Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Viernes 26 de julio de 2002
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Contra
Amor y robo

De Jack Robin a Bob Dylan

Marshall Berman

Marshall Berman es uno de los pensadores críticos estadunidenses más sugerentes de la actualidad. Profesor de tiempo completo de ciencias políticas en el City College de Nueva York y profesor visitante en Stanford y Harvard, especialista en arte, literatura y política, es autor de Todo lo sólido se desvanece en el aire, editado por Siglo XXI, un libro clásico sobre la experiencia de la modernidad.

Berman, de 60 años, se encuentra en México, donde dará una serie de charlas.

Hoy impartirá, a las 11 horas, una conferencia magistral titulada Vida urbana y mundo moderno en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Los próximos lunes y martes hablará sobre modernidad y antimodernidad, y miércoles y jueves sobre historia, marxismo, arte y los signos de la calle, en la ENAH.

Este ensayo fue proporcionado por el autor a este periódico. En él analiza cómo la película El cantante de jazz constituye un momento clave en la fundación de la cultura pop y en las modernas identidades negra y judía en Estados Unidos.

1. A raíz de la proliferación de tiendas de video en todo Estados Unidos, ha sido más fácil que nunca ver El cantante de jazz, la cinta de Al Jolson producida en 1927 por Warner Brothers. Lástima que casi nadie la vea. No sólo es el primer largometraje sonoro de la historia, y probablemente el primer video musical, sino una síntesis sorprendente de dos géneros diferentes: el minstrel show (espectáculo de música negra cantada por blancos) y el bildungsroman (novela de formación). La mayoría de los estadunidenses instruidos se dan idea de lo importante que ha sido el bilndungsroman en el examen de conciencia de la nación, pero pocos conocen la importancia de la tradición minstrel, cuya gran seriedad está envuelta en comicidad.

El momento más notable de El cantante de jazz ocurre al terminar el segundo tercio, cuando Al Jolson se embetuna el rostro. El personaje que representa se llama Jack Robin, pero los espectadores recordamos quién y qué era "antes". La cinta lo mostró primero de niño, "Jakie Rabinowitz", hijo de un cantor del Lower East Side neoyorquino (la película lo llama "el gueto de Nueva York"). Lo vimos y oímos cantar en clubes de la calle, de hecho sus canciones fueron los primeros sonidos en la historia del cine. El guión de Alfred Cohn dice que Jack/Jakie tiene 13 años, la edad del Bar Mitzvah, cuando según la tradición judía los muchachos llegan a hombres, pero el chico que vemos (representado por Bobby Gordon) tiene el aspecto y la voz de un niño de menos de 10.

Sin embargo, es capaz de cantar y dominar la pantalla (pensemos en las tomas de la prueba fílmica de Michael Jackson en Motown). Alguien le da el pitazo a su padre, que se lo lleva a rastras del café, proclama su desgracia eterna ("esa música de vagos callejeros"), lo azota y lo echa a la calle. Jakie se sumerge en el crisol del vodevil, adopta un nuevo nombre, Jack Robin, y, como tantos grandes artistas estadunidenses, crece en el camino. Durante muchos años no volverá la vista atrás, pero un día escucha a un cantor y siente el impulso de regresar.

Ese cantor es una persona de carne y hueso, Yosele Ronseblatt, una de las primeras figuras religiosas que grabaron su voz con fines comerciales. Jack/Jakie lo escucha en un teatro de Chicago, en una "matiné especial de canciones sagradas" cuyo clímax es un éxito en yiddish: Aili, Aili, "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?", adaptación del salmo 23 escrita en la década de 1890. No es la única adaptación ni la más famosa, sitio que corresponde al cri de coeur de Jesucristo en la cruz (en Mateo 27:46, "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" son las últimas palabras de Jesús). En la película, la imagen del cantor se disuelve en una visión onírica del padre perdido del héroe, de modo que el drama de familia queda teñido con el pathos del martirio. (Después del Holocausto, Aili, Aili resurgió como el himno del martirio de todo un pueblo.)

Con el tiempo el héroe consigue empleo en Broadway: al fin tiene la oportunidad de triunfar y ser reconocido como estrella en su ciudad natal. Su acto evoca muchos de esos payasos tristes que pueblan el teatro occidental: Arlequín, Pagliacci, "el payaso de las bofetadas" y toda una fila de grandes minstrels (de niño Jolson tocó con los Dockstader Minstrels), excepto que, según vemos, esa tristeza no le sienta bien: los planos de su rostro se proyectan en sentidos diferentes y no se conectan entre sí. La narrativa, el ritmo y las tonalidades de El cantante de jazz están construidos cuidadosamente para mostrarnos que la historia del héroe no se refiere tanto al teatro o al éxito como a lo que Keats llamaba la "construcción del alma" y Erik Erikson "la identidad del ego". ¿Podrá este hombre reunir los fragmentos de su vida? La película nos obliga a ver que lo que está en juego es la identidad. Nos guste o no, todos tenemos parte en ello.
 
