Jornada Semanal, 12 de mayo del 2002                 núm. 375
Enrique López Aguilar
NUEVAS MODALIDADES
DE “HOLOCAUSTO”

La palabra "holocausto" procede del griego y significa "donde se quema completamente a la víctima"; está registrada en castellano hacia 1625, procedente del adjetivo latino holocaustus que, con el mismo significado, aparece en san Cipriano desde la primera mitad del siglo III. Fuera del ámbito ritual (hecatombes y holocaustos se describen en la Ilíada y la Biblia, por ejemplo), el holocausto ha sido una de las maneras favoritas de exterminar humillantemente a quien se considera un enemigo político, ideológico o étnico: herejes, brujas, cismáticos, los sospechosos de ser judaizantes, varios indígenas americanos, así como los libros prohibidos y los códices, sufrieron el desbaratamiento con fuego por parte de la Iglesia, empeñada en torturar el cuerpo y el alma de los condenados al negarles la resurrección de la carne, y en lograr el estrago de obras que, inquisitorialmente, se consideraban peligrosas.

Un gran porcentaje de las víctimas de las cámaras de gas, durante el régimen nazi, terminaron en los hornos crematorios: ambas fueron soluciones "higiénicas" ideadas por Himmler para evitar la depresión en quienes no toleraban las muertes masivas a sangre fría y para deshacerse de miles de cadáveres. Entendido así, el holocausto no ha sido un ejercicio exclusivo de la Iglesia y el nazismo, ni algo padecido sólo por judíos, herejes o disidentes: en la Historia se encuentran demasiados ejemplos que comprueban la universalidad de una infamia en la que, además del fuego, la tecnología y la destrucción "científica" y sistemática, también balas, machetes, palos, cuerdas de piano y sogas han servido como instrumentos suficientes para acabar con el otro; asimismo, la palabra describe una manera de ser destruido, pero no alude a la cantidad de muertos, eficiencia escandalosa de los crímenes nazis.

Los horrores europeos acontecidos entre 1933 y 1945 logran que las palabras no alcancen para describirlos. Las víctimas de los nazis fueron numerosas, de todas las nacionalidades, y fueron arrasadas de muchas maneras: la población civil de cada ciudad que fue bombardeada por aire con el fin de "disuadir al enemigo", o diezmada con intenciones de castigo, los miles de gitanos que fueron exterminados junto con los seis millones de judíos, y los veinte millones de soviéticos muertos… En el caso de las víctimas del nazismo no debería hablarse de "holocausto" (una forma de morir, cremar cadáveres), sino de genocidio (un número incontable de exterminados), producto de acciones bélicas y paralelas a éstas en el que el cálculo del número total de muertos sigue superando el indignado asombro. Casi parece razonable verificar que, por la Ley del Talión, algunos de los jerarcas nazis hayan terminado en sendos holocaustos para que sus cenizas fueran dispersadas en lugares incógnitos. Al historiar el antisemitismo, ilustra saber que Hitler es un epígono de san Ambrosio (padre de la Iglesia, obispo de Milán, hombre culto que sabía leer de manera silenciosa, "inventor" de los himnos ambrosianos, maestro de san Agustín), quien, durante el imperio de Teodosio, instigó el primer incendio de una sinagoga en Kallinikon (hoy Raqqa), en 388, prefigurando la Kristallnacht: el santo declaró haber dado la orden (certe quod ego illis mandaverim) y que los judíos eran merecedores de muerte (Judæi digni sint morte).

El genocidio nazi no tiene apellidos: su violencia tocó a toda la humanidad y eso lo vuelve paradigmático en el siglo XX; por eso, pareciera disculpar los "errorcillos" y "excesos" de quienes no han alcanzado sus cuotas millonarias aunque hayan incurrido en actos semejantes. ¿Qué tanto es tantito? Allí están las víctimas de la democracia estadunidense a través de las dictaduras militares de los años sesenta y setenta, los judíos y disidentes soviéticos exterminados en los gulags estalinistas, los negros asesinados y torturados por el Ku Klux Klan, los indígenas perseguidos por las guardias blancas, la masacre de tutsis por los hutus en África, el genocidio de croatas y musulmanes en lo que fue Yugoslavia, la muerte y tortura de palestinos por el ejército de Israel…

