La Jornada Semanal,   domingo 28 de julio del 2002        núm. 386
Álvaro Ruiz Abreu

El pueblo como libro de texto

Dice Álvaro Ruiz Abreu que “Víctor Hugo fue una mezcla de gloria literaria y acción política, una especie de poeta mediador entre dios y los hombres”. En 1964 Hugo escribió: “el profeta busca la soledad, desentraña y desenreda los hilos de la humanidad, pero no los rompe, va al desierto a pensar en las multitudes”. En Hugo, el credo romántico glorifica la naturaleza y defiende el valor de lo humano. Por eso estuvo al lado de los miserables, de los humillados y los ofendidos.

Soy casi un profeta y acaso un apóstol
Víctor Hugo
El 26 de febrero de 1881, Víctor Hugo cumplió ochenta y un años. El poeta de origen celta y alemán, admirador de Chateaubriand, dramaturgo, escritor vasto e inabarcable de un siglo de sombras y esperanzas, fue aclamado en toda Francia. Como en una fiesta nacional, el pueblo parisino marchó en procesión bajo la ventana del poeta. "Semejante triunfo nunca había sido experimentado por ningún otro romántico o, para el caso, por ningún artista", según H.G. Schenk. La razón de esta euforia colectiva hay que buscarla menos en su poesía que en el papel mesiánico que tuvo su romanticismo; es decir, su idea social y su culto a la humanidad encontró la horma del zapato en la leyenda romántica del Pueblo. Francia era la nación que redimiría, igual que Cristo, a la humanidad.

Víctor Hugo fue una mezcla de gloria literaria y acción política, una especie de poeta mediador entre Dios y los hombres. Murió en 1885, pero desde su juventud sintió que el poeta tenía como objetivo no sólo escribir sino la misión de vivir en soledad para pensar en las masas. En 1864 escribió que el profeta busca la soledad, desentraña y desenreda los hilos de la humanidad pero no los rompe, va al desierto a pensar en las multitudes. De alguna manera se aparta de otros novelistas del siglo xix, cuyas heroínas quiebran el orden de la monogamia y luego se suicidan, como Ana Karenina y Madame Bovary. La novela del siglo XIX hizo de las mujeres seres frágiles que sucumbían de "humores incomprensibles". Las heroínas de Hugo, en cambio, son encarnaciones de la bondad, la obediencia, la maldad que a veces se apodera de ellas, pero principalmente son víctimas de la injusticia y el hambre.

La novela decimonónica construyó revolucionarios apresados por la anarquía a los que destruye su propia inteligencia como el Stavroguin en Endemoniados, de Dostoievski, y recreó a seres del subsuelo para los que la maldad es el centro de su actividad, como el Evaristo de Los bandidos de Río Frío. Uno de los prototipos típicos de la novela social fue el desheredado, el paria, y el hombre sin beneficios, que a veces era un artista no comprendido, y se sostiene en grandes ideales para salvar a la humanidad de la pobreza y la explotación. El hombre sin esperanzas de ningún tipo, caído en el olvido por las instituciones, varado en la pobreza, al que azotan casi todas las contradicciones y las paradojas del apartado político, de la economía y la educación, fue también motivo de muchas obras del xix. A ese hombre a la intemperie que va por el océano que es el mundo, expuesto a que le caigan todas las desgracias naturales y sociales, lo captó de manera decisiva Víctor Hugo en su célebre Los miserables (1862), que Tolstoi consideró la obra más notable de todos los tiempos.

En esa gran novela, Hugo captó algo más que el contraste entre la libertad y la opresión, la injusticia y la miseria en sus signos más humillantes; reprodujo los símbolos que ha visto Albert Béguin en el nacimiento y el desarrollo del Romanticismo. Las tinieblas que caen sobre el hombre que las alienta y va hacia ellas como el viento de la tarde hacia el ocaso; la noche como el signo que se opone a la claridad del día; el sueño en que el hombre sueña su propia vida y sueña otra realidad que lo rodea de pesares y esperanza. Hugo vio el futuro y el inconsciente colectivo. El asombro de la multitud y el grito de los humillados, la mirada tenebrosa de quien ha encontrado en su camino el mal y a él se sujeta de principio a fin. En la naturaleza de ciertos hombres, como Thénardier, mora a sus anchas el fuego sombrío de la maldad, la luz tenebrosa de una naturaleza inconsciente, el mal en su representación cotidiana y sus actos excepcionales.

