Hoy
Dos
jubilados se suicidan después de saber que luego de interminables
meses, una vez más les negaron el cobro de sus pensiones. Otro
jubilado entra a la agencia bancaria con una granada en la mano: "Quiero
que me den mi pensión, ni un centavo más ni uno menos".
El artefacto no explotó, pero no explotó porque le entregaron
su dinero. Un joven, empleado en un supermercado, a punto de ser padre,
se suicida en el mismo lugar de trabajo minutos después que el
gerente le notificó que quedaba cesante. Otras y otros jóvenes,
mujeres y niñas, hacen cola frente a negocios que fabrican pelucas:
esperan su turno para vender su cabello. Decenas de muchachas y muchachos
diariamente se agrupan con sus familiares en el aeropuerto internacional
de Ezeiza; esperan entre llantos y palabras entrecortadas el último
aviso para embarcar hacia un país hospitalario. La tía de
una de estas chicas volvió a su casa destrozada, la gente de su
barrio -gente humilde como ella- la vio abrir la puerta en silencio, nadie
atinó a decirle nada; minutos después una vecina la llamó
y le extendió un plato de ñoquis amasados por la mujer:
"Te vi tan triste que al menos quiero que comas algo rico";
otra mano, la de un vecino, le regalaba la mitad del paquete de sus cigarrillos.
Y la infancia: maestras de distintas escuelas de todo el país denuncian
que "en las aulas nuestras alumnas y alumnos se desmayan por hambre",
que en los comedores infantiles escolares "reciben la única
comida diaria", y que cuando alguna chica o chico falta "la
madre viene a buscar el plato de comida para su hija o hijo". A una
de las tantas mesas de trueque organizadas por la gente -donde las personas
cambian lo que no les sobra por lo que necesitan-, llegó una banda
de chicas y chicos -el menor tendría 5 años, la mayor 12-
con bolsas de juguetes: buscaron, hasta lograrlo, intercambiarlos por
leche en polvo, paquetes de fideos, azúcar, harina, medicinas infantiles...
Alguien les preguntó: "¿Son para ustedes?" "No,
para nuestras compañeras y compañeros de la escuela que
tienen menos para comer que nosotros".
Ayer
-- "¿Usted le está diciendo a las madres que roben
leche?
-- No, no se trata de robar precisamente. Les digo que les den leche
a sus hijos. Las madres llegan a los hospitales con sus hijos a punto
de morir. Sería necesario recetarles cinco litros de leche, ropa,
una casa digna, un puesto de trabajo... todo eso que la violencia de
este sistema les niega, pero sus hijos tienen poca vida ya y entonces
digo: lleve a su hijo a cualquier supermercado y déle leche".
Este diálogo, parte de una amplia entrevista que mantuve con
el psicoanalista argentino Fernando Ulloa, no es reciente. Fue mantenido
hace más de 10 años. Por ese entonces Ulloa trabajaba
en el campo hospitalario de la provincia de Buenos Aires, en sistemas
de Prevención de la Salud, una especificidad que él calificaba
como "un trabajo al margen de la marginalidad". La pobreza
era común a las/os pacientes, el cuerpo médico, la infraestructura
hospitalaria. "Los pediatras se desesperaban porque sabían
que poco y nada podían hacer para salvar a esos chicos. Comenzamos
a aprender a pensar clínicamente a través de conceptualizar
toda la práctica cotidiana partiendo de todas sus miserabilidades:
transformar esa comunidad sumergida por la pobreza, en un lugar fundamentalmente
de pensamiento, de imaginación para dar respuestas concretas
a problemas concretos. Funcionó entonces la autogestión:
no esperar lo que no vendría del Ministerio de Salud, y la utopía:
negarse a aceptar lo que niega la realidad". Lo utópico
no era un mero juego de palabras: la perversión del sistema,
además de sumergir a las personas en la marginalidad, les hace
creer y tomar lo anormal como normal. Pero no es normal que un niño
muera de hambre y esta realidad patética, que niega la vida,
no debe ser aceptada. De ahí que pacientes y cuerpo médico
fueron liberándose del aislamiento y la alienación que
desencadena la pobreza y "lleve a su hijo a cualquier supermercado
y déle leche. No se trata de robar precisamente", apenas
fue el comienzo. "En mis años de experiencia este plan,
iniciado una y otra vez en tantos lugares, fue desbaratado por los sistemas
políticos represores una y otra vez. Pero siempre nos hemos organizado
en otras partes porque inexorablemente la marginalidad puede llevar
al desánimo, pero también a la revolución. A la
revolución, a la utopía, no como algo que no tiene lugar,
sino la utopía de negarse a aceptar aquellas cosas que niegan
la realidad".
