La Jornada Semanal,  26 de mayo del 2002                         núm. 377
Marco Antonio Campos

Caída y fuga de Quetzalcóatl

Ningunos otros versos de la flor y el canto nahuas son tan tristes y dolorosos como esos dos del cantor tlatelolca que resumen la ruina y la pérdida de una civilización, de una religión, de una forma de gobierno, en fin, de un pueblo.

En uno de sus libros más hermosos, en uno de sus libros síntesis, Los antiguos mexicanos vistos a través de sus crónicas y cantares, Miguel León-Portilla muestra algo asombroso que acaso no se halle en ninguna otra civilización: que la historia de los mexicas, desde las raíces hondas del mito hasta los días arduamente crueles de la conquista, puede recobrarse por la poesía. Uno de los más bellos poemas, con su constelación de imágenes y de símbolos, es sin duda el de la caída y la fuga dramáticas de Quetzalcóatl. 

Como es fama, como han repetido los estudiosos a lo largo de los años, desde su llegada a la altiplanicie, o mejor aún, a las orillas de la gran laguna hacia el siglo xiii, el pueblo mexica buscó legitimarse como pueblo nahua, y la manera de hacerlo fue apropiarse de la tradición tolteca, es decir, los mexicas no negaban su pasado nómada y guerrero, pero querían hacer suya la herencia rica y múltiple de la Toltecayótl para pensarse o saberse un pueblo civilizado. 

Desde su arribo a la altiplanicie, desde su estancia primitiva en Tizapan y luego en el islote de México-Tenochtitlan, por cosa de seis "atados de años", los mexicas pagaron tributo a los colhuacanos y después a los tepanecas de Azcapozalco. Hacia 1428, bajo la tiranía breve pero atroz de Maztla, señor de Azcapozalco, hijo de Tezozómoc, la situación se volvió insostenible. Los grandes señores de México-Tenochtitlan (Izcóatl) y de Tezcoco (Nezahualcóyotl) se alían entonces y en una guerra de acciones fulgurantes vencen a los tepanecas. Es fama o leyenda que quien arrancó el corazón de Maztla sobre la pirámide fue el propio Nezahualcóyotl: vengaba de esa manera la ejecución de su padre cuando él era niño y la persecución feroz de que él mismo fue objeto, y la cual lamentó en uno de sus cantos. Desde ese 1428 hasta 1521, militar y artísticamente, se desarrollaría el siglo de oro de los pueblos mexica y tezcocano. Una apreciable muestra del esplendor mexica aún puede verse en un buen número de creaciones extraordinarias que se exhiben en el Museo de Antropología y en el Museo del Templo Mayor.

Se supone que cuando los mexicanos antiguos comenzaron su guerra de expansión, una de las iniciativas (la idea acaso es de Tlacaélel) consistió en rehacer su historia, la cual no pasaba hasta entonces de una vida oscura y de una sobrevivencia apenas precaria. Se inventaron un gran ayer queriendo ser alguien en el ahora. En esa engañosa reconstrucción los mexicas modificaron la pintura de los libros y las tradiciones orales y se apropiaron de la mitología y de la historia de los pueblos nahuas que tenían un legado tolteca. Entre esas tradiciones que se apropiaron probablemente se contaban los poemas de las edades o soles, de la creación del mundo, del descenso de Quetzalcóatl al país de los muertos para robar los huesos con los que crearía al hombre, de la entrega del maíz por parte de Quetzalcóatl a los hombres y la caída y fuga dramáticas de Quetzalcóatl, que recrea ahora en este bello libro Miguel León-Portilla.

Gracias al estímulo del padre Ángel María Garibay, León-Portilla empezó a adentrarse en los fascinantes secretos y los bellos dédalos del México antiguo a principios de los cincuenta. En esos años León-Portilla estudiaba filosofía. Sus dos primeros libros sobre el tema, la pieza teatral La huida de Quetzalcóatl, escrita en 1952 pero publicada hace apenas unos meses, y La filosofía náhuatl, que publicó en 1956, dejan ver las huellas de sus estudios. Lector de los presocráticos, de Heidegger, pero sobre todo de Henri Bergson, a quien sigue admirando, ninguna idea lo ha obsesionado tanto como el tiempo. No en balde su primer libro era un teatro de ideas donde el tema central es el tiempo: el tiempo sin fechas de los dioses, el tiempo cambiante de las ciudades, el tiempo frágil del hombre y de sus creaciones artísticas. En aquel 1952 León-Portilla no sabía aún a fondo el náhuatl, por lo que leyó principalmente los poemas antiguos en las diversas versiones que existían en los textos de cronistas españoles e indígenas. En una tradición llena de flores y cantos inolvidables, el poema sobre la caída y la fuga de Quetzalcóatl es especialmente hermoso, y el final, con su constelación de imágenes prodigiosas no puede leerse sin un arrebato de la más alta emoción: a la orilla del mar Quetzalcóatl se viste de quetzal y se pone una máscara verde, las aves de plumajes deslumbrantes vienen a despedirlo, él se arroja al fuego de la hoguera y cuando su cuerpo se vuelve cenizas baja cuatro días al reino de los muertos y cuatro días después se alza su corazón para llegar al cielo y convertirse en la estrella de la mañana y del atardecer.

