Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Martes 30 de julio de 2002
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Política

Luis Hernández Navarro

José Enrique Espinoza Juárez

Nada más sonar los primeros acordes de Dios nunca muere los ejidatarios de Atenco cargaron el ataúd de José Enrique Espinoza Juárez rumbo a la parroquia de la colonia Francisco I. Madero. En esas tierras la música de banda honra a los fallecidos en el camino a su última morada. La muerte, dicen, duele así menos y arrulla a los difuntos.

La sangre que riega la tierra es, en nuestro mundo rural, una ceremonia de perdurabilidad, comunión y fecundidad. Cada año se degüellan en predios, montes y cuevas innumerables gallos y guajolotes en homenaje a la madre tierra o las deidades que cuidan de la comunidad. El sacrificio de José Enrique es en esta tradición una ofrenda a la resistencia por conservar lo propio. El martirio de uno para garantizar la sobrevivencia de todos.

Los fundadores de muchos de los más de 30 mil ejidos y comunidades aportaron su cuota de sangre para obtener la tierra. Sus sobrevivientes no lo han olvidado. Las casas ejidales adornan sus paredes con retratos y pinturas de quienes perdieron la vida luchando por una parcela. No faltan en ellas flores ni veladoras.

Para los atenquenses el homicidio de su compañero a manos de la policía mexiquense y la negligencia médica fue una tragedia, pero no una anormalidad. Su pérdida fue un eslabón más en la cadena de la lucha por la tierra y la producción. En el mundo campesino la violencia institucional es una realidad recurrente y la muerte no pide perdón ni permiso. Desde diciembre del año pasado se anuncia en Atenco la inminencia del Apocalipsis. Noche tras noche sus pobladores esperan la represión; día tras día resisten.

Pero ni bajo tierra se permite descansar a José Enrique. Quienes le quitaron la vida desean despojarlo de su honra. Como si un crimen fuera menos delito porque la víctima no poseía tierra alguna, el procurador del estado de México, Alfonso Navarrete Prida, dijo que el occiso no era ejidatario sino chofer y que acudía a las manifestaciones bajo presión.

A nadie se obliga a participar en la lucha de Atenco. Allí, como en los movimientos emergentes de los pobres, las sanciones y recompensas a sus integrantes son básicamente morales. El infierno y el paraíso se ganan en el terreno del juicio público. Cobarde o valiente, traidor o íntegro, traicionero o solidario son la vara utilizada para calibrar al vecino en el momento de la verdad. Y, más allá del descrédito y la indignidad, la mayor coerción política que puede ejercerse en contra del detractor es retirarle la representación comunitaria cuando la tiene.

Como muchos campesinos semiproletarios, José Enrique desempeñaba varias labores simultáneamente: controlaba salidas y llegadas de la peseras, trabajaba en la parcela de 1.7 hectáreas ubicada dentro del área expropiada que su esposa heredó y jornaleaba en otros predios. La conciencia le nació al enterarse del decreto expropiatorio. Se integró al movimiento desde su surgimiento.

Los ejidos -y Atenco no es la excepción- no son sólo unidades de producción agropecuaria, sino grandes estacionamientos de mano de obra que no puede ser asimilada por los centros urbanos. En ellos viven no solamente ejidatarios, esto es, quien tiene derecho a la posesión de la tierra, sino también mujeres, avecindados, medieros, jóvenes, comerciantes, técnicos, artesanos y transportistas. Usualmente disfrutan de un solar donde levantan su casa y pequeñas huertas de traspatio. No tienen otro lugar adonde ir. Su sobrevivencia está estrechamente vinculada con la vida del ejido.

Aunque el movimiento de Atenco está integrado por ejidatarios que se niegan a dejar de serlo, también participan en él todas las otras categorías sociales identificadas con el mundo rural. En ocasiones su radicalidad puede ser mayor aún que la de quienes poseen la tierra de cultivo. La desaparición del ejido implica para ellos la pérdida de su vivienda y de todo cuanto tienen para sobrevivir, sin recibir indemnización alguna a cambio. Son ellos quienes se colocan en la primera línea de fuego. Ese era el caso de José Enrique.

Durante meses se presentó a los dirigentes atenquenses como intransigentes manipulados por organizaciones ultraizquierdistas. Pero, como la opinión pública no se tragó la versión y reconoció en ellos líderes auténticos, ahora se ha desenterrado su pasado priísta para desacreditarlos. El montaje está claro: los emisarios del pasado quieren darle una caladita al gobierno de Fox.

Como casi todos los campesinos mexicanos, los de Atenco tienen una historia tricolor. En algunos casos ese sigue siendo su presente. El PRI fue en la sociedad rural mexicana mucho más que un partido político. Era la vía para acceder a la tierra, negociar créditos e insumos, gestionar obra social y obtener proyectos sociales. A menudo los luchadores sociales debían ponerse esa cachucha para resolver sus demandas. Ahora ya no necesitan hacerlo. José Enrique no la necesitaba para luchar. Los dirigentes del movimiento por la defensa de la tierra son representantes genuinos de sus pueblos.

Dicen que los muertos en Atenco se llevan los olores a la tumba. El cuerpo de José Enrique Espinoza Juárez entró a su fosa con el olor a piloncillo del café de olla de su velorio y el canto del Himno Nacional. Allí quedó sembrada la dignidad que animó su conducta, la misma que alimenta la resistencia de su pueblo.

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