Jornada Semanal, 26 de mayo del 2002                 núm. 377
Enrique López Aguilar


WAGNER Y LOS JUDÍOS (I)

Richard Wagner (1813-1883) ha sido, indudablemente, una de las figuras musicales alemanas más controvertidas y polémicas, no sólo en su momento. A sus sólidos conocimientos de la historia de la música unía un peculiar talento de ensayista, en la vertiente de lo que Schumann había intentado con la fundación de una revista para dar expresión a la nueva estética alemana y romántica, la Neue Zeitschrift für Musik, de la que fue cofundador en 1834, y editor de 1835 a 1844; asimismo, si bien es cierto que Wagner intentó algunas exploraciones sinfónicas no muy afortunadas, así como música de cámara perdida, y una transcripción para piano de los Wesendonck lieder, poseía un fuerte instinto dramático que lo ubicó rápidamente en la ópera, género en el que no sólo innovó, sino que rompió con la influencia italiana del bel canto, se propuso la fundación de una ópera alemana y, fenómeno peculiar, fue autor de sus propios libretos, de manera que unía sus enormes capacidades musicales a las poéticas, habilidad que le permitió eliminar las arias, momentos en los que se suspendía la acción dramática para que el solista pudiera emprender su morceaux de bravoure mientras los demás personajes, paralizados, esperaban a que terminara de cantar su parte de lucimiento, cosa que le parecía aberrante desde el punto de vista de la dinámica teatral. Era, además, buen lector de los dramaturgos griegos y de la tradición literaria alemana, así como un convencido pangermanista que celebró la unificación de Alemania bajo las sombras tutelares de Guillermo i y Bismarck, asunto nada inusual en esa época pletórica de nacionalismos europeos si se recuerda la participación de Verdi en la unificación de Italia, con la coronación de Víctor Manuel y el liderazgo de Garibaldi, o el paneslavismo de Tolstoi, Dostoievski y Tchailovski.

Inescrupuloso para su vida amorosa, Wagner se relacionó con Mathilde de manera apasionada cuando fue huésped en la finca del matrimonio Wesendonck, en Zurich, entre los años 1857-1858, periodo del que surgieron las canciones con acompañamiento orquestal tituladas Wesendonck lieder. Carismático como era, en 1863 conoció a Friedrich Nietzsche, quien rápidamente lo entronizó como la cumbre musical de su época, tal vez bajo el efecto de una emoción no exenta de enamoramiento… cuando ambos personajes se distanciaron, Nietzsche declaró vengativamente que Georges Bizet representaba el verdadero espíritu de la música del momento. En 1864, Luis II de Baviera se convirtió en protector y mecenas de Wagner, por lo que éste se trasladó a Munich, pero en 1865 se estableció en Suiza, cerca del Lago Lucerna, donde lo alcanzó Cósima, esposa de Hans von Bülow e hija de Liszt, quien se convirtió en su segunda esposa al término del proceso de divorcio, en 1870. De esa relación nació la ópera Tristan und Isolde (estrenada en 1865). En 1872 vigiló la construcción de la Festspielhaus, en Bayreuth, edificada para representar sus óperas de acuerdo a diseños propios.

Autor de una producción breve, pero con óperas que tienen a dilatarse mucho durante su representación (Parsifal puede alcanzar las seis horas en escena), la misma le bastó para transformar el panorama operístico del momento, obligando al mismo Verdi a buscar nuevas formas expresivas, como las de su último periodo creativo: aparte de las ya mencionadas obras wagnerianas, deben recordarse Rienzi, Der fligende Holländer, Tannhäuser, Lohengrin, la tetralogía de Der Ring des Nibelunge y Die Meistersinger von Nürenberg. Además de su obra estrictamente musical, Wagner dejó constancia de sus ideas estéticas en ensayos como La poesía y la música en el drama del futuro, Arte y revolución, Comunicación a mis amigos y una buena colección de poemas. De sus ensayos puede extraerse su concepto de arte "total", ambición wagneriana que, de alguna manera, compartía con otros autores de su momento, y que él creía reunida en la ópera: música, poesía, teatro, arquitectura, escenografía… De ese arte total y nacional, Wagner deducía, un poco aristotélicamente, una suerte de catarsis que debería transformar al público. En el fondo, estaba convencido de que en cada país debería producirse un esfuerzo como el suyo para conseguir ese proyecto. Menos de treinta años después de su muerte, las vanguardias lo echaron por tierra, pues iniciaron, más bien, la fragmentación de las artes, cosa que de alguna manera consolidó la primera guerra mundial.

