La Jornada Semanal,  5 de mayo del 2002                         núm. 374
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EL EXPRESSO GLASS

César G. Romero

Casi siempre, la música de Philip Glass me hace evocar trenes. Escuchar la mayoría de sus obras me remite a la experiencia de transportarse en un vehículo de avance vibrátil, veloz, masivo, prácticamente imparable. Y no es sólo porque su obra haga evidentes y reiteradas referencias, como en "Song núm. 1 from Iron Horse" de Hydrogen Jukebox, en "Train 1" de Einstein On The Beach, o en la célebre banda sonora Powaqqatsi, sino además porque sus composiciones comparten con las locomotoras una inquietante sonoridad repetitiva, una mecánica impecable y la inequívoca potencia que abre extensos territorios a la exploración.

Tal vez tenga que ver con la niñez del compositor transcurrida en Baltimore, concurrido punto de cruce ferroviario, o con los dramáticos andenes de París, ciudad donde estudió bajo la tutela de la legendaria Nadia Boulanger. Más probablemente, sus piezas deben estas resonancias a las búsquedas que Glass inició en los años sesenta en los terrenos del minimalismo y la repetición, con el fin de dar a la música formal un cauce apartado de la tradición y las escuelas estéticas occidentales. No en balde una de sus grandes influencias manifiestas es Ravi Shankar, con quien en diversos grados de cercanía trabajó durante esa década y la siguiente, sumergiéndose en las estructuras de la tradición musical india. Probablemente es de esa época de donde data la mayor parte de los hallazgos estéticos de mucha de su obra posterior: una división del tiempo distinta a la propuesta por las corrientes dominantes en la academia de la posguerra, la elaboración obsesiva de ciclos evolutivos y la construcción de la "complejidad dentro de la simplicidad", características de la mayoría de sus composiciones.

Sin embargo, decir que Glass es minimalista es, cuando menos, una simplificación. Si bien se le consigna entre los cuatro fundadores de esta corriente musical (junto con La Monte Young, Terry Riley y Steve Reich), Glass logró digerirla y trascenderla con relativa rapidez. De hecho, a su música se le clasifica de muchas formas, en categorías tanto académicas como mercadotécnicas que van desde trascendental a mística, hipnótica, etcétera. Lo que indiscutiblemente unifica a sus pieza es ese transcurrir cíclico que despierta, en un escucha atento, la idea de engranajes en una sincronía perfecta dentro de su heterodoxia. Habrá, desde luego, a quienes en lugar de trenes la música de Glass haga pensar en mecanismos de una relojería capaz de medir lapsos en sutil pero constante cambio, o en sistemas planetarios cuya lógica de movimiento es evidente sólo desde una perspectiva muy alejada, o en un ballet acuático dedicado a metamorfosear una figura en otra mediante evoluciones perfectamente orquestadas. Pero esto sólo confirma que, más allá de toda etiqueta, Glass tiene un especial don para cifrar potentes visiones/imágenes en sus notas.

Philip Glass se considera a sí mismo un compositor teatral (concibiendo al cine, la danza o la ópera como formas teatrales). En tal carácter, y sobre todo en los veinticinco años más recientes, el compositor, nacido en 1937, ha entendido, como ningún otro autor "serio" contemporáneo, la compatibilidad de la música con otras expresiones del arte, sus posibilidades de articulación con lo visual y lo dramático. Glass tiene una comprensión integral del arte y la representación, pues concibe a su música como protagonista, sí, pero también como parte de un todo, y ha encontrado las compuertas para articularla eficazmente con otras expresiones como el performance, la danza, el teatro y el cine.

Consecuencia natural de esta inclinación por lo visual ha sido la gira mundial Philip On Film, en la cual Glass ejecuta con su Ensamble en vivo las bandas sonoras durante la proyección de las cintas correspondientes: Shorts (para cortos de Atom Egoyan, Peter Greenaway, Shirin Neshat y Michal Rovner), Powaqqatsi (Godfrey Reggio, 1988), La Belle et la Bête (Jean Cocteau, 1983), Botones de muestra de una amplia trayectoria (también musicalizó Kundun (Martin Scorsese, 1997); The Truman Show (Peter Weir, 1998), y Mishima (Paul Schrader, 1985, entre muchas otras), estas cinco cintas evidencian cómo Glass ha logrado redefinir el papel de una banda de sonido más compleja, capaz no sólo de acompañar imágenes, sino de completar el discurso visual, agregando intensidad a las emociones del auditorio y constituyéndose, finalmente, en un discurso autosuficiente. Esta eficiencia se basa en la convicción del compositor de que la música es una fuerza narrativa esencial, supuesto que sólo puede materializarse gracias a un conocimiento amplio del arte en general y al rico sistema de ideas del autor (quien, dicho sea de paso, en sus óperas ha tocado con visión aguda una amplia gama de temas que van de la teología y la filosofía hasta la crítica del sueño americano y la sociedad occidental).

En cualquier caso, ya sea que le recuerde trenes, relojes imposibles o planetas de lógica semioculta, la música de Glass sobresale en el desabrido panorama musical internacional por su rara lucidez y por su enorme, indiscutible, potencial de evocación visual.