Jornada Semanal,  19 de mayo del 2002                                núm. 376 
Ana García Bergua


EL LIBRO QUE FUE
POR CHOCORROLES

El caso es que no hace tanto recibí el encargo sumamente honroso de redactar un prólogo a la nueva edición de los cuentos de Efrén Hernández que pronto publicará la UNAM. El caso es que, más agradecida que Pedro Vargas, volé en mi troncomóvil a la Biblioteca Nacional, pues me embargaba la ilusión de ver la primera edición de Tachas, que data de 1928, con el epílogo que entonces escribió Salvador Novo –nomás para calibrar, como dirían los políticos, la trascendencia del encargo–, epílogo que a la fecha no he podido leer más que citado, no porque la edición tan preciada estuviera ausente del fichero electrónico, no, ni porque en éste apareciese como prestada, ojalá. No, simplemente porque no estaba. Y así lo dicen los empleados de la biblioteca: el libro que usted busca sí está en el catálogo, sí lo tiene la unam, pero no está. Quizá fue a comprar unos chocorroles aquí a la esquina, piensa uno. ¿Y a qué hora vuelve?, dan ganas de preguntar; quizá va a regresar después de comer. Pero uno se compadece de los empleados tan sencillos, que sólo fueron al anaquel, vieron que el licenciado libro no estaba y regresaron. Luego pensé, ¿por qué no me enojo? Será que soy mexicana, esa es una buena respuesta. Pero también que ya me ha pasado varias veces en la Nacional: ir, preguntar por un libro del catálogo, y que el señor haya salido sin dejar dicho a dónde va. Ah, pues qué paseador. Yo sabía que muchos investigadores a veces piden que les manden los libros y luego los regresan, en cuyo caso en el catálogo electrónico aparecen como prestados, lo cual pasa en todas las bibliotecas, o bien que están ya muy viejitos y los están restaurando, dato del que también suelen avisar los encargados con expresión de compungidos enfermeros. Pero eso de que nomás no estén es un misterio. ¿O será, como es ya vox populi, que los están vendiendo a pocas cuadras de la propia unam, en lindos tapetes de fieltro rojo, sobre la calle misma, junto al consabido arreglo de aretes, chaquira y juguetes made in Hong Kong? Qué bonito, pienso, qué ingeniosa privatización de un bien nacional, la de pulverizarlo casa por casa, mano por mano de coleccionista o de simple lector privado que tendrá en su biblioteca, como trofeo, a un animalito de la Biblioteca Nacional. Total, le susurrará en las noches en su lomito, para que nadie te lea ni te comprenda como yo en ese zoológico borgeano, mejor quédate conmigo. Y nadie lo leerá más que su amoroso poseedor. Como el que debe tener el ejemplar de la edición de 1928 del inmortal cuento de Efrén Hernández, cuyo fantasma vive en el catálogo. Yo espero que lo cuide mucho y lo trate bien; que no deje que se empolve, que prevenga que no le salgan hongos, que tenga una copia en microfilm para manosear a gusto, en fin, esas cosas que tan bien hacen las bibliotecas cuando resguardan y aprecian un bien nacional que por lo visto hay para quien no significa nada, y extrae los libros y los manda a trabajar en la calle a venderse como chicles. Es como si alguien fuera robando los ladrillitos de una catedral y los llevara a vender al mercado y con el producto se comprara… ¿chocorroles? Bueno, algo así. Hasta que se cae la catedral, o la pirámide, o nuestra casa, como dicen los políticos, tan dados a decir cualquier cosa. ¿Qué si me enoja, qué si me subleva un cinismo tal, que a lo mejor se me nota en este artículo? No, ¿cómo creen?, yo soy mexicana y nunca, nunca, me enojo.
 