La influencia de Wagner no sólo se redujo al universo operístico, sino que alcanzó las esferas de la música sinfónica, particularmente a algunos importantes compositores de la llamada Escuela Sinfónica Vienesa: Anton Bruckner, Gustav Mahler y Richard Strauss no podrían ser comprendidos sin la influencia wagneriana; de la misma manera, el propio compositor se encargó de prefigurar a sus ancestros, tal como lo anuncia en el comienzo de su célebre Credo: "creo en Dios Padre, en Mozart y en Beethoven…". Por éstas y otras razones, entre ellas las del temperamento arrogante y vanidoso de Wagner, fue célebre su oposición con Johannes Brahms, hasta el punto de que se llegó a hablar de una verdadera enemistad entre ambos autores, la cual más bien parecía fomentada por los amigos, discípulos y admiradores de ambos que por ellos mismos. La raíz de esa "enemistad" parece radicar en dos motivos: el carácter revolucionario que Wagner deseaba del arte, y la actitud aparentemente conservadora de la música de Brahms, a quien se llegó a calificar de "académico", no obstante que la suya era una verdadera síntesis de toda la música alemana del siglo XIX; el segundo motivo parece sustentarse en la consideración de la crítica contemporánea, pues algunos veían en Brahms la encarnación del espíritu alemán en música, y Wagner se creía la encarnación del mismo espíritu. 

(Continuará.)

Tropiezos culinarios

En un ensayo titulado "La antropología de los modales en la mesa", el escritor norteamericano Guy Davenport enumera los platillos que se ha visto obligado a comer en nombre de la buena educación, generalmente en los hogares de parejas recién casadas: "papas hervidas crujientes como castañas, sanguinolentos pedazos de puerco, gravy que podría servir para escabechar un arenque y puré de hígados de pollo crudo". Davenport menciona la creatividad insólita de su tía Mae, aquella que aliñó la ensalada con un tónico astringente y que un día preparó un budín de plátano que contenía pedazos de huevo duro esparcidos estratégicamente por aquí y por allá. Yo tengo tías así, y creo que hay que consecuentarlas, es decir, comerse sin chistar sus tamales de cajeta y sus pozoles de pescado.

Hace poco, una pariente muy querida horneó un pavo y se le olvidó quitarle la bolsa de plástico con las vísceras, ésa que dejan adentro para hacer la salsa. El sabor de ese pavo fue algo extraordinario. Tenía un regusto a carne ahumada, pero que hubieran preparado con humo de llanta. Pero mi pariente sabe hacer unos pasteles y panes que saben a gloria, así que no dije nada. A todas nos ha pasado.

Cocinar es un arte, y como todo lo que vale la pena en la vida, cuesta trabajo aprenderlo. Debo decir que a pesar de que cursé un taller de cocina en la secundaria, salí de la escuela siendo la misma cocinera extravagante que era el día que me inscribí.

Aprendí trucos poco ortodoxos, como licuar jitomates metiéndolos en cuatro bolsas de plástico y arrojándolos desde el tercer piso de la escuela (este sistema hacía que los jitomates quedaran con la consistencia de una salsa molcajeteada y fue muy imitado) o preparar chilaquiles "sorpresa" con una bolsa de Doritos y media cebolla picada.