Nadie tiene disculpa, no importa que se aleguen conflictos "históricos" o meras desavenencias entre vecinos, no importa no alcanzar el "refinamiento" nazi. En todos los casos mencionados, existe un grupo más fuerte que, por razones de Estado, raza o ideología, se arroga el derecho de "higienizar", segregar o acabar con otro. No hay disculpa para los muchos victimarios ni consuelo para las incontables víctimas: el Estado de Israel fue resultado del genocidio nazi y del sentimiento de culpa de las potencias aliadas que, para resarcir a los judíos, lo crearon en territorio donde, centenariamente, hubo asentamientos árabes; lo que escandaliza en el conflicto entre dicho Estado y los palestinos es el hecho de que, poco más de medio siglo después de la derrota nazi, Israel reproduzca fórmulas de intolerancia y represión cuando debería ser modelo de lo contrario, puesto que los judíos han sido víctimas de tanta violencia.

Indignarse por los crímenes contemporáneos del ejército israelí no es señal de antisemitismo, ni conmoverse ante los jóvenes palestinos que oponen piedras contra tanques equivale a la convocatoria de un pogrom (de igual manera, la crítica de Pinochet no significa antichilenismo, ni la condena de la guerra de Vietnam, antinorteamericanismo): el Mundo no debería ser un campo maniqueo donde la defensa de ciertos principios se lea caprichosamente como polémica de filias y fobias, implicándose una declaración de odio contra el signo contrario y su respectivo linchamiento. Entre los extremos de memoria, olvido y nunca más, por ejemplo, la Iglesia no debe considerar borrados sus crímenes milenarios sólo porque el Papa haya pedido perdón por ellos, pero ninguna etnia debe considerarse con derecho a ejercer violencia en contra de otra por haberla sufrido previamente. Esto, en castellano, se llama racismo.


Más palabras israelíes

He leído en el periódico Ha’aretz una entrevista con el brigadier Dov Zadka, director de la administración civil del ejército en los territorios ocupados. Leí cómo otorga permisos a sus soldados para que destruyan los sembradíos palestinos, cómo sus oficiales se vuelven hiperactivos y destruyen el doble de lo que se les había autorizado.

Yigal Shohat, coronel retirado del ejército israelí.
Se podría considerar a nuestro ancestro Abraham como el primer objetor de conciencia del castigo colectivo por su rechazo a participar en ello. Se arriesgó a ser castigado por Dios cuando trató de disuadirlo por Su intención de castigar colectivamente las ciudades de Sodoma y Gomorra. Su argumento está en el Génesis: "¿Así que vas a borrar al justo con el malvado? Tal vez haya cincuenta justos en la ciudad. ¿Es que vas a borrarlos, y no perdonarás a aquel lugar por los cincuenta justos que hubiere dentro? Tú no puedes hacer tal cosa: dejar morir al justo con el malvado y que corran parejas el uno con el otro. Tú no puedes." (Génesis, 18:24-25)
Shamai Lebowitz, abogado y graduado de la Yeshivat (escuela religiosa) Har Etzion
Nosotros, oficiales y soldados combatientes de las Fuerzas de Defensa del Estado de Israel, que fuimos educados en los principios del Sionismo, del sacrificio y de entrega a la gente de Israel y al Estado de Israel, que hemos servido en el frente, que fuimos de los primeros en llevar a cabo cualquier misión, ligera o pesada, para proteger y reforzar el Estado de Israel […]

Nosotros no continuaremos peleando más allá de las fronteras de 1967 para dominar, expulsar, matar de hambre y humillar a un pueblo entero.

Nosotros, por medio de la presente, declaramos que seguiremos sirviendo en las Fuerzas de Defensa en cualquier misión que sirva a la defensa de nuestro país.

Las misiones de ocupación y opresión no son en defensa de nuestro país –y no serviremos en ellas.