 

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NAIEF YEHYA


EL SÍNDROME PMS: MIGUEL VENTURA
Y EL NUEVO ORDEN LINGÜÍSTICO (II)

MANUFACTURA DEL HOMBRENUEVO
La obra reciente del artista Miguel Ventura en la exposición El síndrome PMS, que se exhibe en el Museo Carrillo Gil, comienza como una antología de horrores de la carne, desde desmembramientos y crucifixiones hasta la devastación corporal que provocan incontables y feroces teratomas antropomórficos. Pero estas monstruosidades dejan su lugar al orden establecido por el Nuevo Consejo Interterritorial de Lenguas (NILC), y con éste el cuerpo desaparece. Por lo que la labor del Consejo es inventar al hombre nuevo. Esto se lleva a cabo con Ejercicios o el retorno del cuerpo, una ofensiva propagandística multimedia para promover al nuevo hombre, que se vale de carteles, Oh My Body, Oh Myself (¡Oh mi cuerpo, oh yo mismo!,1996), videoclips, Overlooking the Amoxapina River (Vista del río Amoxapina, 1996)y lecciones del nuevo lenguaje en formato de video. La música original de todos estos videos es de Oscar Menzel ([email protected]), autor de los discos 29, Airwaves y Phantom Zone, entre otros. A estos intentos de persuasión mediática sigue la instalación The New Fuck Me Little Daddy House (1996-2000), que es una área decorada con colchonetas de colores, pelotas y cubos de hule espuma que evocan a un kinder. Este simulacro de un espacio educativo carece de materiales pedagógicos pero tiene elementos que enfatizan su naturaleza adoctrinadora, como el obvio contrapunto entre la imagen del presidente de nilc (el artista) rodeado de niños vestidos con uniformes de colores brillantes (que hacen pensar en un programa televisivo infantil) y una foto de Hitler con niños. La idea central es la creación de un hombre nuevo a partir de la palabra, la ilusión de que el verbo es capaz de convertirse en materia orgánica. El artista coquetea con este proceso primero al asociar gestos y movimientos al lenguaje y eventualmente al engendrar físicamente nuevos caracteres. El universo creado por Ventura está dominado por un líder masculino que, como los sacerdotes aztecas, se trasviste a imagen de una semidivina y siempre cambiante Heidi y moldea la escritura de su nueva sociedad a partir de caprichosos patrones hechos con sus trenzas. Pero más allá del trasvestismo, en este mundo los hombres son capaces de dar a luz y de padecer el síndrome posmenopáusico, que da título a la exposición y que en cierta manera refleja la ilusión paternalista de apropiarse del proceso de dar vida.

TERAPIA DE CHOQUE
La obra más reciente e inquietante del trabajo de Ventura: ¿Cómo he de amarte mi pequeñín? (2002), una compleja narrativa que se desarrolla en una instalación de video de once canales y que cuenta la insólita cura propuesta por un niño terapeuta a un atribulado paciente interpretado por el artista, "un individuo débil, uno de tantos seres frustrados que se quedan en traductores y no se lanzan a crear lenguajes nuevos". El tratamiento para este hombre que quiere transformar su debilidad en "algo en bien de la sociedad posrevolucionaria" consiste en comer treinta galletas con las formas de los glifos del lenguaje de nilc para embarazarse y eventualmente dar a luz a treinta glifos de peluche. El proceso recuerda las memorias de Paul Schreber y su guión hace numerosas referencias a la película The Brood, de David Cronenberg, en la que un terapeuta enseña a sus seguidores a somatizar sus problemas mentales en forma de tumores y de crueles bebés inexpresivos sin ombligo. Los lenguajes de nilc se dividen en dominantes y secundarios, creando un enfebrecido panorama lingüístico que ha abandonado el dominio de lo cultural para ingresar al de la biología. Cualquiera puede "adquirir un nuevo lenguaje dominante" al ingerir las extrañas galletas y somatizarlo dándolo a luz. Ventura caricaturiza el anhelo de todo artista de crear un lenguaje propio al elaborar no uno sino varios lenguajes escritos, hablados e incluso cantados, y al convertir esa búsqueda en un proceso orgánico literal. Por otra parte, nilc, a diferencia del Interterritorial Language Committee colonial que trataba de estandarizar una lengua existente, desea crear un sistema de escritura totalmente original, una tarea titánica y compleja que sólo ha sido lograda en unas cuantas ocasiones a lo largo de toda la historia de la humanidad. Eso hace que la ambición de Ventura parezca aún más delirante y utópica. Ventura se ha entregado a diseñar un orden social meticulosamente estructurado, a establecer los dogmas de una sociedad totalitaria tan fascinada por la ingeniería social que se adhiere a las fantasías esotéricas más demenciales, como ha sucedido tantas veces en la historia. La obra de Ventura es una compleja constelación de ideas, mitos privados, paráfrasis a diversos políticos y artistas y una corrosiva parodia perversa del utopismo ideológico de cualquier denominación. Pero también es una reflexión en torno a los fundamentos de la cultura y a la forma en que se configura el orden de las sociedades en torno a valores y herramientas sociales.