Davenport confiesa que generalmente se alimenta de porquerías fritas, sopa de lata y barras de chocolate. Típica dieta masculina, de gente despreocupada que nunca recibe invitados a cenar. Mi hermano vivió toda la adolescencia de un régimen de Zucaritas sin leche y tacos al pastor. Cuando llegué a la casa donde vivo, mi marido tenía por toda provisión un litro de aceite ya transparente de tan viejo, unas latas sin etiqueta, y en el refrigerador una colección de fiambres cuyo origen jamás pude averiguar pues estaban cubiertos por una espesa capa verde que hubiera hecho las delicias de cualquier infectólogo. Todavía tenemos el mismo refrigerador, un modelo Picapiedra –imagínese, lector, a un dinosaurio miniatura abanicando los bisteces– que congela todo lo que guardamos arriba, incluyendo los huevos, y que deja a merced de la temperatura ambiente todo lo que se almacena abajo. Huelga decir que cenar en mi casa puede ser una aventura, como aquellas que emprenden los gourmets japoneses aficionados a la carne cruda de pez globo y que puede terminar en la sala de emergencias del hospital.

Recuerdo con claridad la cara de asombro de mis padres la primera vez que, ya casada, los invité a cenar a mi casa. Los nopales estaban babosos, el pollo duro y el arroz era un bloque quemado y húmedo al mismo tiempo. Mi mamá se reía, tapándose la boca con la servilleta, mientras mi papá desplazaba los pedazos de pollo por todo el plato, para crear, me imagino, la ilusión de que algo había desaparecido.

Confieso que he tenido tropiezos. Algunos por exceso de entusiasmo, como aquella vez en la que la extraordinaria cocinera Joan Mills, la mamá de la poeta Tedi López, trató de enseñarme cómo hacer galletas con chispas de chocolate.

–No les pongas más chocolate del que indica la receta, porque la pastelería es pura química –me dijo cuando las quise "enriquecer".

Como soy una necia, aproveché una distracción de mi amable maestra para añadir un puñado de trozos de chocolate a la masa. El resultado fue deplorable: la mezcla se pasó de grasa y las galletas se deshicieron. En lugar de montoncitos dorados, sacamos del horno una lámina aceitosa y quebradiza que olía a chocolate quemado.

Una noche inolvidable invitamos a cenar al novelista Carlos Fuentes. Mi marido y yo averiguamos qué vino le gustaba y compramos siete botellas. Cuando llegaron Carlos y su esposa Silvia Lemus, él nos dijo que ya no bebía en las noches y nos pidió una Coca Cola. No teníamos. Todo fue como un sketch del Circo Volador de Monty Python, y para coronar una cena llena de metidas de pata –Carlos y Silvia fueron los invitados más gentiles y pacientes que uno pueda imaginarse–, Fuentes pidió un té con tres cucharadas de azúcar. Corrí a la cocina. En el fondo del azucarero quedaba un polvo raquítico. Me dio un mareo. Le puse al té dos sobres de Canderel y recé un Padrenuestro. Carlos, por supuesto, se dio cuenta, pues el té quedó turbio. Le dio dos sorbos y no dijo nada. Continuó conversando, sonriente y amable, y dejó la taza a un lado.

"Algún día me resarciré", me digo cada vez que me acuerdo. Les prepararé una cena perfecta; aprovecharé todo lo que he aprendido de cocina en estos años. Vaya, ningún soufflé se habrá apachurrado en vano.


Noé Morales Muñoz


1822, el año que fuimos imperio 


En política, el asunto no es enfrentar a 
un caudillo con otro. 
Estaríamos siempre en el mismo juego de reducir 
la historia a lo que nos sucede a cinco o seis personas.
Jorge Luis Borges


Curioso y hasta irónico resulta que la cita elegida como epígrafe para la entrega de hoy provenga de un personaje confesa e indudablemente apolítico como lo fue Borges, cuya cándida y muchas veces contradictoria postura ante el poder despertara más de un comentario lapidario. Pero más allá de particularidades, se le incluye no por reveladora sino por elocuente e irrevocable, como casi todo lo que el polígrafo argentino vertió en negro sobre blanco o a manera de testimonio a terceras personas. Y, por supuesto, por creer el columnista que guarda estrecha relación con los tópicos que habrán de abordarse en líneas sucesivas. Aunque lo que Borges señala como obviedad bordeante con la perogrullada quizás no lo sea tanto considerando el enorme abismo que separa a la teoría de la práctica en el ámbito político, sobre todo en países que, como el nuestro, parecen no cansarse jamás del desfile de ineptitudes que generan gobiernos diferenciados a veces en el discurso, pero hermanados atávicamente en incapacidad, chabacanería y torpeza. 