Carta de los combatientes israelíes que se niegan a servir en el conflicto. El número de oficiales firmantes encerrados en la Prisión Militar número seis en Athlit, era, hasta el 25 de abril, cuatrocientos cuarenta y tres.
Te acostumbras rápido, y a muchos llega a gustarles. ¿Dónde más puedes salir a patrullar, es decir, a caminar por las calles como un rey, a agredir y humillar a los peatones hasta quedar satisfecho, hacer atrocidades con tus camaradas y al mismo tiempo sentirte un héroe que defiende a su país? […] Durante un tiempo no pude creerme el asunto del "heroísmo". Pero cuando me convertí en sargento y estuve al mando, algo cambió en mí. Sin pensarlo me convertí en el soldado perfecto de la ocupación. Arreglé cuentas con "principiantes" que no me mostraron el respeto suficiente. Rompí los documentos personales de hombres de la edad de mi padre. Golpeé, hostigué y di mal ejemplo –todo en la ciudad de Kalkilia, apenas a tres millas de donde viven mis abuelos. Y no, no fui una aberración. Fui la norma.
Testimonio de Asaf Oron, sargento mayor de la brigada Giv´ati y uno de los firmantes originales de la Carta de los Combatientes. (El texto completo de este testimonio se puede leer en inglés o en hebreo en la dirección www.seruv.org.il)
La ley de Bélgica hace posible el enjuiciar a quienes violen los acuerdos de la Cuarta Convención de Ginebra, que regula la protección de los civiles en las guerras y más específicamente, de los civiles bajo ocupación. Los primeros en ser juzgados por estas leyes fueron ciudadanos de Ruanda, lo que causó cierta incomodidad, pues Ruanda fue una colonia belga. Es bajo esta ley que el caso en contra de Ariel Sharon se está llevando a cabo en Bruselas. La ley belga es muy clara en cuanto al derecho de inmunidad, o la ausencia de ésta, a pesar de que Sharon es Primer Ministro. El asunto que se discute, también en Bruselas, es si esta ley tiene una jurisdicción retroactiva. Pero debe mencionarse que el primer y más importante antecedente internacional de este tipo de juicio se creó en Israel, específicamente cuando se llevó a cabo el juicio contra Eichmann. El precedente de jurisdicción retroactiva se estableció cuando las cortes israelíes asumieron el derecho a juzgar a una persona por actos cometidos mucho antes de que la Ley para Enjuiciar a los Nazis y sus Colaboradores fuera creada, de hecho, antes de que existiera el mismo Estado de Israel.
Doctor Eyal Gross, Facultad de Derecho de la Universidad de Tel Aviv, acerca del juicio en contra de Ariel Sharon pendiente en las cortes belgas, por el cargo de genocidio.
Si consideramos lo que está sucediendo en los territorios ocupados, debía haber un número considerable de observadores internacionales. Pero no hay observadores. Y no vendrán porque se abusa del sentimiento de culpa del Occidente cristiano. Cuando los procesos contra Sharon comenzaron en Bélgica, ¿cuál fue su reacción? "Esto va en contra mía. Esto es contra Israel, contra los judíos, contra todas las generaciones judías por venir." […] Nuestro gobierno está cometiendo crímenes de guerra.
Shulamit Aloni, ex ministro de Educación y dirigente del partido Meretz.

Noé Morales Muñoz
LA GAVIOTA

Mucho tiempo tomaría el dar con algún otro autor con tan poca y tan mala suerte en el ramo de las interpretaciones de su obra como Antón Pavlovich Chéjov. Merecedor de una gigantesca y delirante cadena de sambenitos post mortem, al dramaturgo y cuentista ruso se le atribuyen tantas cosas que no sería descabellado especular sobre el número de veces que, desde su muerte en un balneario hace ya casi cien años, el médico rural devenido cuentista y dramaturgo se ha revolcado en una tumba seguramente mucho más apacible que los universos personales que creó en vida.

La leyenda atribuye el inicio de esta monumental procesión de malentendidos a una de las asociaciones artísticas trascendentales en la historia del teatro en el siglo xx: la del tan denostado Chéjov con otro personaje también blanco de controversias: Konstantin Stanislavski. El propio autor de El jardín de los cerezos llegó a reconocer que la sordidez y gravedad tradicionalmente atribuidas desde entonces a sus obras trastocaron sus intenciones originales: más de una de ellas, supuestamente crepuscular, fue pensada como comedia que, si bien dotada de trasfondos sustanciosos que cancelaban toda posibilidad de ligereza, no implicaba necesariamente una lectura grave del tratamiento que daba a su galería de seres grises y frustrados, tan proclives a la mediocridad.