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Michelle Solano
CUERPO Y ALMA
Dos noticias: una buena y otra mala. La buena es que, gracias a la tecnología, en un futuro aboliremos el sufrimiento del ser humano, La mala: no existe vida después de la muerte, para fortuna de los necrófilos.

Cuerpo y alma (Body and soul), del dramaturgo canadiense John Mighton (Ontario, 1957), se estrenó recientemente en la Sala Xavier Villaurrutia, bajo la dirección de Enrique Singer y con las actuaciones de Claudia Lobo (quien además hizo una brillante traducción), Carmen Madrid, Virginia Rambal, Roberto Soto y Jorge Zárate.

Tomando como punto de partida la última década del siglo pasado, en la dramaturgia contemporánea existe un instinto (que primero se mostró sutil, luego ya desaforado) que lleva al dramaturgo a mostrar, desentrañar y analizar las relaciones humanas y el modo en que éstas se transforman, por ejemplo, frente a la aparición de la tecnología y de la oportunidad cada vez más real que tenemos los seres humanos de proveernos casi de cualquier cosa sin la necesidad de establecer contacto físico, visual o verbal con una o más personas. Otra línea dentro de esta temática se deriva del cuestionamiento de la tolerancia hacia la diversidad, a la diferencia, la revaloración de los criterios que establecen lo que es normal o anormal; la necesidad de que alguien o algo nos dé la razón, de que los sucesos que acontecen en nuestra vida confirmen las creencias que nos empeñamos en defender y justificar, y en la terrible sensación de soledad que padecemos cuando enfrentamos la diferencia, incluso con aquellos que amamos o nos aman. La ausencia, que no es igual a lejanía, y la proximidad de un cuerpo que no necesariamente significa calor.

En Cuerpo y alma, la búsqueda no se da por el camino o el lado moridor; la puesta juega también con el sentido del humor, deshilvana poco a poco el conflicto a través de la risa que provoca el patetismo de reconocerse en una escena, en un personaje, de descubrir e identificar diálogos conocidos, ya sean propios, o de uno o más amigos.

La puesta en escena discurre de modo ágil y fluido, sin tropezones; los actores han sido llevados por el director hacia el terreno en que no requieren de la memoria y del texto para darle credibilidad a sus interpretaciones. Claudia Lobo encarna a una mujer necrófila, pero normal; ama –dice ella– así porque de ese modo no daña a nadie ni resulta dañada. Carmen Madrid interpreta a una mujer que tiene que enfrentar que a veces uno no puede ser feliz con lo que tiene, con lo que es. Virginia Rambal y Jorge Zárate hacen más de un personaje, todos ellos dislocados, proyecciones ad hoc de un mundo creado por el dramaturgo para servir de reflejo cruel y mordaz y que ha sido bien comprendido por Singer. Roberto Soto (que ya no Kurt Cobain) demuestra que es capaz de superarse a sí mismo y en Cuerpo y alma logra momentos de mucha sustancia: emotivos, graciosos, con chispa y ligereza a la vez.