Lo anterior podría ser una excelente justificación para la creación casi exclusiva de objetos artísticos tendientes a la lamentación de lo que parecería ser una desgracia irremediable o, siendo demasiado optimistas, de solución muy a largo plazo. Sin embargo, tal vez lo mejor sea conminar a la reflexión mediante una revisión punzante e inteligente (dos adjetivos perfectamente aplicables a gran parte de la obra borgeana, por lo demás) de algunos pasajes fundamentales de la Historia que, quién lo sabe, pudieran considerarse como el germen directo de lo que nos ha tocado vivir en la actualidad. Esta parece haber sido la ruta elegida por el dramaturgo y guionista mexicano Flavio González Mello, cuya pluma se inmiscuye mordazmente en las desventuras del México incipiente en 1822, el año que fuimos Imperio, obra estrenada hace semana y media en el Teatro Juan Ruiz de Alarcón del Centro Cultural Universitario.

El texto, incluido dentro de la más reciente antología de teatro mexicano editada por El Milagro y Conaculta, aborda desde un ángulo humorístico las corruptelas y contubernios del mundillo político del México de la Independencia, centrándose preponderantemente en dos figuras capitales: Agustín de Iturbide (un delicioso Mario Iván Martínez) y su efímero reinado; y por el otro, la soslayada figura de fray Servando Teresa de Mier (Héctor Ortega), religioso a contracorriente de los designios de una oligarquía tan inexperta como inoperante. Presentando irreverentemente las pugnas entre los personajes trascendentales de la época, González Mello, como atinadamente señala Roger Bartra en el programa de mano, evade toda superficialidad en un brillante ensayo paródico sobre los mecanismos del poder de la clase política nacional, tan parecida en aquel entonces a la actual que parecería ocioso contradecir la teoría que dicta que la Historia, donde se le quiera localizar, es cíclica por naturaleza. La óptica siempre a contrapelo del protagonista Teresa de Mier funciona espléndidamente como el hilo conductor de una narración que, valiéndose sin duda de una exhaustiva investigación documental, revisa puntualmente el rol de ciertos próceres discutibles de nuestra patria, entre los que se incluye a Guadalupe Victoria (Hernán Del Riego), Vicente Guerrero (Mario Zaragoza) y al tan crepuscular Santa Anna (Martín Altomaro), entre otros.

Tras esa endeble escenificación que fue Las obras completas de William Shakespeare, Antonio Castro corrobora su afinidad con el humor elegante y malicioso, en una puesta que alcanza niveles de indiscutible calidad. Contando con la fastuosa pero funcional escenografía de Mónica Raya, Castro acepta sin tapujos el perfil indudablemente barroco que en lo visual demanda el texto de su escenificación, resolviendo limpiamente ámbitos, traslados y puentes entre escenas. Dosificando exactamente diversas herramientas humorísticas, Castro logra un tempo mayormente uniforme, principalmente en la primera mitad de la obra, en la que, no por casualidad, el ritmo de la escritura de González Mello es mucho más logrado en comparación con la segunda, donde la trayectoria tragicómica del personaje principal estaciona por momentos el flujo de la acción.

