Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 8 de julio de 2002
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Política

Jorge Carrillo Olea


El hombre que no fue

Parte significativa de la opinión pública nacional está sumergida en el océano de anécdotas creadas en 19 meses de foxismo. Cada vez son más abundantes y gruesas y empiezan a tomar preocupante presencia en la prensa internacional. Pero como todo anecdotario, deja muy poco residuo después de divertir o preocupar. El verdadero océano, el mar de fondo, está en la interpretación histórica de los eventos que ya con fatiga estamos preocupados por observar cada día. Describirlos es innecesario, lo han hecho con gran claridad los más importantes analistas de la vida nacional.

El trasfondo de referencia tiene que ver con el significado que hubiera sido deseable para el país de los términos: democracia política, defensa de lo nacional, prestigio internacional, justicia social, conducción política hábil, proyecto, metas, destino, etcétera. Estos y otros muchos más vocablos obligan a reducirse a "2 de julio", "ley de acceso a la información" y, tal vez, seguramente, a algunos más, pero no muchos más.

Hay un nuevo gobierno en México que debió establecer un nuevo modelo de país, tal como pregonó mediante las expectativas que con tanta vehemencia edificó. Dio inicio a una democracia política que, como todo sistema de reciente implantación, creó sus propias desarticulaciones o reacciones positivas y negativas ante el cambio. La más significativa fue la que abrió la vida pública a una sociedad deseosa de participar en el cambio de las realidades nacionales mediante decisiones y acciones participativas, pero ante la oferta de un proyecto, con programas y metas absolutamente definidas y comprensibles para concretar en conjunto, lo que convencionalmente podríamos llamar "la transición mexicana". Transición que deseábamos vehementemente ver hecha realidad, con sus tiempos y sus compases, la que quisiéramos disfrutar y orgullosamente heredar como legado generacional.

No fue así. Creadas las disfuncionalidades o reacciones ante lo nuevo, éstas no se supieron asimilar, no se pudieron sumar y convertirlas en energía social y política participativas. Crecientes en pluralidad y fuerza terminaron por sofocar al Presidente de la República y a sus operadores, condenando a la nación no sabemos a qué.

No acepta el Presidente que en una democracia coexisten de manera desproporcionada pero natural, el número de demandas sociales, en este caso provocadas por él, con la capacidad del gobierno para atenderlas, y que la del suyo está evidentemente desbordada. A este equilibrio él lo concibe como la obstaculización de sus proyectos. No acepta el Presidente que en un régimen abierto, como el que él instauró, el conflicto político-social sea permanente. El lo percibe como una conjura. No acepta el Presidente la necesidad de dar cabida a diversas corrientes de opinión y menos de participación, excluido su propio partido. Eso lo entiende como lo que sería un regreso a 70 años de antidemocracia y corrupción, su frase favorita.

Así, la percepción de que un verdadero cambio de sistema político, económico y social es posible se va desvaneciendo con angustiosa velocidad. Así no puede uno menos que buscar indicios referenciales en otras experiencias, unas fallidas, otras traumáticas, otras condicionadas, y otras francamente exitosas. Se está haciendo referencia a los casos argentino, soviético, chileno y español en ese orden y el paradigma sería el español. Negar que pese al neofranquismo de Aznar, España es hoy un país sorprendentemente distinto al de hace 25 años, sería faltar a la verdad.

Su transición tuvo que lidiar con la solución de gravísimos problemas que nosotros no enfrentamos, aunque tengamos los propios. Debió resolver el aislacionismo y desprestigio internacionales, liquidar el franquismo al costo elevadísimo, éticamente hablando, de permitir la impunidad ante crímenes que 30 años después horrorizan; regresó a un militarismo rampante y todopoderoso a sus justas dimensiones, reubicó a un clero omnipresente a la lógica de sus templos, sorteó un intento de golpe de Estado, acabó con el concepto de autarquía económica, expandió la equidad social creciendo a las clases medias y creó una moderna infraestructura productiva y de servicios. Eso fue lo que para España significó la transición, hoy culminada.

Pero lo que hizo posible este cambio sustantivo y radical fue disponer de un proyecto concreto y de una conducción hábil y responsable, que con todas las posibles desviaciones y equivocaciones imaginables, a lo largo de un cuarto de siglo, lograron su fin.

En México carecemos de esos insumos no remplazables y no se avizoran los factores que habrían de generarlos. Preocupa intensamente el solo pensar cuáles hechos debieran o podrían venir a recomponer la situación. Es cierto que para un proyecto sexenal el tiempo, las ideas y la concepción de diligencia están agotados. Sin embargo, un proyecto histórico siempre será posible pero mediante la factura de un sexenio perdido y la necesidad de encarar obligadamente todos los pasivos que seguramente generará.

Consecuentemente para algunos, en distinta forma y medida, el principio de la esperanza está siendo remplazado por un sentimiento de frustración y temor. Por eso la primera exigencia popular a Fox y sus operadores es que nos devuelvan la percepción de que México es un país viable, que reconstruir la esperanza nacional es una necesidad incontestable. Es el mandato histórico que voluntariamente persiguieron.

Fox nunca soñó que su alto encargo histórico le demandaría redimensionarse. No alcanzó a tomar conciencia sobre la magnitud de la responsabilidad que ante el juicio histórico le requeriría ocuparlo. Su buena fe, su dedicación, su arrojo e inteligencia, su cultura elemental no le bastarían. Para desgracia de México y de los mexicanos, simplemente resultó el hombre que no fue.

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