En Los miserables aparecen algunos signos de la moral burguesa, como son el derroche y el dinero. Aliciente del espíritu social que animó a clérigos, agricultores, señores de la nobleza, empleados de medio pelo, empresarios en ciernes, el dinero es sangrante en su propia naturaleza. Para Hugo su origen es ya pecaminoso. Con unas monedas fue vendido el Señor y se produjo una traición eterna. Deshumaniza y degrada a los individuos, los va carcomiendo en sus principios y en sus aspiraciones innatas, los divide y los vuelve máquinas de la competencia en el comercio, en las artes, en la política y en todos los aspectos de la vida social. El dinero trae consigo la acumulación de Poder en unas cuantas manos que se olvidan del bien común, manos sucias que lo usan a su antojo y para regodeo de la misma clase social que se beneficia con sus redes de poder. Y el poder y la locura son complementarios.

La obra de Víctor Hugo fue irradiante. Proyectó su ideal más allá de Francia, contagió de espíritu romántico a la cultura, la vida social y política, el arte y la poesía americanas. En México es conocida su intervención ante don Benito Juárez para que perdonara la vida de Maximiliano de Habsburgo. Pero el mismo año de Los miserables, el ejército francés invadió nuestro país; entró a sangre y fuego después del 5 de mayo de 1862, cuando el general Zaragoza presentó una resistencia en la famosa batalla de Puebla. Víctor Hugo, que vivía en el destierro, envió un mensaje de solidaridad a los "habitantes de Puebla", en el que revela el ideal romántico para el cual no importa la tortura y el crimen del dirigente si persigue como fin destruir el orden antiguo para construir un edificio social nuevo. Les dice que no les hace la guerra Francia, sino el imperio. Pero que juntos combaten contra esta tiranía, "vosotros en vuestra patria y yo en el destierro". Invita a los mexicanos a luchar y combatir, a ser terribles si es necesario; los llama valientes en la hora en que es preciso resistir. "El atentado contra la República Mexicana prolonga el atentado contra la República Francesa. Si sois vencedores os ofrezco mi fraternidad de ciudadano. Si sois vencidos, mi fraternidad de proscrito."

En el mensaje de Víctor Hugo parece que late el espíritu de una teología más que de una ideología; evoca un principio filosófico cuya tendencia es exacerbar la pasión y el amor, glorificar la naturaleza y el valor del ser humano, convertir en valores universales a los miserables y al pueblo. ¿Qué papel debía desempeñar en esa hora crucial de la humanidad, el artista y el escritor de novelas? Ser ante todo un provocador del cambio y de la fraternidad universal, imaginar el futuro –como lo hacen los amotinados de París de junio de 1832– en que no habría más reyes ni emperadores, ni guerras, no más parias sin educación y en el arroyo de la miseria; abolidas las tiranías, vendría el reino de la igualdad y la justicia.

Aunque un poco tarde, ese credo universal con sus variantes fue recibido en México. No es ninguna novedad el hecho de que el romanticismo mexicano –como el español y el de América Latina fueron movimientos pálidos y tardíos– tuvo que esperar a que el país terminara el largo periodo de motines, invasiones extranjeras, golpes de Estado, guerra civil. Después de la República Restaurada, la tertulia intelectual, la bohemia literaria, volvió a reunirse y tomó un nuevo impulso. Los maestros Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez, Manuel Payno, Ignacio Manuel Altamirano, recomendaron entonces acercarse a la novela; como tribuna libre, pública, la novela devolvería al pueblo su historia y su identidad.

Dice Enrique Canudas que a partir de 1867 la novela echó profundas raíces. Fue considerada como "la tribuna para las doctrinas sociales y los principios de regeneración moral y política". Era el género que más influía en las masas, y el "instrumento para civilizar a las clases pobres. Mientras llegaba el día de la igualdad universal, la novela instruiría y deleitaría al pobre pueblo". Riva Palacio, Prieto, Altamirano, citaban como ejemplo del poder de la novela, Los miserables, "una de las más grandes novelas sociales del siglo", junto a la obra de Balzac. Y Manuel Payno intentó en sus largas novelas contribuir a esa instrucción del pueblo, exhibiendo retratos de la desigualdad, la injusticia, el robo organizado y la corrupción como la enfermedad endémica, que nadie ni nada podrían erradicar de la vida social y cultural de México.

