La Jornada Semanal,  5 de mayo del 2002                         núm. 374
 el cuento del domingo

Música para dos hermanos

Hernán Lara Zavala

En este cuento trazado con un estilo que no se aleja ni un instante de la aparente sencillez que suelen tener las situaciones cotidianas, Hernán Lara Zavala centra nuestra atención en una prenda que se convierte en el símbolo de un sordo y silencioso antagonismo familiar. Los personajes parecen esperar el destino con resignación, pero el autor, habilidosamente, deja la historia donde en realidad todo está por comenzar.

Se bajaron del camión en el Zócalo y caminaron por la calle de Brasil rumbo a la Secretaría de Educación Pública. Una fina llovizna caía sobre la ciudad a esa hora de la mañana, lo que les hacía avanzar con paso acelerado, las manos en los bolsillos, el cuello del saco azul marino levantado. Ramón, el más grande, tenía quince años, era robusto, de cabello y ojos negros, con una hendidura en la barbilla. Caminaba en silencio, ensimismado, como si lo embargara una gran preocupación. Miguel Ángel, el menor, rubio, de ojos azules y muy delgado, hablaba y hablaba a pesar del poco caso que le hacía su hermano.

–¿Cuánto crees que nos den?

–Quién sabe.

-¿Nos alcanzará para un tocadiscos?

–Lo que sea es bueno.

–Quién quita y hasta podemos comprarnos unos discos.

–Lo dudo.

–¿Pero si nos alcanza compramos el tocadiscos?

–Primero vamos a ver cuánto nos dan.

–Claro que tendría que ser pequeño, de esos baratones.

–Mejor ni nos hagamos ilusiones.

–Soñar no cuesta nada, ¿no crees?

Ramón ya no contestó. Siguió andando sin volverse a mirar a su hermano. Llegaron hasta la calle de Donceles y dieron vuelta para entrar a la calle de Argentina. La lluvia arreció. Se pegaron a la pared y aceleraron el paso. Tan pronto llegaron al edificio, donde nunca en su vida habían estado, preguntaron por el auditorio al que se dirigieron de inmediato. Una edecán en la entrada les indicó dónde sentarse. Cada quien ocupó su lugar, Miguel Ángel con los estudiantes distinguidos de primero de secundaria. Ramón con los de tercero.

Cuando llegaron a casa su madre los aguardaba.

–¿Cómo les fue?

–Muy bien –contestó Miguel Ángel–. Además del diploma nos dieron trescientos pesos.

–¿A cada uno?

–A cada uno.

–Oye ¡qué fabuloso! ¿Y los saludó el Presidente?

–¡Claro! Él entregó los diplomas.

–A ver, déjenmelos ver.

Ambos le tendieron sus pergaminos.

–No saben qué orgullosa me siento. Ya verán qué alegría le va dar a su papá cuando llegue. Por cierto, ¿qué piensan hacer con el dinero?

–Vamos a comprar un pequeño tocadiscos para la casa –contestó Miguel Ángel–, ¿o no, Ramón?

–Si nos alcanza.

–Creo que ya es hora de que tengamos un tocadiscos, ¿no? Ramón para su música clásica y yo para mis discos de rock.

–¿Un tocadiscos?... Bueno, yo no lo había pensado... pero claro... ustedes ya están en edad de escuchar música...

–Y si nos alcanza capaz de que me compro hasta un disco de Los Beatles y tú Ramón el que te gusta de Mahler.

–Está muy bien lo del tocadiscos, pero ¿ya pensaron que estamos en plena época de lluvias y que papá no tiene ni siquiera un paraguas? ¿Se han fijado cómo llega del trabajo?

–Cuando llega –contestó Ramón.

–No seas irrespetuoso, hijo –contestó la madre–, ustedes no tienen derecho a juzgar a su padre. Pero, ¿a poco no es cierto que en esta época llega todas las noches hecho una sopa?

–Porque en lugar de venirse a la casa se va con sus amigos –volvió a decir Ramón.

–Bueno, así es el trabajo de los periodistas, qué le vamos a hacer...

–Pues ya podría ser un poco más responsable si no con nosotros cuando menos contigo. ¿Te acuerdas del día que tuvimos que salir a buscarlo toda la noche de cantina en cantina?...

–Ya, ya, no exageres –intervino Miguel Ángel–. Eso pasó sólo una vez...

–De las que tú te acuerdas...

–Bueno, su padre es un poco bohemio pero no es de eso de lo que estamos hablando –intervino su madre–. Lo que quería proponerles es que aprovechemos el dinero que les dieron por su desempeño como estudiantes para que le compremos una gabardina. ¿Cómo la ven?

–¿Y el tocadiscos? –protestó Miguel Ángel.

–Si hemos vivido sin música hasta ahora no veo por qué no podemos esperar un poquito más. Seguro que el año que viene vuelven a ser los mejores y entonces podrán comprarse hasta uno mejor. ¿Qué dices Ramón?

–Como quieras...

–Oye, pero si ya lo habíamos decidido –intervino Miguel Ángel.

–Cállate –dijo Ramón secamente–. Haremos lo que diga mamá.