Por esta razón se entiende la intención de Iona Weissberg de combatir un poco este prejuicio tan difundido en su puesta en escena de La gaviota, de reciente estreno en el Teatro El Galeón. Ya desde el programa de mano, que recopila citas ad hoc tanto del autor como de estudiosos de su obra, la directora se encarga de anunciar su propósito de centrar una buena parte de su esfuerzo en el apuntalamiento de un matiz tan soslayado en el caso del dramaturgo ruso: la ironía y el sarcasmo (quizá más claros en su obra narrativa que en la dramática) con que retrató para siempre los componentes esenciales del momento histórico en el que se desenvolvió. La convulsionada, paradójica y contrastante Rusia de entre siglos, a caballo entre la modernidad y la tradición atávica, entre las ideas que refrescaban a Europa y la inmutable herencia centroasiática, funciona como el contexto idóneo y natural puesto al servicio de su teatro de medio tono, el teatro de la contención de emociones, el teatro de lo implícito, lo simbólico y la extra escena como alternativas a lo diáfano, a lo previamente digerido, a lo hecho explícito hasta la saciedad.

Por todo esto, no resulta difícil localizar esa faceta corrosivamente humorística en La gaviota. Por un lado, la lastimosa obstinación de Kostia, escribano sin talento, no por sobresalir en el ámbito de la literatura, sino por tomarse tan en serio ese proyecto; la incapacidad de Nina para reconocer en sí misma otra incapacidad: la de actuar; los excesos megalomaníacos de Irina, la actriz cuyo declive interno desmiente la turgencia de su exterior. Seres asidos a la negación de un fracaso tan inminente como brutal.

Tal vez sea la naturaleza interna de los conflictos ubicables tanto en la trama como en las múltiples subtramas de la obra lo que impida que la idea de Weissberg llegue al mejor de los puertos posibles. El medio tono con el que Chéjov barniza el ritmo de su dramaturgia, la enorme carga discursiva con la que han de lidiar los parlamentos de los personajes, lo largo y descriptivo de los diálogos, entre otros componentes, condicionan a priori el tempo de la escenificación, que se contrapone terminantemente al que suele caracterizar a la comedia. Sin hacer una adaptación libre o paráfrasis del texto dramático, Weissberg apuesta por soluciones quizás igualmente arriesgadas: concede libertades de interpretación, casi todas tonales, a los componentes de su elenco.

El problema principal, entendiendo esta licencia, pasa por un asunto de cohesión. Mientras ciertos personajes no dudan en pisar terrenos abiertamente cómicos (Álvaro Carcaño como el viejo Piotr, José Sefami como el explosivo Ilya), otros, pese a que se entienden de problemática y características distintas, lo hacen con mucho más reservas (Blanca Guerra como Irina Nikolayevna, José Carlos Rodríguez interpretando a Dorn), dejando ver una desigualdad muy pronunciada que afecta ostensiblemente el flujo de la acción. No resulta posible entrar en la convención del humor (la escena de los apartes en el diálogo supuestamente amoroso entre Irina y Trigorin –Miguel Ángel Ferriz– resulta en este caso ilustrativa), no logra establecerse de manera efectiva la complicidad entre público y actores en el sentido lúdico con el que el grupo pretende acercarse al texto chejoviano; más pareciera por momentos un estorbo antes que un pretexto para tales fines. El resultado: una escenificación que se percibe lenta, con pasajes francamente tediosos que aniquilan casi por completo cualquier intento humorístico.