Ayer-hoy
4 de abril de 2002. Unidad Penal 12 de Gorina -provincia de Buenos Aires-:
el detenido Emilio Alí, está a punto de quedar en libertad.
26 años antes Alí había nacido en Mar del Plata,
ciudad de la costa bonaerense. Apenas asistió a la escuela y
ser vendedor ambulante para él era cosa de todos los días,
como en su barrio de gente carenciada, "José Hernández",
la desocupación y el hambre. Se afilió al Movimiento Sindicalista
de los Trabajadores -MST- y organizó la Comisión Marplatense
Contra la Represión -COMARE-: la violencia policial era la respuesta
a los reclamos de la población. En 1997, Alí y sus compañeros
del MST, encabezaron el primer PIQUETE -término local para designar
la toma y corte de carreteras estratégicas con gente movilizada-
de la provincia de Buenos Aires en reclamo de trabajo y alimentos. "Durante
el piquete hubo días que nevaba y la gente nos traía leña,
chocolate y pan. Aguantamos seis días y fuimos recibidos por
las autoridades provinciales. Conseguimos dos mil 700 puestos de trabajo".
Electo presidente de la Unión de Vecinos Organizados, en pocas
semanas organizó la apertura de siete comedores populares, y
logró que la Cámara de Supermercadistas de Mar del Plata
entregara periódicamente bolsas de alimentos a la gente desocupada.
El 5 de mayo de 2000, Emilio Alí lideró, junto a 120 vecinos
y vecinas, una ocupación pacífica en Casa Tía -de
capital multinacional-, el único supermercado que se negó
al acuerdo. Pedían comida y agua potable. No hubo violencia a
pesar de que la policía rodeó la empresa. Luego de horas
de negociaciones, el gerente entregó 150 bolsas de comida. La
gente retornó al barrio satisfecha por el nuevo logro. Pero Alí
fue detenido y encarcelado por "extorsión y coacción".
Se declaró en huelga de hambre y recién el 23 de abril
de 2001 comenzó el juicio. Lo condenaron a cinco años
y medio de prisión. Antes de que escuchara la sentencia, Emilio
Alí ya la conocía, como consta en una carta que escribió
a sus compañeros: " ... podía presentir que una tormenta
de impunidad estaba ante mí: me iban a condenar. Pensé
en una condena mínima, pero luego, cuando ya en la sala para
el fallo final miré a los jueces, supe que no era necesario que
la leyeran. Se les veía la cara de odio con que nos miraban".
Sus vecinos y vecinas presentes en la sala, emprendieron desde ese mismo
momento acciones para liberarlo. "Si hubo una persona que entregó
todo por el barrio, ése fue Emilio. Nunca pidió nada para
él, no robó, no mató, por eso el barrio está
muy enojado, esta condena es una injusticia. Todos estamos decididos
a salir a la calle por la libertad de Emilio", sostuvo una vecina.
Las movilizaciones recorrieron el país. El nombre de Emilio Alí
se asociaba a las reivindicaciones que estallaban diariamente y a la
exigencia de que no se condene la lucha social. Y la presión
de las organizaciones populares lo hizo posible: un fallo judicial sostuvo
que la sentencia inicial no estaba fundada y que el detenido debía
ser liberado. Emilio Alí salió de la prisión con
su convicción, su utopía: "Muchas veces me pregunté
qué delito cometí. Y me respondía que ninguno.
Siempre supe que mi detención era más política
que jurídica. Ya no tengo temor. Voy a seguir pidiendo pacíficamente
por lo que nos corresponde. Para que no haya más persecuciones,
ni para mí ni para los más de dos mil 800 compañeros
encausados que, como yo, reclamaron por sus derechos. Quiero que la
justicia, alguna vez, esté de nuestro lado".