La escenografía estuvo a cargo de Martín Acosta, y aprovecho la ocasión para hablar sobre el trabajo que Martín ha desempeñado como escenógrafo a lo largo de su trayectoria. Podríamos decir que Martín es de los pocos directores-escenógrafos del teatro mexicano. Más común es un dramaturgo-director o un actor-director o actor-coreógrafo o actor-vestuarista, etcétera. Pero Martín se ha interesado por la escenografía de sus puestas en escena y no es sorpresa que –las realice él u otro– resulten propuestas escenográficas interesantes, dignas siempre de mención y, más aún, de reflexión sobre el espacio escénico. Aquí, de manera especial, dota a la puesta de una capacidad de transformación sin hacer uso de los tan manidos recursos de subir, bajar, virar, abrir o cerrar. La escenografía se transforma de modo sutil y funcional debido a la disposición del espacio y de la iluminación de Víctor Zapatero (también iluminador de Como te guste). Cuerpo y alma es una buena reflexión sobre las relaciones humanas, pero sin azotes, con una que otra carcajada que deja un sabor de boca como a paleta de felicidad con centro amargo.

TERCERA LLAMADA
Se estrenó en La Gruta del Centro Cultural Helénico, la obra Cash, escrita y dirigida por Luis Ayhllón, un dramaturgo joven, representante de la nueva dramaturgia –ésta sí–, a quien vale mucho la pena ver.

Por fin llegó a mis manos (después de una búsqueda exhaustiva) el segundo ejemplar de la revista Paso de Gato. Merece más de una lectura. El número da a conocer la obra de Alejandro Román, un joven dramaturgo mexicano que, tras sorprender a los teatreros europeos y llamar la atención fuera del país, ahora sí "merece" que aquí se hable de él. Si tiene oportunidad o corre con la suerte de encontrar la revista, vale la pena. Un punto en contra: la distribución no es muy buena y cuando usted logre hallarla, muchas de las obras que ahí se tratan ya habrán salido de cartelera.
 
 

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Javier Sicilia


“MUERTE SIN FIN”, LA LECTIO Y LOS JÓVENES POETAS

A inicios del siglo XXI, en 2001, la poesía mexicana celebró el centenario del nacimiento de José Gorostiza con una larga reflexión sobre su misterioso y magnífico poema, "Muerte sin fin". Los más jóvenes de los poetas, es decir, los que nacieron en las décadas de los sesenta y setenta, hicieron también lo suyo con un libro de poemas que, coordinado por Claudia Posadas, prologado por Julio Ortega e ilustrado por Beatriz Zurita, apenas comienza a circular.

El libro, que lleva por título dos versos de "Muerte sin fin": En el rigor del vaso que la aclara el agua toma forma (Gobierno del Distrito Federal y Conaculta), sorprende no sólo por la buena factura poética de estas generaciones, sino por el juego de espejos que los poetas logran al confrontar su experiencia poética con la del poema de Gorostiza. No se trata, y eso es lo maravilloso, de lo que la tradición inmediata llama una glosa, un pastiche o una imitación, sino, como bien lo señala Julio Ortega, de lo que la poesía inglesa definiría como After Gorostiza; es decir, un conjunto de poemas que nacieron después de la lectura de "Muerte sin fin", un conjunto de meditaciones poéticas frente a las infinitas capas de sentido que habitan en el poema de Gorostiza y, en consecuencia, un trabajo de creación que a partir de la belleza del poema genera más belleza o, para decirlo mejor, que a partir del misterio de la Belleza que revela "Muerte sin fin" permite nuevas revelaciones de ese transcendental, que es uno de los nombres de Dios.

Aunque esta forma de la poesía fue inaugurada en el siglo  XX por T. S. Eliot –quien construyó su universo poético no sólo después de largas lecturas sobre los poetas que amó, sino también de sus meditaciones sobre las Sagradas Escrituras y sobre algunos de los grandes libros de las tradiciones de larga permanencia histórica–, sus orígenes se remontan a esa forma de leer, de meditar y de orar que se llamó lectio divina, que todavía los monjes cristianos practican en los monasterios, que señoreó toda la Edad Media hasta el siglo xiii, y que desde hace unos años me ha obsesionado.

