La Jornada Semanal,  12 de mayo del 2002                         núm. 375
Roberto Garza Iturbide


Amélie Le Pen

Collage fotográfico de Marga Peña
Pasó la pesadilla ultraderechista dejando una víctima, el Partido Socialista. Ahora, la izquierda francesa tendrá que reorientar sus pasos y actualizar su pensamiento. En este ensayo, Roberto Garza reúne al personaje de la película de Jeunet, Amélie, con el esperpéntico Le Pen, profeta de horrores, intolerancias y prepotencias gerenciales. Vea el curioso lector cómo lo hace.

Tras enterarme del reciente descalabro electoral en Francia del socialista Lionel Jospin, y el consecuente –y aterrador– ascenso de la extrema derecha encabezada por el neofascista Jean Marie Le Pen, no pude dejar de pensar en ese París idílico –libre de inmigrantes, seguro, amable, limpio... en fin: la ciudad de los sueños de cualquier nacionalista de ultraderecha– que retrata Jean-Pierre Jeunet en la película Amélie (Le fabuleux destin d’Amélie Poulain, Francia, 2000).

Aclaro que las similitudes que encuentro entre la fantasía cinematográfica de Jeunet y el discurso político de Le Pen constituyen un ejercicio de análisis que no pretende descalificar la indiscutible calidad de la película; simplemente quiero abrir un par de interrogantes que se antojan obligadas a la luz del éxito mundial de Amélie y el avance de la extrema derecha en Francia.

¿Por qué Amélie se convirtió en un bestseller multinacional? La respuesta es simple e inequívoca: cinematográficamente es una gran película; bien dirigida, dotada de buen sentido del humor, con una impecable actuación de la bella Audrey Tautou (Amélie Poulain) y un guión inteligente que remata con un final feliz. Basta con ver la cara de alegría de los espectadores al finalizar la película (me consta: mi oficina está ubicada justo a la salida de una sala de cine en la que se exhibió durante ocho semanas) para comprender el efecto multiplicador de asistencia y la prolongada –hoy día inusual– corrida comercial en varias ciudades del planeta (la distribuidora Buenavista-Columbia-TriStar cuenta con 192 filiales en el mundo).

No obstante estas virtudes y al margen de la trama amorosa de la cinta, resulta oportuno preguntarnos también: ¿por qué gustó tanto –particularmente en Europa– una película que presenta un París sólo posible en los sueños guajiros de un racista intolerante como Le Pen?

Vayamos por partes: no es necesario ser francés para saber que el barrio parisino de Montmartre –donde suceden los hechos de la película– está repleto de inmigrantes argelinos, marroquíes, turcos y latinos; que hay innumerables pintas en las calles, y que el Metro y la estación de trenes destacan por el mal olor, la basura y los junkies. En contraste, Jeunet retrata un Montmartre poblado única y exclusivamente por franceses blancos, sin grafittis en las paredes (la única pinta la hace la mismísima Amélie en un acto de buena fe), sin rateros, taxistas africanos o cualquier otro tipo de escoria non grata. Vemos un Montmartre en el que ni siquiera se respetaron las cacas de los perros en las banquetas (las limpiaron sobre imagen en la postproducción) Que Jeunet afirme que Amélie es su propia fantasía hecha realidad le ha costado que analistas como Antoine de Baecque ("Amélie fait débatoutre-Manche", Liberation 21-06-01) lo acusen de "reaccionario y limpiador étnico", denuncias que, por cierto, han sido tajantemente desmentidas en más de una ocasión por el director.

Ya montados en este afán de encontrarle más pelos a la rana, tampoco debemos pasar por alto que la hermosa Amélie Poulain se inspira en las muertes de Lady Di y Teresa de Calcuta para entregarse por completo al prójimo –esos pobres franceses infelices urgidos de compasión– mediante una serie de estratagemas maquinadas mediante cuestionables tácticas de transgresión a la intimidad del otro. Amélie es, pues, una suerte de hada buena que se siente con autoridad moral para invadir espacios privados e inmiscuirse sin autorización o solicitud previa en la vida de la gente que le rodea. Si alguien no le cae bien o considera que está haciendo mal, el personaje creado por Jeunet se encargará de hacer justicia por propia mano, así tenga que volver loco a un prepotente tendero, o bien, por hacerla de cupido, forzar una bizarra relación entre una cajera de cafetería y un maniático obsesivo (a sabiendas que el tipo es un loco).

El humor que brota de estos gags es extraordinario, pero, de regreso con Le Pen y la interrogante sobre el éxito taquillero de la cinta, el humorismo pasa a un segundo plano si consideramos que la filantropía de Amélie, lejos de encajar en el humanismo cristiano de Teresa de Calcuta o la pose tipo Lady Di, se ajusta incómodamente en el discurso "compasivo" de la extrema derecha; es decir, el de aquellos políticos que detentan el poder para, según ellos, sacar del error a los ciudadanos que se encuentran envenenados por ideologías perversas, y que, a su modo, pretenden enseñarles el camino correcto, garantizar la seguridad social a toda costa, proteger al país de los bárbaros invasores que abaratan los empleos y rescatar los valores que respaldan la identidad nacional. Le Pen resume estos principios en algunas frases electoreras: "la preferencia francesa", "los franceses primero", "la necesaria expulsión de los inmigrantes" o "formar una fuerza popular de defensa de la independencia nacional".

Si bien el personaje Amélie Poulain carece por completo de un perfil político, sus convicciones se fundamentan en un sentido subjetivo de la justicia, y sus métodos para "hacer el bien", más allá de la aparente ingenuidad infantil, son en ocasiones tan manipuladores como los utilizados por cualquier régimen dictatorial. Sin embargo, la joven Amélie es encantadora, y eso es lo que no deja de llamar la atención. La respuesta que encuentro es que, en una lectura de fondo –aunque Jeunet diga lo contrario–, Amélie es un auténtico símbolo del nacionalismo francés; una optimista e imponente alegoría de un París imposible; un hermoso sueño xenófobo que, a fuerza de calidad, le ha dado la vuelta al mundo, no obstante haber sido descartada para competir en Cannes y perdido en Hollywood un merecido Óscar a la mejor película extranjera.

Lo único cierto de todo esto es que los resultados de la primera vuelta de las elecciones francesas, aunados a los antecedentes en Austria, Italia, Dinamarca y Portugal, y a los escenarios proyectados en Bélgica, Holanda y Dinamarca, ponen de relieve el ascenso de la derecha xenófoba europea; tendencia que, de mantenerse, llevará a los líderes conservadores a controlar el Consejo de la Unión Europea y, por lo tanto, a influir en decisiones tan importantes como la debatida ampliación al Este. De hecho, en propias palabras de Le Pen, la primera acción que emprendería en caso de ser electo presidente, sería sacar a Francia de la Unión Europea.

Después de la segunda vuelta, en Francia seguirá gobernando un político de derecha, el actual presidente Jacques Chirac, quien, para fortuna de los franceses y el mundo, ha demostrado en su larga trayectoria política –fue alcalde de París y luego presidente de la República Francesa desde 1995–, ser mucho más moderado que Le Pen, y que la genial fantasía de Jeunet seguirá siendo, por suerte, un sueño rosa que sólo puede cobrar vida en una pantalla cinematográfica o en un monitor de televisión.