El director también consigue amalgamar notablemente la tarea de un elenco numeroso y ecléctico, que presenta un funcionamiento idóneo como bloque. Así, Castro aprovecha al máximo la versatilidad de sus actores, ya sea en el caso de las hilarantes caracterizaciones, que no caricaturas, a cargo de los comodines (Humberto Solórzano, Mario Zaragoza, Sergio López, Alain Kerriou y Eugenio Lobo), o en las interpretaciones más interiorizadas de quienes interpretan papeles principales (Ortega, Martínez, Altomaro, Emilio Ebergenyi Hernán del Riego y Juan Sahagún). Salvo por la notoria excepción de Martín Altomaro como Santa Anna, plano de intenciones vocales y por momentos monótono, y por algunos tropiezos de memorización de parlamentos que el loable esfuerzo de Héctor Ortega no alcanza a evitar, estos elementos en su conjunto desembocan en un montaje notable y festivo, ampliamente recomendable para todos aquellos a quienes reconfortaría saber que nuestros tatarabuelos tampoco la pasaban demasiado bien.

Luis Tovar


Luna menguante

En una conferencia de prensa previa al estreno comercial de Las caras de la luna le preguntaron a Guita Schyfter, directora de la cinta, si tenía alguna idea de por qué ninguna distribuidora fílmica de capital privado había decidido encargarse del lanzamiento de su más reciente producción. La señora Schyfter afirmó que inicialmente Columbia TriStar mostró interés y que después ya no tuvo más noticias.

Pasaron los meses, hasta que –como ha sucedido tantas veces con otras películas mexicanas a las que los dueños de la mayor parte del pastel cinematográfico les hacen el fuchi– IMCINE le entró al quite para que finalmente Las caras de la luna fuera incluida en lo que se llama corrida comercial. De este modo, la casi clandestina cifra de cinco copias de la cinta puso fin a una espera que ya sumaba catorce meses, contados a partir de la edición antepasada de la Muestra de Cine Mexicano en Guadalajara, donde Las caras... se exhibió por primera vez.

Hasta aquí no hay ninguna novedad, pues algo así viene sucediéndole aún a buena parte de la filmografía nacional reciente. Lo atípico fue que Schyfter sugiriera que el desinterés de Columbia se debió a que su película tiene protagonistas femeninas exclusivamente. Tras escuchar tamaño despropósito, recordé una media docena de filmes protagonizados por mujeres, mientras pensaba que acaso la cineasta quiso hablar de feminismo y terminó haciéndolo de mujeres. Alguien dirá que es lo mismo, pero quizá no piense igual luego de ver Las caras de la luna (eso, si para cuando estas líneas sean publicadas la película no ha sido devuelta a las latas). Y quizá, de paso, dé con la que suele ser la única razón para que una empresa distribuidora desista de entrarle con una cinta.

EL ARTE QUE SE MUERDE LA COLA

Por lo regular, cualquier producción artística (teatro, literatura, cine, etcétera) que se tome a sí misma como tema, corre el enorme riesgo de ser redundante cuando quiere ser autosuficiente, simplona cuando quiere ser directa, meramente enunciativa cuando quiere ser profunda, e intrascendente cuando quiere ser todo lo contrario. Algo así le sucede a la cinta de Schyfter, que tiene su núcleo narrativo en un grupo de cinco féminas
–mexicana, española, estadunidense, uruguaya y argentina–, convocadas como jurado de un supuesto Tercer Festival de Cine Latinoamericano de Mujeres. Teniendo en contra la mal disimulada (y nada graciosa, pese a los esfuerzos de Diana Bracho) presión del comité organizador para influir en su decisión, así como la presencia ominosa de una actriz desesperada por obtener un estelar (Claudette Maillé en un papel que pareciera su alter ego), y la de una concursante (Fabiana Perzábal) que se vale hasta de mensajes anónimos para ganar el concurso, las personajes interpretadas por Carola Reyna, Ana Torrent, Carmen Montejo, Geraldine Chaplin y Haydeé de Lev pasan seis días en México, más que poniéndose de acuerdo para decidirse por un trabajo folclorista, uno amarillista y otro dizque "de vanguardia", ocupándose de sus propios asuntos, sean de salud –la mexicana–, de negocios –la española–, políticos –la uruguaya–, de nostalgia y reencuentro –la argentina–, o de ligue ocasional –la estadunidense. En lo que sí coinciden es en la enunciación ininterrumpida e inclemente de todos los axiomas y las consejas y los dictum y los principios y las declaratorias imaginables referentes al "universo femenino".