La lectio, que fue desplazada por el libro, es decir, por ese conjunto de páginas empastadas y perfectamente ordenadas que permitieron el nacimiento de la lectura silenciosa, de la crítica y de la reflexión –nuevas formas de percibir que dieron paso a la Universidad, a la crítica racionalista del siglo xvii y (hasta el nacimiento de la pagina web, que ha empezado a trastornar la forma de percepción que nos trajo el libro) a los racionalismos modernos–, consistía en extraer de las voces paginorum que "cantaba" el lector en la capilla o en el scriptorium algo de los profundos e infinitos sentidos de la Escritura. Era, dice Iván Illich, como caminar por "el viñedo de un texto" tomando y saboreando los frutos de las palabras; no era sólo una forma de escuchar, sino también de masticar y degustar. "La progresión dentro del libro era entendida (entonces) como un paseo, una peregrinación y, en una época tardía, como una aventura a través de las páginas, mientras se probaban y se digerían las frutas recogidas. Se le recomendaba al lector rumiar de noche el manjar ingerido en el libro durante el día."

Leer era, así, una actividad psicofísica; era pasear y descansar; tomar y masticar; saborear y rumiar; contemplar y meditar.

La recomendación de un monje a sus discípulos puede dar cuenta de la dimensión que esta forma de leer significaba: "Cuando sientan náuseas por los mordiscos que han tragado sin entender deben regurgitarlos de nuevo del estómago a la boca para quitarles la corteza."

Aunque con toda seguridad los poetas no conocían al escribir los poemas que formarían parte de En el rigor del vaso que la aclara el agua toma forma, esta manera de la oración y de la meditación que desarrolló la tradición cristiana, la aplicaron en su trabajo –tan maravillosos, aunque los desconozcamos, son los frutos de la tradición en el corazón de los hombres. ¿Cuántas veces, antes de crear los poemas que acompañarían el libro, leyeron y volvieron a leer "Muerte sin fin"? ¿Cuántas de esas veces lo leyeron en voz alta o lo escucharon leer? ¿Cuántas veces pasearon por ese viñedo, que muchos han comparado con una catedral barroca, tomando algunos de sus frutos, degustándolos, rumiándolos, regurgitándolos hasta descortezarlos y extraer algo de su maravillosa sustancia? Muchas, al grado que lo que nos han dejado sobre "Muerte sin fin" en su homenaje constituye en sí mismo un nuevo viñedo en donde el lector vuelve a pasearse para tomar y degustar nuevos frutos.

No quisiera, por falta de espacio, participar al lector de los frutos que he tomado de los cuarenta poemas que forman En el rigor del vaso que la aclara el agua toma forma. Son muchos y cada lector tendrá que elegir los suyos.

Lo que me resta por decir es que si en la Edad Media lo que se escribía era sólo la lenta "ruminación" de lo que se había tomado de las obras sagradas, lectio divina: el desciframiento de los dos grandes libros escritos por Dios: la Escritura y la Naturaleza; lo que han hecho los poetas de En el rigor del vaso que la aclara el agua toma forma es una lectio poética: el desciframiento de lo real a partir de un gran poema que si no fue escrito por Dios fue, como sucede con toda gran obra de arte, inspirado por su Espíritu. Con ello, los poetas de las generaciones de los sesenta y de los setenta nos han recordado que la lectura y la creación poéticas no son trabajos de la reflexión, sino de la escucha atenta y de la "ruminación", es decir, del oído y de la boca, y que, en consecuencia, la oración no es distinta a la lectura de la poesía, ese lugar en donde la Belleza, uno de los nombres de Dios, se revela en el esplendor de la forma.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos y evitar que Costco se construya en el Casino de la Selva y el aeropuerto en Atenco.


Luis Tovar


LAS TETAS Y LAS CARRETAS
La habitación azul (México, 2002) fue estrenada luego de una de las campañas publicitarias mejor estructuradas de las que se haya beneficiado una cinta mexicana. Cuando esta columna fue escrita, el primer largometraje de Walter Doehner –mejor conocido por su trabajo como director de telenovelas– había roto el récord nacional de audiencia para una película de estreno y, lo que resulta más sorprendente, tres semanas después continuaba exhibiéndose en el mismo número de salas.