La falta de uniformidad en el desempeño de un elenco numeroso acaba por constituirse como una carencia demasiado significativa. La frescura y el oficio que una vez más demuestran gente como José Carlos Rodríguez, Mónica Dionne, José Sefami, Juan Carlos Vives o Álvaro Carcaño no bastan para contrarrestar los efectos de interpretaciones abiertamente chatas como las de Blanca Guerra y Miguel Ángel Ferriz. Lo lamentable en este apartado viene a ser el pobre trabajo de Óscar Uriel como un Kostia, que le queda muy grande (a lo que habría que sumársele una proyección de voz tan deficiente que ocasiona que se pierda un cincuenta por ciento de sus parlamentos) y el de Irene Azuela como Nina. Carencias que obstaculizan la concreción de un montaje que ofrece lagunas entre lo proyectado en los conceptos y lo conseguido en las tablas.

Luis Tovar


Ansia de omnisciencia

Rompo la regla de no abordar en esta columna nada que no sea el cine mexicano y sus alrededores, para referirme a un fenómeno que puede alimentar la temática fílmica local, sobre el que versa el contenido de este número de La Jornada Semanal.

Sea que se esté a favor o en contra, Big Brother es algo de lo que difícilmente puede uno sustraerse en estos días. Al menos un par de chocantes datos son de dominio masivo –por ejemplo, que quienes viven en la casa de Big Brother poseen un vocabulario escasísimo, rubricado cada treinta segundos con la palabra "güey", o que los expulsados de la casa tienen fama y carrera aseguradas por Televisa, artífice y perpetradora en México de este monumental timo–; y a menos que el nombre de George Orwell les diga algo, pocos saben qué significó originalmente Big Brother.

Nada más lejos de esa literalización que el también autor de Rebelión en la granja hizo de Josef Stalin en la novela 1984. Desde hace unos cuantos años, y para las auténticas legiones cada vez menos lectoras y más telepúblico, Big Brother sólo es el nombre de un programa de televisión en el que un grupo de personas son aisladas para observarlas ininterrumpidamente. Concebido como un espectáculo –lejos de aquel viejo experimento en el que un grupo de científicos y pilotos, principalmente, fueron sometidos en tierra a un simulacro de las condiciones que se suponía iban a experimentar cuando viajaran al espacio–, este ejercicio no tiene nada de novedoso, ni siquiera en televisión. Seis o siete años hace que en Alemania y otros países se transmite un programa similar a éste, que tiene encandilados a millones de mexicanos. Y hay un sitio de internet que, desde hace al menos dos años, permite ver todo lo que hace una tal Jenny. Seguro que no es el único.

LA MIRADA DEL CINE
El cine suele hacerse rápido eco de cualquier fenómeno que prometa interesar al público masivo. De tema paralelo a Big Brother, y por cierto más cercanas en espíritu e intención a la paranoia justificada de 1984, hace más de veinte años aparecieron películas como Asesinos, sa (1974), Todos los hombres del presidente (1976), ambas de Alan J. Pakula, y Los tres días del cóndor (1975), de Jackson Pollack. Como si hubiera esperado a que el mundo real proveyera más tela de donde cortar, en 1981 Brian de Palma filmó Estallido. En la década pasada hubo una verdadera eclosión del tema: de 1993 son la famosa El fugitivo (1993), de Richard Kimble, y El informe Pelícano, del citado Pakula, en la cual se incorpora internet como el más novedoso agente opresor. No otro es el tema de La red (1995), de Irwin Winkler. El tinglado completo de vigilancia gubernamental –internet, telefonía, satélite, etcétera–, puede verse al menos en dos cintas: El complot (1997), de Richard Donner, y Enemigo público (1998), de Tony Scott, y sume usted un pobrísimo intento mexicano: Fibra óptica (1998), de Francisco Athié.

Salvo quizá Estallido, todos los filmes referidos acabaron por traicionar la lógica que el tema les imponía, y se diluyeron en la reiteración del heroísmo estilo Hollywood, cuando no en el salvamento exclusivamente personal de sus protagonistas. De esta camada fílmica, sólo El final de la violencia (1997), de Wim Wenders, mantuvo la congruencia. En ella, un empleado del gobierno es asesinado por sus jefes cuando deja de ser confiable en su tarea de monitorear las innumerables cámaras con que es vigilada la población de Los Angeles. Al mismo tiempo, un famoso productor hollywoodense termina por volverse invisible cuando, tras ser asaltado, abandona su estilo de vida. Nada de hombres comunes que salen victoriosos ellos solitos frente a todo un Estado represor o jaladas por el estilo, sino una plausible y triste verosimilitud: un muerto y un evadido, frente a un sistema que seguirá su marcha...

