso o justo. Ese aliento me alejaba insensiblemente de lo demás.
Y me alejaba de lo demás con mayor eficacia que una serie de prohibiciones
y de censuras. No restringió nunca mi libertad. Le bastó
guiarla.
-¿Pero qué reflejo queda de todo ello en
su producción de escritor?
-Por lo que atañe al sentido profundo que mi madre
tenía del deber, el espectáculo de su vida me inclinó
a sentir, desde muy pequeño, la necesidad de una disciplina. No
la disciplina exterior, que impone el magister dixit, sino aquella
-en ocasiones mucho más dura- que se impone uno a sí, para
llegar a ser lo que anhela ser.
-Siempre he pensado que la verdadera libertad no se hereda.
La verdadera libertad tiene que conquistarse. Y no se conquista nunca sin
la subordinación voluntaria a un método y sin la aceptación
moral de una disciplina.
-Esto, que la vida cívica nos demuestra en todas
partes y a todas horas, es aplicable también al trabajo del escritor.
Todos nacemos. Y, a partir de ese instante, todos tenemos que construirnos.
Lo que traemos, al nacer, constituye -a lo sumo- una buena, mala o mediocre
materia prima: piedra o mármol, que es preciso pulir -y labrar-
si queremos darle una forma exacta.
Cátedra de modestia
-Lo que usted dice, don Jaime, en términos generales,
tiene sin duda sus excepciones.
-Formula usted una hipótesis discutible. Los hombres
que parecen mejor dotados poseen, posiblemente, aptitudes de que carecen
sus semejantes. Pero esas mismas aptitudes se frustrarían si no
las configura el trabajo y no las perfeccionara el sentido crítico.
Por pobre que sea un espíritu -o por opulento que lo juzguemos-
ha de aprender, con los años, a actuar simultáneamente, como
maestro y discípulo de sí. Nos enseñan mucho los libros
de los demás; pero nada nos enseña tanto como advertir los
errores en que incurrimos, al redactar nuestras propias obras. Cuando reconocemos
tales errores nos damos cuenta de lo mucho que nos faltaba cuando escribíamos
esas obras. Y comprendemos, también, que siempre algo nos faltará;
pero que semejante carencia puede amenguarse con el rigor, merced al esfuerzo
y en el esfuerzo. El orgullo debería ser sometido cada mañana
a una cátedra de modestia.
La auténtica libertad
-¿Cree usted que esa cátedra de modestia
sería útil para todas las edades?
-Sí, pero acaso sería más provechoso
en la juventud. A la supuesta libertad del artista (que, a menudo, sólo
es jactancia), tendrá que sobreponerse la honda, la responsable,
la auténtica libertad. No la que trata de izar, en quién
sabe qué mástil de vanidad, la bandera de un egoísmo,
sino la que los hombres postulan, como garantía indispensable para
dedicarse a cumplir lealmente con su deber. Porque, sin el cumplimiento
consciente de nuestros deberes, no habría libertad que no terminase
por defraudarnos, ni impulso que no acabara por convertirse en ambición
de dominio y de primacía.