En este sentido, el más notorio de los muchos inconvenientes de Las caras de la luna es su estrepitosa derrota en la lucha por no caer en el lugar común. Cada una de estas mujeres es obligada por los diálogos –magníficos ejemplos de cómo hablar consigo mismo a través de los oídos de otro– a definir su postura con tanta enjundia y tanto apresuramiento, que acaban convirtiéndose en planas caricaturas de lo que pudieron ser personajes interesantes. El Festival acaba siendo lo de menos, igual que las subtramas, entre las que destaca el reencuentro de la cineasta argentina con un viejo amor mexicano (Gonzalo Vega) y una persecución policiaca contra la cineasta uruguaya, antigua guerrillera, plasmada con una ingenuidad y una impericia que terminan volviéndola memorable pero por anticlimática.

LO DIJO UNA DE ELLAS

La capacidad de autocrítica que Guita Schyfter no ejerció en la citada conferencia de prensa, es llevada al extremo en voz del personaje interpretado por Geraldine Chaplin cuando, al refutar algo que acaban de decirle sus colegas, lo define así: "Lugares comunes perfectamente superficiales y idiotas" (sic). No suscribo el "idiotas", pero me quedo con el resto de la frase y, si hiciera falta defenderme de cualquier acusación de misoginia, me remito a la opinión de las mujeres que conozco y que han visto la película, con la que afirman no sentirse ni retratadas ni identificadas ni nada que se le aproxime.

Aunado a lo anterior, Las caras de la luna exhibe, en el sentido más inclusivo del término, las limitaciones de Schyfter en el ejercicio cinematográfico. Los emplazamientos de cámara, la composición de cuadros, el trazo escénico, la disposición de secuencias, la musicalización y otros aspectos son de una elementalidad que, lejos de ayudar al desarrollo de un guión asimismo elemental, mueve al bostezo, cuando no al pasmo ante los desalentadores esfuerzos de quien posee una trayectoria que incluye más de diez documentales y tres largometrajes de ficción.


Angélica
Abelleyra
 
mujeres insumisas

Verónica Ortiz: no existo para eternizarme

Siempre anda desafiando la estrechez de mentes o barandales; sale airosa y sigue adelante. Lo mismo con el marido que la encerraba en casa, con el programa de televisión o de radio que llegó a decirle poco y con el acercamiento al poder político que alcanzó a seducirla, la periodista Verónica Ortiz cambia de aires y se retira cuando ve deteriorado su proceso de crecimiento y corre el riesgo de instalarse en el ego.

A los dieciséis años se puso a enflacar para poder pasar entre los barrotes de una residencia donde su esposo la tenía enclaustrada. Logró escapar y volvió a la casa familiar de la cual había corrido a su padre por ser un tenaz golpeador de la madre abnegada. Pero Verónica siguió huyendo y optó por el viaje. Trabajó de aeromoza para una línea canadiense y aunque el trabajo era pesado, con base en Perú, durante los dos años que duró la huelga en la empresa logró viajar a París con veinticinco dólares y conocer parte del mundo.

De los aires pisó tierra y se convirtió en gerente de recursos humanos de un banco. Cuando estaba harta de la iniciativa privada, aceptó una invitación para ir a China y formar un equipo que realizaría un diccionario chino-español. Aprendió entonces sobre el comunismo y la lucha de clases e hizo televisión infantil en inglés, hasta que la contactó el periodista Jimmy Fortson para invitarla a hacer televisión en México.

Ese sería el comienzo de una carrera autodidacta en la que Verónica suma veintidós años de una amplia trayectoria en radio, televisión y prensa (ambas en receso), con temas de sexualidad y política como constantes. En1980, en Canal Once inició como coordinadora de invitados de la emisión "Cara a cara" y co-conductora de "La pareja humana", el primer programa en la televisión mexicana sobre sexualidad y amor. Hasta 1989 fue reportera, guionista y conductora de ese canal del ipn, además de ocupar espacios en Radio Mil y Radio Universidad en "Palabras sin censura", "Sexo sentido", "Amores y desamores" y otros con temas de política y democracia.