–Papá es muy bueno. Tiene sus defectos, como todos. A él le gusta reunirse con sus amigos y tomarse sus copetines, es cierto. De vez en cuando se le pasan las cucharadas pero a ustedes los adora y está muy orgulloso de que sean tan buenos estudiantes. De ti Ramón se precia de que siempre has sido muy responsable: el más aplicado de la clase, sin necesidad de que nadie te ayude, con gran facilidad para la química, la física, las matemáticas y el inglés que a la mayoría tanto trabajo les cuestan. Y además eres tan serio. Nunca hemos sabido dónde adquiriste el gusto por la música clásica. De ti Miguel Ángel tu padre se siente orgulloso porque aunque los estudios te cuestan más trabajo eres muy disciplinado, machetero como dicen, y tienes una enorme facilidad para la literatura. No en balde siempre has ganado los concursos de declamación. Además tu carácter es más alegre que el de Ramón. Pero eso sí recuérdenlo bien: todas esas cualidades se las heredan directamente a él. A mí sus amigos me comentan todo el tiempo que con esa inteligencia si tan sólo hubiera sido un poco más ordenado... No creo que sea mucho pedirles que hagan un esfuerzo y le compremos esa gabardina, la necesita...

–De acuerdo –dijo Miguel Ángel de mala gana–. Pero conste que el año que entra compramos el tocadiscos pase lo que pase.

–Seguro que van a volver a ganar –dijo la madre.

–¿Qué les parece si aprovechamos y vamos a comprarla de una vez?

–Ahí está mi dinero –dijo Ramón– pero yo no voy. Tengo que hacer.

–No te preocupes, vamos Miguel Ángel y yo, ¿verdad Miqui?

–¿A dónde?

–Conozco una tienda en San Juan de Letrán que vende unas gabardinas muy bonitas –dijo la madre.

Eran apenas la siete de la noche cuando escucharon el sonido de la cerradura de la puerta de entrada y vieron aparecer a su padre. Había llegado temprano.

–¡Hola, hola! ¿Cómo están?

–¡Ay qué bueno, ¿no te ibas a ir hoy con tus amigos?

–Bueno sí, pero ando un poco mal de dinero... así que preferí venir a casa.

–Mira –dijo la madre tendiéndole los diplomas.

–¿Qué es eso?

–Los diplomas de los mejores estudiantes del año.

–Muy bien, muy bien –contestó el padre mirándolos a vuelo de pájaro. Los depositó sobre la mesa del comedor y se sentó.

–¿Cenamos?

–Pero velos –intervino la madre–, se los entregó personalmente el Presidente.

–¿Había muchos niños? –preguntó él mientras se ponía las gafas para observar los diplomas.

–Estudiantes de toda la República –contestó Ramón– más de quinientos.

–Ahorita sirvo la cena –dijo la madre–. Pero antes te tenemos otra sorpresa.

–Qué.

–Dénsela, muchachos –los conminó la madre tendiéndoles la caja.

Los hermanos tomaron la caja, uno por cada extremo, y se la entregaron a su padre.

-¡Vaya, vaya! ¡Una gabardina! Siempre había tenido ganas de una.

–¿No se los dije? –comentó la madre mirándolos–. Te la regalan tus hijos. Con el dinero que les dieron por el desempeño en sus estudios.

–Gracias –dijo el padre palmeándolos en la espalda–. Me la voy a probar a ver cómo me queda.

Era una gabardina clásica, estilo trinchera, de color beige. A pesar de su gordura el padre se veía elegante, distinguido. Se fue hacia la recámara para mirarse en el espejo grande que estaba tras la puerta del baño.

–Fabulosa –dijo cuando regresó con ella puesta–, muchas gracias. La voy a estrenar hoy mismo.

–¿Pero no vas a cenar? –preguntó la madre.

–Iba –dijo él–, pero ya que me regalaron esta gabardina no puedo dejar de presumírsela a mis cuates. No se me vayan a ir. Les va a dar una envidia...

–No vayas a llegar tarde.

–No te preocupes.

–Despídanse de su papá muchachos.

–Buenas noches –dijeron los dos al unísono mientras oían que se cerraba la puerta.

Serían las seis de la mañana cuando Ramón despertó. Se volvió hacia Miguel Ángel y vio que todavía estaba profundamente dormido. Ramón se levantó descalzo y se acercó sigilosamente a la recámara de sus padres. Pegó el oído y luego, con mucho cuidado, giró la perilla de la puerta. Por la hendidura vio que su madre dormía aún. Sola. Su padre no había llegado en toda la noche. Regresó a su recámara y se acostó. Permaneció un buen rato con la nuca apoyada sobre sus manos entrelazadas, mirando hacia el techo. Intentó volverse a dormir pero ya no pudo. Así que decidió levantarse y meterse a bañar.

Se vistió, se arregló y fue a la cocina a prepararse el desayuno. Sacó un par de hue vos, un jitomate, una cebolla, chile y un bote de leche del refrigerador; encendió la estufa y puso la sartén al fuego; picaba un poco de jitomate, cebolla y chile cuando escuchó que se abría la puerta del departamento. Atento, apagó la estufa y, sin salir de la cocina, se asomó por la ventanilla. Su padre entró dando un portazo, riendo consigo mismo, con el cabello despeinado, los ojos irritados y dando tumbos hacia su recámara. Venía sin la gabardina.