Jornada Semanal, domingo 28  de julio de 2002                 núm. 386

MICHELLE SOLANO.

La violenta visita

Hay obras que por más años que les pasen encima, siempre encuentran espacio para seguir vigentes. Claro, también tiene que ver la lectura que a su discurso le ofrezca quien la dirige. A veces se dan coincidencias felices, y ese ha sido el caso de La violenta visita, de Fernando Sánchez Mayáns, dirigida por Antonio Algarra.

¿Para qué la verborrea, la grandilocuencia, cuando pueden decirse las cosas de manera sencilla, sin que esto afecte su contenido? Durante la representación, la cronista pensaba en esto debido a la tendencia que a muchos les ha dado por defender: entre más enredado sea el texto, más "profundo" será. Y ahí están dos montajes que sobreviven para recordarnos que no es así: Macbeth, de Jesusa Rodríguez y La Gaviota, de Ionna Weissberg (a la que, por cierto, le viene bien la frase que eligieron como slogan: la fama es un delirio de grandeza colectivo).

En La violenta visita el lenguaje es claro, preciso, contundente y, sin embargo, nunca traiciona la poética de su origen. Un texto difícil sin duda, escrito por Sánchez Mayáns décadas atrás con una pluma extremadamente fina –como sólo puede tenerla alguien que además de teatro escribe poesía–, sólo podía llevarse a escena con inteligencia, sensibilidad extrema y mucho, pero mucho colmillo. Antonio Algarra es un director que posee todas estas cualidades. Muestra de ello han sido trabajos suyos como Matar caballos y Primer amor. Un director que tiene la capacidad de hacer de un monólogo un trabajo tan espléndido y lúcido, algo sabe del poder de la palabra, del poder inmenso que significa la concreción y de la difícil tarea de guiar al actor en los menesteres de aprovechar sus parlamentos, decir cada palabra de modo justo y medido; porque aunque algunos sigan sin asimilarlo, no hay más de dónde asirse para realizar un gran trabajo actoral que un buen discernimiento del texto.

Las actuaciones en La violenta visita se sustentan unas a otras, logro compartido tanto por el elenco como por la dirección. Luis Rábago está quizá en uno de sus mejores momentos actorales, pues desde dos o tres montajes anteriores ya venía gestando la fuerza inherente a la madurez y la sabiduría de años; aquí tiene instantes fortissimos, que sirven como soporte para el desempeño aguerrido de actores jóvenes como Israel Rojas, Marco Vinicio Estrello, Ángeles Marín, Miguel Ángel Barrera y Leopoldo Arias.

La iluminación y la escenografía estuvieron en manos de Arturo Nava, lo que se traduce en un propuesta muy clara en cuanto a sus objetivos; nada de excesos en el escenario, ortodoxia que funciona bien, y una iluminación intensa que por momentos recuerda la sobreexposición fotográfica que tanto se utilizaba en el primer cine a color.

El trazo que Algarra propone parece no obedecer otra ley que la del caos y, al final, este es su más grande acierto: un final que arremete contra el lugar común y la ramplonería tan sobada de estos tiempos.

Sánchez Mayáns escribió una historia que bien podría situarse en la época actual, con personajes actuales, en cualquier rincón de nuestro país o de América Latina... y es que hemos cambiado tan poco, nuestras carencias son tan similares a las de hace treinta años y más aún, a las que probablemente seguirán siéndolo dentro de treinta más: miseria, hambre, traición, levantamientos indígenas, guerrillas, teología de la liberación, represión religiosa, autoridades eclesiásticas que ostentan un poder muy parecido al autoritarismo y al fascismo de las peores dictaduras, figuras de la iglesia completamente abandonadas al glamour y los privilegios Very Important People (¿o muestra de qué fue el despliegue de varios guaruras contra Gerardo Fernández Noroña, cuando intentó hacerle llegar un documento al cardenal Norberto Rivera?), privilegios que crecen a la par de la indiferencia por aquello que se supone deben practicar y pregonar... con todo y la derrama económica que dejará la quinta visita del Papa a México.

 


JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Eduardo Lizalde: la mano en libertad Hace cosa de un par de años, cierta encuesta lo canonizó como nuestro mejor poeta vivo. Las encuestas son relativas; la poesía, no. Ahí están, para probarlo, El tigre en la casa (1970), La zorra enferma (1974), Caza mayor (1979) y Tabernarios y eróticos (1989) que, junto con otras de sus páginas y otras colecciones de poemas, integran su Nueva memoria del tigre que publicó en 1993 y que contiene su tensa y precisa escritura de 1949 a 1991.

Desde hace más de tres décadas, cuando publicó Cada cosa es Babel (1966), obtuvo un sitio principal en el ámbito de la poesía mexicana, y su presencia se acentuó a partir de 1970 cuando publicó El tigre en la casa, uno de los mejores libros en la historia de poesía mexicana del siglo xx. Ahí comenzó el culto de la poesía lizaldeana, un culto que permanentemente renueva lectores, es decir lectores de poesía: lectores atentos, selectos, pertenecientes a un círculo del infierno donde gozan y sufren los que no van al paraíso del bestseller y el instant book.