 

2 Todo nos acerca al ensayo general, el momento solemne en que el héroe construye el ser en el que aspira a convertirse: en el camerino de Jack Robin, este ser es negro. Aún recuerdo mi coraje, cuando tenía nueve años, la primera vez que vi esa labor de pintura ?''¿Qué? ¿Esperan que nos traguemos esto?"?, y mi asombro al ver que funcionaba. Jolson se ennegrece, y por primera vez en la película se ve como una persona seria e integrada. Se mira al espejo para revisar los cambios; este encuentro con su imagen está arreglado con mucho cuidado. ¿Se reconocerá? ¿Cómo tratará con el hombre que encuentre? Su visión se fragmenta como en un caleidoscopio mediante un montaje (en los 20 este género era aún nuevo y fresco) y lo proyecta hacia el pasado, a la sinagoga de su padre, a Jackie Rabinowitz, el chico cuya espontaneidad y alegría reprimió durante veinte años. Pero al mismo tiempo, enmarcando ese ser adolescente, está el rostro de un hombre maduro, considerado y sensible: no un negro, sino un hombre que ha hecho de la negritud un proyecto. Hay algo asombroso en el rostro negro que ha construido, como si este cantante hubiera transformado el minstrel Swanne River en un Jordán interior que necesita cruzar para alcanzar la madurez. Miremos esos ojos: su aspecto es el de un mensch, listo para ponerse en camino en la vida.

Pero, ¿por qué negro? ¿Qué poder tiene la negritud para Jack? Después del momento revelador frente al espejo, otro payaso irrumpe en escena con otra revelación: es Yudelson, el pícaro del gueto. Esta figura sórdida y desconcertante (Otto Lederer) no permanece mucho tiempo en pantalla, pero tiene un papel esencial: el cruce de fronteras vitales. Al principio de la cinta es el amigo del cantor, pero también un flaneur y amante de la cultura callejera; encuentra a Ragtime Jackie en un club de mala muerte y de inmediato lo delata a su padre. En la última escena, cuando Jack/Jackie canta Mammy y conquista Broadway, Yudelson llega a decirle que su padre está muriendo y lo insta a regresar a la familia, al vecindario, a la sinagoga y a Dios. Reconoce al héroe por la voz: "Sí, es Jackie, con un gemido en la voz, igual que en el templo". Pero cuando se encuentra frente a frente con la cara negra se desorienta: "Jackie, este no eres tú". Luego se vuelve al público y cambia de parecer. Reconoce que el hombre que tiene al lado es Jackie, pero con cambios enormes: "Habla como Jackie", dice, "pero se ve como su sombra".

De hecho, la sombra es una imagen primordial en la historia de la reflexión sobre uno mismo y el otro. Data de hace mucho tiempo: recordemos las sombras de la caverna de Platón, hace 2400 años. Pero no fue explorada a profundidad hasta la creación de la sicología moderna, cuyo horizonte temporal es casi el mismo del cine: La interpretación de los sueños, de Freud, fue publicada en Nueva York en 1900. Para los sicólogos modernos, la metáfora de la sombra se refiere a los procesos mentales universales que llaman "proyección" e "identificación", los cuales operan dentro del ser en formas radicalmente opuestas. En la proyección adscribimos a otras personas toda clase de sentimientos y deseos que no podemos aceptar en nosotros mismos. Al hacerlo restringimos el alcance de nuestro ser y nos colocamos en un interminable estado de guerra no sólo con la gente que nos rodea, sino con nosotros mismos, principales sospechosos en una cruzada inútil por la pureza. En la identificación anhelamos a los otros, queremos alcanzarlos y tocarlos, hablar con ellos, estar cerca de ellos, ser como ellos. La identificación nos ayuda a madurar, a convertirnos en lo que somos, ampliar esa identidad y aprender a vivir en paz. Pero ninguno de nosotros es capaz de identificarse con otros como se identifica con su lado oscuro hasta que puede sacar sus sombras a la luz y encontrar la forma de vivir con ellas.

Sin embargo, eso no nos dice aún qué hay en esas sombras. Debe haber cierta fuerza emocional que el cantante de jazz siente cuando lleva la máscara negra, de la cual se siente privado cuando anda por ahí sólo con su propio rostro judío. Recordemos el contexto histórico: en 1927, cuando se realizó la película, se creía que los judíos estadunidenses habían "llegado" al fin, que estaban por fin en "su hogar"; se suponía que debían sentirse cómodos y agradecidos. (En esos años Hitler era aún un rostro en la multitud.) Los negros, en cambio, aunque libres de la esclavitud, eran linchados y humillados por leyes que pudieron haber sido elaboradas por amos de esclavos. Algunos dejaban huella en las ciudades del norte, por ejemplo en el desarrollo del jazz, pero la mayoría, como los personajes de Faulkner, seguían encerrados en el sur rural. Marginados del ascenso social, se veían forzados a permanecer cerca de casa e irónicamente a preservar "el gemido en la voz", el sonido de la emoción humana primigenia. Por lo menos esa fue el aura con que los judíos estadunidenses ?y los cristianos estadunidenses también?, que simpatizaban con ellos, llegaron a mirarlos.