MÁS REAL QUE LA REALIDAD
Peter Weir filmó, hace cuatro años, lo que quizá sea el límite al que Big Brother puede llegar. Bobaliconamente retitulada Historia de una vida (1998), The Truman Show es resumida así dentro de la propia trama: "1,700 millones lo vieron al nacer; 220 países sintonizaron su primer paso; el mundo enmudeció con aquel beso robado; creció junto con la tecnología... Toda una vida grabada en una compleja red de cámaras ocultas y difundida en vivo y sin correcciones veinticuatro horas al día, siete días a la semana para un público mundial. Desde Isla Seaheaven, en el estudio televisivo más grande que se haya construido, junto con la muralla china la única estructura visible desde el espacio, y ahora en su trigésimo año... ¡El Show de Truman!"

Truman, único habitante de Seaheaven que ignora la falsedad de su mundo, comienza a salirse del script y a complicarle la chamba a sus "amigos", "compañeros de trabajo" y "familia"... precisamente porque no hay script, como se supone que tampoco lo hay en la casa de Big Brother, aunque en ambos hay espacio para promocionar baratijas y, como de paso, promover una forma de vida y una visión del mundo chatas, acomodaticias y, claro está, ignorantes de todo lo que sucede en el mundo real. Christoff, autor del mamarracho, da la clave de la perversión al no quedarle más remedio que hablar directamente con Truman, cuando éste se halla a punto de abandonar su mundo: "Tú eras real, por eso era tan bueno verte."

La moraleja sería: si el cobayo sabe que lo es, deja de serlo. El problema con el Big Brother real es que los cobayos saben que lo son y, encima, harían cualquier cosa por permanecer en esa casa de idiotas.


Angélica
Abelleyra
 
mujeres insumisas

ANDRADE: LA FOTO, UNA FORMA DE RECONCILIACIÓN

Se pierde en las ciudades pequeñas y no se halla en los paisajes con olor a campo. Por eso, Yolanda Andrade (Villahermosa, Tabasco, 1950) insiste en su fascinación por fotografiar lo urbano, con sus escenarios de asfalto habitados por gente, fiestas populares, rituales y caos.

Siempre quiso hacer teatro o cine. Como hija única, jugaba a interpretar los personajes que había visto en las películas, y su imaginación se aderezaba con las historietas de Batman, Memín Pinguín o La Pequeña Lulú. Si bien tenía una camarita desde los ocho años, nunca se le ocurrió que la fotografía podría servir para algo más que testimoniar las fiestas de cumpleaños y cubrir ciertos trámites para la escuela.

Quinceañera, tuvo su primer trabajo en Ciudad Pemex como oficinista. Con su primer sueldo compró una cámara con un lente alemán excelente y de regalo cambió a su madre el baile con chambelanes por un viaje a Acapulco más la Ciudad de México. A la capital llegó en 1968. La movilización estudiantil en las calles le pasó de noche, pero ya estaba viviendo una revolución interna: su anhelo juvenil de estudiar teatro se le cumplía al inscribirse en una escuela para tal fin, y tiempo después, al ingresar al taller impartido por José Luis Ibáñez.

Ese ámbito de lectura y creación la ocupó hasta 1973, con mucho trabajo de oficina y cierta familiarización con las entrañas del cine a través de Rubén Broido. Pero la muerte de su madre le generó tal crisis personal que dejó de interesarse por el teatro. El gusanito de lo creativo permanecía sin asidero hasta que alguien le habló del Club Fotográfico de México, Yolanda se inscribió y "surgió un amor a primera vista".

No era la mejor época de la escuela. Habían pasado ya los buenos tiempos con Pedro Meyer y Lázaro Blanco a la cabeza, así que Yolanda no se entusiasmaba ni con las excursiones para retratar el campo, ni con las disertaciones para ver qué señor hacía la mejor placa. Insatisfecha, el horizonte se le amplió al hojear una revista y leer el nombre del Visual Workshop en Rochester, NY. Estudió en Estados Unidos un año y ese fue su verdadero inicio en el terreno que le ocupa desde 1976: la fotografía.