"Me dio diarrea en mi primera prueba del Once; pensaba que era una tonta y que estaba impreparada para hablar ante una cámara. Desde luego eso lo sigo sintiendo porque la televisión es una radiografía donde se ve lo bueno y malo que traes dentro, tu nerviosismo, enojo, inexperiencia. Es una sensación de responsabilidad que se pega al estómago y cuestiona tu responsabilidad de tomar un micrófono. De entonces a la fecha me doy cuenta que quien quiera seguir debe prepararse, leer y hacerse especialista."

Su incursión en la radio fue casi simultánea. "Cuando empecé a estar en el rating del mundo, cuando existía, entré a Radio unam. Fue vital para mí pues aunque yo pagaba las pastillas de la tornamesa, tenía total libertad para hablar de sexualidad y política."

Para la periodista, ambos universos se hermanan. "La sexualidad tiene que ver con la libertad de poder actuar, amar y tener placer. La política tiene que ver también con la libertad y la democracia. Suena a lugar común, pero la democracia tiene que empezar en la cama. Si allí no se establecen relaciones de igualdad, respeto y compromiso, está muy difícil que en la vida de fuera lo intentemos. ¿Te imaginas qué actitud civil puede tener un policía, eyaculador precoz, con una mujer anorgásmica? ¿O una legisladora con cualquier disfunción sexual tomando decisiones en la Cámara? Estos son problemas de salud pública, pues resulta elevado el porcentaje de afectados y sólo se puede curar con terapia, con diálogo y con destrabar las culpas y la moral que nos tienen tan atolondrados."

Precisamente ambos temas le generaron conflicto y censura. "Me perseguían y amenazaban de muerte en el sexenio de Salinas de Gortari. No pude trabajar varios años por eso. Y del tema de sexo me llamaban de la dirección del Canal Once para decirme que a Miguel de la Madrid le molestaba que tratara la homosexualidad. Además me la pasaba en la Subsecretaría de Gobernación para que me explicaran la línea divisoria entre lo que podía decir y lo que no. Al subsecretario en turno le respondía que si ellos me ponían una línea yo lo único que hacía era empujarla un poco y en esa medida cada cual hacía su trabajo. Con eso aprendí que nunca he estado para eternizarme. Decidí que cada programa era el último y no me toqué el corazón para autocensurarme. Cuando sentí que debía irme hice las denuncias del caso. Nunca me quedé callada."

Ahora se mantiene un tanto silenciada, al menos en la tele. Conserva una co-conducción con Ciro Gómez Leyva en Radio Fórmula, espera la edición de una novela sobre abuso sexual infantil y aunque tiene ganas de retornar a la televisión, siente que no tiene cabida en la estructura actual de los medios obnubilados por el fatal rating. Tampoco quiere volver a estar cerca de un político, como lo estuvo de Rosario Robles cuando fue jefa de gobierno del DF y manejó la unidad de análisis e información. "Me seduce tanto el poder que no me gusta estar cerca de él. El poder que da la política y que tienes sobre los demás engendra un grupo de aduladores que te hace perder piso. Yo alguna vez me lo creí, me di un sentón bárbaro y por eso aprendí a no eternizarme en ningún sitio."

Lo que sí quisiera eterno es el poder de la ficción asentada en papel. "Si me preguntas qué quiero ser, te digo: escritora. La novela es la libertad absoluta y a mis cincuenta y dos años lo sigo intentando", concluye esta pelirroja obsesiva que desea aprender a reír mucho más.


LAS ARTES SIN MUSA
La catrina: “demasiado rock, demasiado pop, 
demasiado jazz...” 

Alonso Arreola

El fin de semana pasado ocurrió algo lamentable, algo común: desapareció un excelente grupo de... pop... de rock... de folk... Un excelente grupo, a secas, que existió sin fijarse paradigmas estéticos o comerciales de factura sospechosa; que arremetió con brío en la persecución de su malograda permanencia. 