No es erróneo pensar que este fenómeno de taquilla le debe mucho a la ya mencionada campaña promocional. Al mismo tiempo, el esfuerzo publicitario se benefició de mojigaterías como la que hace aparecer y desaparecer las nalgas de Patricia Llaca, de acuerdo con el sitio donde se encuentre el cartel de la película. Al parecer, las buenas conciencias no acaban de comprender que sus ansias adecentadoras suelen acabar en autogoles.

Empero, falla el tiro quien piense que La habitación azul está logrando la permanencia sólo gracias al ruido que se le ha hecho. Tampoco es cierto que el público acuda en buen número a verla solamente por la promesa de presenciar un reiterado ayuntamiento de senos, pubis, penes, nalgas... Si a todo lo anterior se agrega la postura ambivalente, por no decir hipócrita, con la que en nuestro país suele abordarse todo aquello que tenga que ver con sexo, es más fácil comprender el éxito de una película menos buena y menos mala de lo que indican las opiniones vertidas hasta la fecha.

LOS CULPABLES
Basada en la novela homónima de Georges Simenon, autor de innumerables thrillers, y adaptada por Doehner y Vicente Leñero, La habitación azul no es más que una eficiente revisión del conocido principio de la literatura policiaca: cherchez la femme. Toño (un Juan Manuel Bernal contenido y creíble según la opinión más extendida), casado con Ana (la española Elena Anaya) y padre de una menor, vuelve a su pueblo con la intención de quedarse a vivir. Allí se reencuentra con el tendero, violinista aficionado y eternamente enfermo Nicolás (encarnado en la conocida solvencia de Mario Iván Martínez), pero sobre todo con Andrea (Patricia Llaca). Como Andrea y Toño siempre se han deseado, muy pronto establecen un rutinario ejercicio de la infidelidad sólo desconocido, claro está, para sus respectivas parejas oficiales, aunque la actitud de Nicolás sea más bien de sorda resignación. Por el contrario, Dora, su madre (Margarita Sanz, la mejor de todo el reparto), acumula el tiempo, el rencor y las autojustificaciones suficientes para cometer un crimen que le permita deshacerse de su odiada nuera. Convencida de que ésta mató o dejó morir a Nicolás para quedarse con una apetitosa herencia y disfrutarla con su amante, Dora pone raticida en el pan que ella misma hornea, vende y entrega a Toño y familia. Ana es la única que muere, Toño va a la cárcel y allí es interrogado por un policía judicial (Damián Alcázar) que termina por desfacer el entuerto, liberando al mancornador y apresando a la suegra asesina.

Se cumple así otro dictum policiaco: la femme aparentemente obvia es una pista falsa, por más que el desarrollo de la trama invite a pensar lo contrario. En este caso, basta poner un poco de atención cuando aparece la primera lata de raticida o la primera mirada furibunda de la suegra resentida, para saber que Toño es inocente de la muerte de su esposa. Algo más complicado es determinar la culpabilidad de Andrea, gracias a un trabajo de edición hábil o tramposo, según se vea, pues la secuencia decisiva es convenientemente cortada para crear suspenso y posponer la solución del enigma hasta el final de la cinta, donde Andrea misma confiesa su culpa en una escena que se antoja innecesaria si lo que se buscaba era una vuelta de tuerca.

LOS DESNUDOS ENCUBRIDORES
Aprovechando la verdad que hay detrás del refrán según el cual "jalan más dos tetas que dos carretas", Doehner juega bien sus cartas y presenta un thriller disfrazado de cuento erótico. El acierto consiste en hacer que la pregunta "¿quién es el asesino?" flote casi desde el principio, pero antecedida por una secuencia en la habitación azul de las infidelidades y sucedida por alguna que otra escena caliente –eso sí, mucho menos afiebradas y frecuentes de lo que podría esperarse. De este modo se desarrolla un paralelismo: deseo-infidelidad-crisis, por un lado, y motivo-crimen-castigo, por otro. La primera cadena, contada de manera preponderante en el plano visual, oculta a la segunda hasta que el desarrollo mismo de la historia invierte los términos, sobre todo gracias a la importancia que va cobrando el personaje de Damián Alcázar. La mayor fuerza anecdótica está en la resolución del misterio y no en las cachonderías de los infieles pero, como ya se dijo, "jalan más dos cojones que dos camiones".