Desde entonces ha ganado becas en México y Estados Unidos; ha expuesto su trabajo en Canadá, Europa y varios estados de la República Mexicana e imparte talleres y conferencias.

"Gracias a aquella estancia en Rochester me dio vuelco todo. Iba en ceros y llegaba a una escuela de primerísimo nivel donde todos estaban haciendo por lo menos una maestría. Vivía casi como monja, encerrada en mis estudios; de no saber nada, ese mundo concentrado de la imagen se me abrió de golpe", recuerda la alumna de Nathan Lyons, quien más la ha marcado.

"Con él empecé a ver la foto como un lenguaje con una forma de creación relacionada con el intelecto, tu propia experiencia y tus gustos para crear secuencias y establecer diálogos con el espectador más allá de la foto individual y bella que cuelgas en la pared."

A partir de ese contacto formativo, Andrade no concibe la imagen aislada. Observa su trabajo como seriales que dan cuerpo a libros, de la misma manera que lo hacen su maestro Lyons, Robert Frank, Walker Evans, Lee Friedlander o William Klein, sus figuras tutelares.

Con ese discurso visual ha creado desde hace diez años su Pasión mexicana, serie alrededor del Distrito Federal que ella ve como sorpresa cotidiana en los personajes, las fiestas populares y, a fin de cuentas, en la puesta en escena frente a la cual se levanta a diario el telón pese a las incertidumbres, los miedos y la eterna tensión a la que nos tiene sometidos. Además, esta pasión también se convertirá en libro, con texto de Mitchell Snow, accesible al público a partir de este mes en la coedición Casa de las Imágenes y fonca.

Antes del citado volumen, de Andrade se editó en 1988 Los velos transparentes, las transparencias veladas, con prólogo de Carlos Monsiváis y el sello del gobierno del estado de Tabasco.

"La Ciudad de México la vivo con miedo y tensión como cualquiera de los que la habitan pero es un espacio que me sigue fascinando y con el que me reconcilio cuando lo fotografío. No me interesa proponer una visión catastrofista sino un enfoque plenamente subjetivo y personal alimentado por la literatura, el cine y mi interés por el lenguaje. Cada foto mía es una puesta en escena que sin embargo no se presenta forzada ni con clichés. La ciudad es presa fácil para retratarla una y mil veces en lo marginal. Sin embargo, somos un ámbito muy diverso como para estar observando lo mismo. Por eso yo tengo un catálogo de las fotos que no quiero hacer a la manera de Nacho López o Héctor García... no hay nada más sincero que poner en cuestionamiento los estereotipos y acercarnos a nuestros mundos más inmediatos."

En el caso de Yolanda Andrade ese mundo está cargado de una mirada andrógina revalorada, de un rescate de esa sensibilidad femenina y masculina que vamos dejando en el camino sin comprender de una manera más incluyente al mundo. Su sensibilidad y su apertura por aprender de esos dos ámbitos sensibles la enriquecen en su descubrimiento visual en torno de la muerte, el festejo popular que tiene mucho de actuación, la imagen dentro de la imagen, la máscara y la conexión entre lo real y la representación de esa realidad.



Marcela Sánchez
Pieles que miran

Danza invisible, un espectáculo de danza-teatro interpretado por niños ciegos, es el más reciente proyecto de la Compañía de Danza Producciones La Manga, dirigida por Gabriela Medina y Mario Villa. Una pregunta asalta desde el inicio al espectador: ¿cómo lo lograron? Al abrirse el telón aparece una pista: el piso del escenario está atravesado por figuras geométricas, delimitadas por mangueras corrugadas. Los espacios están cubiertos con telas afelpadas y de otros materiales que permiten a los niños guiarse por el tacto de los pies y las manos. Estamos ante una especie de escenografía en Braille. En esta aventura, los niños reciben el apoyo de cinco personas, a las que ellos mismos han bautizado como "ángeles guardianes". Y como ángeles, en efecto, los vemos en escena: cubiertos por grandes sombrillas que actúan como lámparas de luz; con ellas guían a los pequeños en la escena.