Su conocido texto Los bandidos de Río Frío (1891), que escribió en el extranjero, es una pieza maestra de la narrativa mexicana en la que varias historias se mezclan en un trasfondo de abusos, asaltos, crímenes sin solución. Payno, Ignacio Manuel Altamirano, Guillermo Prieto y otros, soñaron para México una armonía como la de Francia. El siglo XIX mexicano es una apuesta por el impulso liberador de Francia, por el genio de Napoleón, más tarde por la idea republicana, su producción literaria, sus estilos de vida, sus modas y su arquitectura. Como dice Luis G. Urbina, "Napoleón era en México, al comenzar la insurrección, un nombre milagroso. Sonaba como un toque de clarín. Realistas e insurgentes lo pronunciaban; lo invocaban para enardecer los ánimos, para amedrentar a los timoratos."

El siglo XIX mexicano creyó que la ignorancia del pueblo podía ser abatida mediante la educación, su tabla de salvación, la única posibilidad de redimirse. En esto comulgaban con los enciclopedistas y los románticos. La idea creció y todavía entró pujante a los primeros años del siglo xx. El moribundo de la primera parte de Los miserables lo dice claramente: "Quiero decir que el hombre tiene un tirano: la ignorancia." Ella había "engendrado la falsa autoridad, en lugar de la autoridad que se apoya en lo verdadero". Es decir, la única verdad era la que se apoyaba en el conocimiento científico. En muchos personajes de Hugo la ignorancia es una herida espinosa, pero ellos revelan un deseo por borrarla mediante el libro. Javert, el policía más cerca de un animal de la Creación, dice Hugo, que del resto de los mortales, tenía por costumbre leer uno que otro libro. Pero la Ilustración parecía no entrar en espíritus de esta índole, la letra se resistía a penetrar en el alma que llevaba como un condenado por las ciudades de Francia. No tenía vicio alguno, subraya Hugo. "Cuando estaba contento de sí mismo, se concedía un polvo de tabaco. Tal era el lazo que le unía a la Humanidad."

El 9 de julio de 1849, Hugo dijo: "El pueblo tiene el instinto de la verdad así como tiene el instinto de la justicia, y en cuanto se calma el pueblo se vuelve la personificación del buen sentido." El pueblo fue la razón y el sentido último de la acción literaria y política de los románticos, en él se hallaba la fuerza que daría una nueva fisonomía a los países que buscaban ávidamente el progreso. Los liberales mexicanos interpretaron estas señales como la estrella que vaticinaba el porvenir y definía el carácter de los nuevos tiempos.

México en el siglo XIX es a fin de cuentas el "paraíso de las desigualdades", la tierra urgida de una idea que la resucite y que pueda renovarla. Nuestros románticos fueron a la fuente primera de la única realidad que podía resarcir al país: el pueblo. En los miserables que describen sus relatos también late el concepto del trabajo que impulsó a los románticos europeos. Se trata de la doctrina según la cual, explica Berlin, el trabajo es sagrado como tal, porque es "la imposición del individuo o de la personalidad colectiva, es decir, actividad, sobre una materia inerte". Así, "ser libre no es nada; liberarse es el Cielo", y el fracaso es más digno y noble que el triunfo. La causa importa poco, inmolarse por ella es más válido. El gran ejemplo lo ofrece Altamirano. En un texto que podríamos considerar clásico, "Una visita a la Candelaria de los Patos", el periodista y el filántropo que fue Altamirano acude al llamado de los miserables de la Ciudad de México. No es un reportaje de la situación en que sobrevive un sector de la sociedad mexicana en el este de la Ciudad de México, sino el canto desenfadado de la humillación a que el alma humana puede descender cuando ha sido víctima de esa bestia inmoderada que es la pobreza. No es sólo una crónica con algunas dosis de moral y de conciencia social, sino el triunfo del subjetivismo, de la idea romántica de que la actividad mesiánica es al mismo tiempo una lucha por la utopía. "Soñar un ensueño es bueno, soñar la utopía es mejor", dice Hugo, y la pobreza es frente a la riqueza el sueño de los justos.

