Ojarasca 62  junio de 2002

pfinal

 
 

martinez


Mario Martinez, Watsonville, Cal. Foto: David Alexander



Fugitivos del viento

Hermann Bellinghausen, Greenfield, California. Qué grandes son los cielos de América. Del norte-norte a la Patagonia, el continente de las extensiones, moldeado por la codicia europea hasta alcanzar sus actuales forma y composición, no ha perdido su amplitud de onda remota. Cultivos y viñedos devoran el horizonte irrigados por un sol que se pone y alfombran los campos para las nubes más inmensas, largas como galaxias violeta, naranja, rosa, arrojadas a un mar de viento furibundo y frío.

Porcayo, Efraín y Eladio vienen huyendo de la policía del condado. No los impresiona el tamaño del cielo, si ni siquiera les pertenece. En su viaje desde Oaxaca han visto cielos igual de ajenos desde Puebla hasta Sonora. Todo fue cruzar a Arizona y empezar la persecución. Torcieron a California en la huida y han sido tomateros, cargadores y albañiles, sin topar en su recorrido una sola ciudad deveras. Sólo centros residenciales para blancos que contratan rápido, y rápido despiden. Pagan mal, tratan peor, y corren a la raza bajo cualquier pretexto, o ninguno.

Inestable y precaria es la existencia de Porcayo, Efraín y Eladio. De freeway en freeway, entre campos inmaculados que escupen agua (un sueño con fuentes para ellos, expulsados de la Mixteca por la sequía crónica). Es el paisaje que los ha perseguido desde Watsonville como utopía que no los perdona.

Cargan ya dólares en el morral. Divisan un letrero luminoso y distante de Burger King, enmedio de la nada pero prometedor. El frío de la intemperie interminable los petrifica pero corren, corren. Hace rato que dejaron de oír las sirenas de las patrullas, cual perros de caza tras el rastro que de mero existir los fugitivos dejan. Corren. A escasos metros del estacionamiento se detienen. Recuperan el resuello bajo unos contenedores repletos de desperdicios. Se limpian el sudor. Se fajan la camisa. Caminan a paso normal hacia el santuario de las hamburguesas. De quince comensales en las mesas de formaica, trece son mexicanos, indios como ellos pero tranquilitos, no se comportan como fugitivos. Consumen cocas jumbo, burguers baratas y papas a la francesa. Ven entrar a los tres fugitivos y los agregan a su silencio.

Porcayo pide a señas las hamburguesas a una empleada mexicana que le habla en inglés. Efraín recolecta las sodas de la llave automática junto a la caja. Esperan sin tomar asiento. Recogen la orden con hambre acumulada. Uuu la sirena de los cazadores, sorpresiva, cercana. Como tres tigres no tan tristes se deslizan a los juegos infantiles del backyard, se introducen al tubo de la resbaladilla roja y la trepan. Ocultos de la policía de Greenfield, se protegen también del viento gélido y comen, las hamburguesas. Calientitas. Por las ventanas combas del juguete que los esconde ven que los policías entran como tromba al establecimiento e interrogan gacho a los mexicanos.

Con los codos sobre la formaica, los paisanos ponen cara de plato, hacen no con la cabeza y terminan su orden de papas con doble cachup cabizbajos, disimulados, solidarios. Se va la patrulla, su sirena chilla descepcionada. Porcayo, Efraín y Eladio, putamadre el frío, abandonan el juguete.

Los fugitivos se acomodan chamarras, gorras beisboleras y morralitos, atraviesan las mesas ocupadas por paisas sin prisa alguna por salir al frío. Gracias hermano, gracias hermano, susurran a cada uno, ceremoniosos, escurridizos. Gracias hermano y salen cual corcho de sidra hacia el corazón de la noche, el freeway, los campos y costas que conducen a Los Angeles, donde todo lo que brilla es oro.

La Caballería Azul
y los indios que caen
 

Gary Soto


"Esos son los que van a salvarnos"

le dije al tío Shorty,

que traía el tatuaje de un tigre chino

en la espalda y andaba armado

porque iba a haber guerra,

siempre había guerra.

Regresó de Corea

sin una caravana de estrellas en el pecho

pero sí montañas de músculo,

él, el rey del empujón

en el carguero Enterprise.

"Esos van a matarnos",

dijo, sin apuntar

porque en una mano

tenía un cigarro, una copa

de trago en la otra.

Pero sí sabía qué le había preguntado.

Dijo que

los de uniforme azul eran el enemigo

y esos que al menor disparo

caían de los caballos

éramos nosotros. Miré

al televisor.

Nos estaban acabando.

Cada uno de los nuestros que caía

era de esos que la historia les pasó encima,

sus tumbas de pasto

subdividen hoy el medio oeste.

"¿Esos somos nosotros?", pregunté,

gatéandole encima.

Caían más y más de los nuestros,

unos hasta parecía

que sus propias flechas se volteaban en contra,

enchufadas a las gargantas

y los vientres. "Nos vienen persiguiendo",

dijo. Yo tenía siete años,

pero eché un vistazo a la taza de termos:

vino retinto. Puse mi mano

sobre la del tío.

Pásame un trago, pensé.

Esta película va para largo.
 
 
 

Descendiente de mexicanos, Gary Soto nació en Fresno, California. Pasó la infancia en el Valle de San Joaquín y ahora se mueve en Berkley. Es uno de los poetas chicanos más reconocidos. Escribe también ensayo, teatro y relatos para niños. Tiene la friolera de veintiún libros publicados. A natural man (Un hombre natural), Chronicle Books, San Francisco, 1999, su libro más reciente, es una pequeña joya de ironía poética naturalmente narrativa, con frecuencia perfecta. (Traducción: HB)

pagina final

regresa a portada