La poesía lizaldeana deja en el espíritu del lector la huella definitiva del ácido que es la prueba fundamental de la poesía verdadera: "Grande y dorado, amigos, es el odio./ Todo lo grande y lo dorado/ viene del odio./ El tiempo es odio./ Dicen que Dios se odiaba en acto,/ que se odiaba con la fuerza/ de los infinitos leones azules/ del cosmos;/ que odiaba/ para existir./ Nacen del odio, mundos,/ óleos perfectísimos, revoluciones,/ tabacos excelentes./ Cuando alguien sueña que nos odia, apenas,/ dentro del sueño de alguien que nos ama,/ ya vivimos en el odio perfecto./ Nadie vacila, como en el amor,/ a la hora del odio./ El odio es la sola prueba indudable/ de existencia."

Poeta por encima de todo (aunque ha publicado narrativa, ensayo y traducciones), Eduardo Lizalde es dueño de un estilo inconfundible en el cual el lenguaje poético combina sabiamente el desgarro emocional y la más sutil ironía del intelecto. De frente a las pasiones del alma y a la sinceridad del sentimiento, sin melindres, sin remilgos, sin hipocresía, sin cursilería y sin eufemismos, nos pone a sufrir y a llorar, como decía Sabines, "la hermosa vida".

Ese "Retrato hablado de la fiera", ese "Grande es el odio", esa "Lamentación por una perra" y esos "Boleros del resentido", sus epigramas, sus aforismos líricos, su áspera y a veces amarga ironía, su exactitud metafórica y la música y el ritmo jamás extraviados, nos entregan páginas inolvidables en el más estricto sentido del término: mnemotecnia del lenguaje y de la emoción gracias a la virtud de un objeto rotundo, contundente y compacto: el poema que no admite su traducción a la prosa.

El propio poeta explica esta virtud del siguiente modo, en una entrevista que le hiciera el también poeta Marco Antonio Campos: "He buscado un ritmo mío. Desde el punto de vista formal no creo en la poesía prosaica, porque el equilibrio de los acentos da el sentido sonoro al poema", y, citando a Pedro Garfias, como lo hace en el epígrafe postrero de Cada cosa es Babel, Lizalde lo asevera profundamente convencido: "El verso humano pesa,/ yo lo cojo en mis manos/ y siento que me dobla las muñecas."

El verso lizaldeano es un certero proyectil que no admite parábola, lanzado por la mano en libertad: "Escribir no es problema./ Miren flotar la pluma/ por cualquier superficie./ Pero escribir con ella/ –Montblanc, Parker o Pelikan–,/ sin mesa a mano, tinta suficiente/ o postura correcta,/ es imposible,/ y a veces pernicioso./ Puedo escribir, señores,/ con los ojos cubiertos,/ vuelta la espalda al piso,/ atadas las muñecas,/ esparadrapo encima de los labios./ Puedo:/ pero no garantizo ese producto."

La poesía de Eduardo Lizalde arranca trozos de piel al que la lee, pero también le arranca la máscara y le hace brotar la sonrisa irónica, porque confirma a los lectores que la agudeza de inteligencia no está reñida con la intensidad de la emoción.

En uno de sus mejores poemas, "Herida", dice el poeta: "Si duele, déjala doler./ La piel es delicada,/ la luz la hiere, el aire la estropea./ La piel es lo más frágil: se encuentra al descubierto,/ perdió en el tiempo sus corazas y vellos animales./ Déjala que duela, que reduela,/ toda herida así es superficial,/ no llega al hueso,/ no carcome la entraña [...]/ Sólo una vez el cuerpo, aquel,/ el tuyo, el mío,/ serán heridos, como dicen, de muerte./ Una única vez,/ en una sola ocasión sólo,/ serán heridos todos esos cuerpos./ Y el arma que los hiera/ los destrozará gritando/ con su acero o con su fuego;/ la daga, el marro, el proyectil se dolerán,/ ellos, no aquéllos, cuando hagan/ esa única herida/ en tales cuerpos./ Pero la herida, la no recuperable,/ la verdadera herida,/ la que no admite costuras,/ no alcanzará a doler."

Hace poco, Eduardo Lizalde recibió el Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde, en reconocimiento a su trayectoria lírica. De este modo, unió su nombre al de una influencia esencial en su poesía y en su vida. El autor de El tigre en la casa reconoce una deuda, como él mismo ha dicho, "con el padre y abuelo de la poesía contemporánea mexicana". Al referirse precisamente a este libro, señala que López Velarde le ilustró una vía: "El soltero es el tigre, como se lee en ‘Obra maestra’, pero López Velarde me enseñó también a nombrar el mundo cotidiano y el mundo de las pequeñas cosas. Por él los vi de otro modo."

Pocos poetas han sido tan fieles a su emoción, su sentimiento, su pasión e inteligencia como Eduardo Lizalde, y pocas poéticas han sido tan decisivas como la suya en el ámbito mexicano. La de Lizalde, dijo Octavio Paz, es una obra que ha cambiado nuestro paisaje poético con su "mirada-cuchillo de cirujano, mirada de moralista, mirada de enamorado". Añadió Paz que cada uno de sus libros, "cada vez con mayor precisión y limpieza no exenta de piadosa ironía, es una operación sobre el cuerpo de la realidad".

Lopezvelardeano (y, por tanto, inteligente y emotivo), Eduardo Lizalde es nuestro gran poeta de la pasión.