La escritura de Payno y Altamirano, por citar dos ejemplos, parece dirigida a la exaltación de las virtudes del pobre; el hombre sin pertenencias, ajeno a los bienes materiales, tentaciones del diablo y vicios de la vanidad que chocan contra los muros de la naturaleza humana, es preferible mil veces a la fastuosidad del rico. En Los miserables, Víctor Hugo se encargó de ofrecer una lección filosófica y religiosa de los significados del pobre. El joven rico, dice, suele vivir acosado por las ocupaciones de "las regiones bajas del alma", como las distracciones brillantes y groseras. El joven pobre, en cambio, gana el pan con gran dificultad; asiste a los espectáculos "gratis que Dios le presenta; contempla el cielo, el espacio, los astros, las flores, los niños, la humanidad en la cual sufre, la creación en la cual brilla". Se realiza a través del sufrimiento, mientras que el rico vive en la abundancia que produce una alegría vana. El miserable no es desgraciado. Mientras sus manos ganan el pan, "su cerebro adquiere ideas". Es un ser bendito debido al trabajo que lleva a cabo cada día; el trabajo lo hace libre y su pensamiento lo hace digno.

Si el miserable sufre y así encuentra su humanidad, el ladrón representa en muchas novelas del XIX el síntoma inequívoco de la descomposición social, un héroe. Motivo literario, el robo se convirtió en discusión social y filosófica, en alegato público, y fue a fin de cuentas uno de los argumentos preferidos de muchos novelistas, de Víctor Hugo a Payno. Los bandidos de Río Frío, la célebre novela de Payno, hizo del robo un patrón de conducta de la sociedad mexicana, el hábito cotidiano de nuestra clase política. Literatura de su tiempo, Los bandidos de Río Frío es novela de folletín y de aventuras, recurre también al género de la picaresca y al costumbrismo; "a ellas se aúna el melodrama, la farsa, la sátira, la caricatura, las memorias, la nota periodística, la correspondencia amorosa y de ocasión, el proceso judicial". Es un género diverso, que utiliza las expresiones de la cultura popular, que explotó la novela romántica y lo hizo emblema de un siglo, y mediante el cual Payno introduce la idea de que todo en México se encuentra tocado por la gracia poderosa e invencible de la corrupción.

Diosa maligna, punto de llegada de cualquier empresa social, política, ideológica, religiosa, la corrupción triunfa en la novela como triunfa sobre ella la voluntad moral del autor que logra que sus personajes la eliminen de la sociedad que replica su obra. El robo va unido a ella, es su causa primera y última. Como mito de la novela romántica, Payno le puso al robo hora, mes y día en la historia del siglo XIX mexicano. Para él es lo mismo robar por hambre que por costumbre, y el ladrón puede ser agente del subsuelo, del ocio y de la cultura popular, que el pueblo condena.

Robar, como en los cuentos infantiles, para aliviar el mal ajeno, pero además para alimentar la maldad y el destino trágico y oscuro de los mexicanos. El robo, a la manera de Payno, se vuelve emblema de las mitologías diurnas y nocturnas de la Ciudad de México. Y llega, salpicado de ultrasonido, a la urbe escalofriante del DF en el año 2002. Margo Glantz vio con claridad el sentido utópico que tiene el robo en Los bandidos..., aunque Payno lo deja en manos del azar. Roba tanto Evaristo, cuya naturaleza parece podrida, en sus espectaculares asaltos a las diligencias a su paso por Río Frío, como Relumbrón, el burgués con etiqueta de nobleza, que urde un plan maestro de proporciones universales para que nadie en el país, desde las arcas de la nación hasta la caja donde la verdulera del mercado guarda sus ahorros, sea excluido del robo. Dos tipos de robo y, sin embargo, parecen perseguir la misma finalidad que sería corromper el orden social, desequilibrar el pensamiento y las ideas. Payno seguía en esto la idea de Hugo según la cual la explicación del crimen y del asalto, de la violencia callejera y la delincuencia organizada, hay que buscarla en la pobreza y el abandono de quienes la llevan a cabo, y no en el pueblo laborioso.

Es preciso subrayar que Los miserables de Víctor Hugo es un llamado a la concordia, un texto, como los de Payno y Altamirano, basado en la necesidad de unir los contrarios en una sociedad definida por la desigualdad y la injusticia, de promover la armonía del ser humano tan dividido por el odio, la guerra, la sed de dominio. Sólo la armonía de un hombre con su semejante podría crear una armonía más grande, universal.