La iluminación tiene un sentido primordial: establecer con el espectador un diálogo de sensaciones auditivas y visuales que refuercen una ruta de percepción específica. Existe la intención de cegar con luz al espectador para aguzar los oídos y la concentración de lo percibido. En otros momentos se crea un ambiente de penumbra, con el objeto de jalar la atención hacia la escena. La iluminación fue concebida como un actor más dentro de la obra. Desde la escena, la luz invita a percibir de una manera distinta a la habitual. Por su parte, la música de Marcelo Gaete tiene la función de eslabonar la partitura, en total complicidad con las propuestas de los niños. Las historias que los niños cuentan a lo largo del espectáculo fueron creadas por ellos mismos.

Para Gabriela y Mario la parte más relevante del proceso fue romper con las estructuras mentales con las que estaban acostumbrados a entender los movimientos de la danza. Los miembros de La Manga se enfrentaron a un universo desconocido y para aproximarse a él tuvieron que flexibilizar su forma de percibir el mundo. De manera intuitiva tomaron todos los recursos a su alcance para establecer una comunicación emocional y perceptiva con estos pequeños, para entender y respetar las propuestas que ellos tenían de sus sensaciones y acceder a ese mundo interior expresado en movimiento.

Inmersos en una cultura visual, requerimos un aprendizaje para entender el mundo creado por un niño que carece de la vista. A menudo, en su caso, tiene que ir más allá de lo visual. Un solo sentido ejerce las funciones de otros. ¿Cómo? A través de la sinestesia (del griego syn, junto; aisthesis, sensación), término médico que se refiere al estado en el que un estímulo, además de provocar la sensación situada de manera normal, da lugar a una sensación subjetiva, de carácter o localización diferente. De esta forma se hace posible olfatear o escuchar un color. Esta aptitud, localizada por los neurólogos en el sistema límbico, está altamente desarrollada en las personas ciegas. Aunque la mayoría de los humanos experimentamos en mayor o menor medida la sinestesia, para Merleau-Ponty el hombre moderno a desaprendido las diversas maneras de ver, escuchar y sentir que el hombre primitivo poseía. Ahora, al hombre se le dicta desde una idea preconcebida del mundo cómo tiene que ocupar sus sentidos. El músico Rimski-Korsakov se refería a varios tonos musicales como fuentes de color. En términos literarios, la sinestesia es un procedimiento mediante el cual se atribuye una sensación a un sentido al que, desde el punto de vista de la "normalidad", no le corresponde. Término acuñado por la literatura grecolatina, adquiere auge en el simbolismo. Son conocidas las propuestas de escritores como Baudelaire o la de Rimbaud, quien en su célebre carta a Paul Demeny afirma: "La lengua será del alma para el alma, resumiéndolo todo, sonidos, colores, pensamiento que se engancha al pensamiento y jala de él."

Un año de investigación tomó a Gabriela y Mario concebir esta obra. Un primer ejercicio desarrollado para los niños, en el patio de su escuela, fue correr bajo el cuidado de sus "ángeles guardianes". Ese primer día los pequeños experimentaron una especie de catarsis emocional. El maestro Guillermo Maldonado fue su instructor en técnica dancística. Su primordial objetivo fue ofrecerle a estos chicos la confianza indispensable para moverse con libertad en el salón de danza. Eso, nos dice el maestro Maldonado, se logró con imaginación y paciencia: "Los niños parecían haber construido una burbuja protectora a su alrededor y me daban la impresión de convertirse en radares."

Producciones La Manga tiene tras de sí una larga historia de búsqueda artística. Su labor se ha concentrado en cuestionar el estereotipo de los lenguajes contemporáneos de la danza. Plantean la recuperación de la sabiduría corporal de todos los individuos por medio de su participación en procesos de investigación del movimiento. Para ellos es necesaria la construcción de lenguajes corporales que tengan una raíz emotiva. La racionalidad sólo cancela el proceso creativo.

Danza invisible se presenta los días 10, 11 y 12 de mayo, a las 18 horas, en el Foro Experimental del Centro Nacional de las Artes.