Mas no se extrañen quienes no sepan algo de esta agrupación. Su desconocido paso es el aliento de esta despedida. 

Formada en la Ciudad de México, La Catrina –que así se llama el grupo– inició su ronda hace más de diez años, casi todos bajo el nombre de El Círculo de los Seres Queridos. Tras algún tiempo entre las fantasmagorías del under, el buen hacer de un banjo, un violín, un bajo, una batería, una trompeta y un teclado, evolucionó e intentó situarse –¡qué ingenuidad!– en algún lugar entre el pop, el rock, el country, el bluegrass, los corridos, el jazz y la música de cabaret, siempre con el uso de letras de estructura ligera y genial frescura, con la lucidez de una búsqueda sonora ajena a sufrimientos internos y a presiones externas. Llegó entonces el día del tan esperado "éxito". Una de las cabezas de esa fantástica Hidra con cuerpo de perro se fijó en ellos y los tomó por hijos pródigos. Warner Music apostaba una vez más por un grupo local y pagaba miles de dólares para la grabación de un disco en España, Estados Unidos y México bajo la batuta de reconocidos productores. Así se imprimió la placa, ese sueño redondo que para unos representa el inicio del destino, y que para otros no es sino producto calculado que probará su fuerza ante los gigantes del mercado, cual boxeador obligado a dar knockout temprano so pena de que alguien ajeno al sudor y a los esfuerzos haga volar la toalla del reemplazo. 

Pero salió el disco de La Catrina, decíamos. Se hicieron entrevistas para prensa y televisión. Las cosas marcharon como siempre hasta que, llegado el momento de entrar a la radio, "¿qué pasó?", se preguntaron los músicos. Que los cálculos habían fallado: para las estaciones de rock el grupo era demasiado pop, para las de pop demasiado rock, para las de world demasiado jazz y para éstas demasiado ligero... Un paupérrimo entusiasmo generalizado que, sumado a que la cabeza de la Hidra se ocupaba ahora de Alejandro Sanz, Luis Miguel, Café Quijano y La Ley, pintó de gris a un conjunto que había surgido, precisamente, por la variedad de sus colores. No importó que dos videos se hubieran realizado (la rotación en televisión fue tan mínima como en la radio por razones semejantes). Los medios impresos tampoco habían entendido bien a bien los boletines y mucho menos al equipo reproductor de discos. El grupo intentó entonces patéticos periplos por provincia localizando algún milagro. Manejadores llegaron y se fueron. La desesperación y las fricciones hicieron su periódica sentencia. Unos habían dejado sus estudios, otros el trabajo... "La apuesta parecía buena. ¿Qué nos ha pasado?" Que la Hidra, como tantas otras veces, olvidó ir de menos a más, trabajar con medios especializados, buscar alternativas en el extranjero, conseguir festivales con el perfil adecuado, tomarse el tiempo para hablar con estos seis frustrados músicos... Es decir, olvidó sus fines y motivos, por lo que llegó lo inevitable. La Catrina –cual imagen de José Guadalupe– murió revolucionaria y sonriente en un concierto tan emotivo sobre el tinglado del Bull Dog Café como patético por la audiencia, fiel a su alcoholizada soberbia de adolescente y lista para descuartizar –como siempre– al grupo de la una y media de la madrugada. 

Así, los rostros desencajados de unos tipos llamados René, Gabriel, Philip, Efraín, Jaime y Víctor torcieron felizmente sus labios, como tras quitarse una camisa de fuerza. Tangos, sones y corridos sobrevolaron por última vez los rincones de esta construcción de tipo árabe venida a menos y en cuyo interior se indigestan quienes intercambian boletos con impíos bármanes. Finalmente, la perfecta hechura de un puñado de canciones hizo que algunos lamentáramos con ganas su prematura desaparición ante la Hidra; su naufragio provocado por el astillero ineficaz que aún media entre el puerto de nuestro oído y un mar de músicas amplificado.