Algún colega cinéfilo encontró fallida la presencia de un sabueso perspicaz en un pueblito mexicano, con todo y el racismo que implica pensar que un personaje así sólo es posible en la campiña francesa o lugares igual de finos. Si tuviera razón, menos creíble sería una asesina tan elusiva como la Dora de esta película, y en esa línea terminaríamos dando por verosímiles puras historias de rancheros o de inditos.
 

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Marco Antonio Campos
A CUATRO MANOS

A diferencia de otros hijos de escritores de fama, que cuando escriben, buscan por todos los medios a su alcance no seguir estilo y temas de su padre, Oliverio Manetti fue un genial imitador del suyo, el excepcional dramaturgo e imaginativo novelista mexicano Esteban Manetti, traducido a treinta y cinco idiomas y leído numerosamente a través del mundo. Sólo tiempo después de la muerte del padre, se supo que artículos, cuentos y comedias de los últimos años, fueron escritos a cuatro manos, y la leyenda inmediata quiere creer que un buen número sólo salió de la pluma hábil del hijo.

Antes de colaborar con su padre (era su modo de ganar dinero) Oliverio estudió dos semestres de química en la Universidad Autónoma del País, luego se entregó cuatro años a la fotografía y pasó más tarde a un puesto casi oscuro en un instituto cultural de la provincia. De los veinte a los treinta años fue alcohólico y una o dos veces al mes su compañero de borrachera solía ser su propio padre. Al cumplir treinta años, sin embargo, sobresaltaron a Oliverio las luces de alarma, comprendió que estaba a un paso de caer a un pozo sin fondo, hizo un enorme esfuerzo para no acabar de destruir lo poco que de él quedaba, y con base en un gran sacrificio logró dejar de beber.

Pero para entonces ya había hecho trizas dos matrimonios. Tuve la oportunidad de conocer a las dos mujeres y me quedó la impresión desde el comienzo de que pese a que Oliverio era de corazón noble y bien parecido (tenía el tipo mediterráneo –los abuelos venían de la Lombardía– heredado de la familia paterna), el campo magnético de la atracción empezó por el apellido de su padre; las mujeres creían tener, a través de Oliverio, un poco del reflejo de la gloria espléndida de su eminente suegro sin alcanzar a medir las sombras. Pero para Oliverio el apellido representaba una imagen en claroscuro: por un lado, le abría de modo natural numerosas puertas, por el otro, le cerraba, de una manera brutal, las que él quería abrir, o mejor, las que élhubiera querido abrir por cuenta propia. No de pronto, sino muy pronto, las mujeres se daban cuenta de que el apellido era como una losa sobre los hombros de Oliverio, que día a día iba disminuyéndole su carácter, y que en vez de marido tenían un ser frágil y casi dependiente a quien debía cuidarse como a un niño.

Desde muchacho a Oliverio le gustaba como ejercicio imitar los escritos del padre; varias veces se los mostró y Esteban Manetti reía a carcajadas por lo bien hechos que estaban. A los treinta y tres años Oliverio perdió su empleo en una de las infinitas áreas del ministerio de Agricultura. El padre, agobiado de compromisos, tuvo la ocurrencia de que ensayaran escribir juntos para ayudarlo económicamente. Es imposible saber ahora en cuántos escritos colaboraron juntos, o en cuántos sólo escribió Oliverio, pero a mi parecer muchos menos de los que la leyenda dice.

Basados en confidencias de familiares, sabemos ahora que los días cuando padre e hijo escribían a cuatro manos, solían retirarse ya tarde a descansar, pero mientras Esteban Manetti dormía con placidez, Oliverio lloraba y sollozaba antes de quedar dormido. Esto pasó por cosa de cuatro años hasta la muerte del padre.

Pero los amigos creemos que el camino puede ser corregido, y que con la parte económica asegurada, y gracias a la herencia y a los derechos de autor, Oliverio, a sus treinta y nueve años, podrá empezar una nueva vida que en algo o mínimamente pueda ser la de él mismo. La decisión depende ahora sólo de dos manos. 


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