En el poema teatral o en su teatro poético de ideas León-Portilla deja muy bien un puñado de preguntas donde no se excluyen las ambigüedades: ¿Quetzalcóatl fue un dios o un sacerdote? ¿Los dioses existen en el tiempo? ¿Existen siquiera los dioses? ¿Por qué Quetzalcóatl prefirió la eternidad al ahora? ¿La gran Tollan existió alguna vez o es un sueño figurado? ¿Y cuál era la gran Tollan? ¿Tula, como han dicho algunos, ciudad que no muestra ningún vestigio de una supuesta grandeza antigua? ¿O Teotihuacan, como han querido ver algunos otros y otras? ¿O fue una ciudad maravillosa que se ha perdido en la niebla de los años y los días pero perdura como las imágenes de un cuento fantástico? Hayan existido o no, haya embellecido el mito las dimensiones del hombre y de la gran Tollan, lo cierto es que la idea emblemática de un Quetzalcóatl creador del hombre, dador del maíz, magno civilizador y principal protector de las artes y la cultura es una imagen que perduró a través de los múltiples atados de años en los pueblos de Mesoamérica. Creyentes del tiempo cíclico, los mexicanos antiguos dejaron en sus libros pintados y en sus tradiciones orales no sólo la idea del regreso de Quetzalcóatl, sino de numerosos regresos. No es otra la idea final que deja el conocimiento del mito y la lectura del final de este libro. Esa idea del regreso toca los dos extremos de las civilizaciones del altiplano, y más concretamente, la mexica: está en las lecciones del mito y en la destrucción de México-Tenochtitlan. Una de las causas que se han repetido sobre la caída del imperio mexica fue la creencia en la idea del regreso. La caída y la fuga de Quetzalcóatl, ocurrida en un pasado mítico, volvía a repetirse el 12 y el 13 de agosto de 1521 con la caída y la desbandada de los mexicas. Ningunos otros versos de la flor y el canto nahuas son tan tristes y dolorosos como esos dos del cantor tlatelolca que resumen la ruina y la pérdida de una civilización, de una religión, de una forma de gobierno, en fin, de un pueblo: "¡Llorad, hermanos míos! Tened entendido que con estos hechos/ hemos perdido a la nación mexicana!"

No menos importante en el poema antiguo y en la pieza teatral en verso de León-Portilla es la idea de la lucha del bien y el mal, de la noche terrible y la estrella de la mañana y del atardecer, en la que el bien es vencido. No hay en eso otra cosa que la lucha desde los orígenes de los Tezcatlipocas con Quetzalcóatl. El medio para hacerlo caer es engañarlo: los hechiceros enviados por Tezcatlipoca hacen que Quetzalcóatl se embriague y cometa incesto con su hermana para que transgreda las leyes que él mismo creó. En la caída, Quetzalcóatl, sin ánimo ni voluntad, se da cuenta de que es sólo humo o una sombra fugaz en la región del brevísimo instante. Y se va. Y se aleja hacia la tierra del color rojo para irse a un nuevo tiempo donde quizá al fin descifre "un bosque de adivinanzas".

Las traducciones de los flores y cantos de los grandes cantores del mundo náhuatl sólo pudo hacerlas un poeta; León-Portilla lo es; más que sus creaciones personales, como en el caso de Alfonso Reyes, su talento brilló en especial en el vuelo de sus musicales traducciones; quizá donde mejor puedan verse sus dotes son sus versiones de los Quince poetas del mundo azteca, donde el oído no le falla nunca. Tal vez sea injusto. Sus libros, que me han acompañado siempre, hechos con rigor imaginativo e imaginación rigurosa, tienen el vuelo y el aire del sueño de la poesía.

Pero aun en esta pieza inicial, escrita hace cincuenta años, encontramos momentos poéticos de gran belleza. Permítaseme citar al menos dos. Éste, donde un vencido Quetzalcóatl lamenta la pérdida de la ciudad que embelleció y engrandeció:

¡Tula, centella momentánea,
  pero tan brillante,
  que por un momento la confundí
  con el sol!


O cuando al partir hacia el oriente se pregunta sobre los hechos y cosas de la vida y quisiera saber qué significan:

¿O es que la explicación está más allá, 
    en el lugar de la luz, donde se 
        encienden los astros?
A magníficos arqueólogos e historiadores les debemos haber recobrado la belleza de la historia y las creaciones de los pueblos de lo que hoy es México. Nuestra historia antigua sería un pozo de oscuridad sin los libros de, entre otros, Eduard Seler, Alfonso Caso, Laurette Sejourné, Jacques Soustelle, Walter Krickeberg, John Eric Sidney Thompson, Sylvanus G. Morley, Román Piña Chan, Ángel María Garibay, José Luis Martínez y Eduardo Matos. Un sitio solar en este cielo lo ocupa Miguel León-Portilla, un hombre que tuvo "endiosado el corazón", y quien durante cincuenta años no ha dejado de dialogar con los antiguos forjadores de cantos para que también dialoguemos con ellos y para que no se nos olvide enorgullecernos de la herencia prodigiosa y múltiple de la Toltecayótl.
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