Se puede decir que la línea donde el pícaro habla de la "sombra" revela toda la historia de El cantante de jazz, una épica del siglo XX en la que los inmigrantes judíos se identifican con los negros en formas que ayudan a desarrollar tanto la cultura de masas como el liberalismo multicultural. Pero esa no es toda la historia: cuando miré esa línea en el libreto de Alfred Cohn, en la edición de Wisconsin, decía algo sorprendentemente distinto a lo que se oye en pantalla. Lo que Yudelson dice en la versión impresa es: "Habla como Jackie, pero se ve como un nigger (la palabra peyorativa con que se designa en inglés a los negros)". Entonces, la primera versión era un descarnado insulto racista. ¡Asombroso! ¿Qué ocurrió? Jamás he podido averiguarlo. Pero de alguna forma, en el proceso de la producción cultural tuvo lugar una revolución oscura, inadvertida, quizá inconsciente. ¿Acaso esa palabra convocaba los horrores de El nacimiento de una nación, de Griffith? ¿Sería que los que organizaban las escenas los recordaron y dijeron "que no se repitan jamás?" En un par de minutos, quizá de segundos, un escupitajo en un rostro negro se transformó en algo parecido a un abrazo, y la película creció.

Loe escritores negros se han referido en general en forma amistosa a El cantante de jazz de Jolson: "el logro culminante y el éxito final de la tradición de la cara negra", dice Donald Bogle; "la tradición del minstrel en su mejor fase de corrupción y sentimentalismo". Podemos asegurar que no habrían sido tan amigables si ese "nigger" hubiera llegado a la pantalla. Pero existe cierto sentido en el que el término rechazado y borrado forma también parte de la historia: por lo menos desde la abolición de la esclavitud, y tal vez desde antes, los negros han empleado la palabra nigger para referirse a otros negros a quienes consideran verdaderamente inferiores, groseros, grungy, no idealizados, "nada como el sol". Los negros con los que otros negros advierten a sus hijos que no deben juntarse. Generaciones de niños negros han crecido con los mandamientos de sus padres zumbándoles en los oídos: "No te portes como nigger", "No vistas como nigger", "No seas nigger". Pero aun si Estados Unidos aprende en el futuro a tratar a todos los negros con decencia y sensibilidad, e incluso si los estadunidenses llegamos a estar tan verdaderamente unidos como los personajes de ese hermoso y conmovedor mural que Spike Lee creó al principio de He got game (1998), no habrá una vacuna que pueda inmunizarnos contra "el nigger", ningún bálsamo que nos quite la hebra negra del cabello.

Las razones de esto son complejas y profundas. El hecho es que vivimos en una cultura profundamente comprometida no sólo con una vida mental de oposiciones binarias, sino con la idea paradójica de que "los últimos serán los primeros". La versión cristiana de esta idea está elaborada en los Evangelios. Pero se remonta mucho más atrás, por lo menos hasta el Exodo, en el cual la esclavitud y opresión del pueblo de Israel se muestran como las fuentes de su poder y su gloria. La antigua teología judeocristiana, el moderno radicalismo judío y la militancia negra se asemejan en su glorificación de los desterrados del mundo, los de hasta abajo. Esa novelería noire hacía que Nietzche se tirara de los cabellos, pero aunque huyera de ella no podía ocultarla, y lo sabía. Tampoco nosotros podemos. Aparece en las páginas iniciales de la moderna cultura de masas y de la economía de consumo del siglo XX, con su "mínimo común denominador" y su reinado de la Casa de Nielsen. Adorna la puerta dorada de la democracia estadunidense, exaltando a la Estatua de la Libertad como una diosa de la inmigración que abre los brazos a "los náufragos que llegan en oleadas a las costas". Por desgracia, las celebraciones de los más pequeños y los de más abajo tienen en común un riesgo tóxico crónico, un potencial interminable de seguir resbalando. ¿Cuán bajo podemos caer? Durante cinco décadas, el rock and roll ha sudado sangre para descarnar el fondo y ponerlo a bailar. El "We are the future/there is no future" (somos el futuro, no hay futuro) de Johnny Rotten puede ser su afirmación más vehemente. Sin embargo, nuestra especie puede ser muy en el fondo algo que el rock no puede resquebrajar: como el sueño del fondo de Shakespeare, "no tiene fondo".

© Marshall Berman

Traducción: Jorge Anaya 

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