Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Miércoles 31 de julio de 2002
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Política

Un beso en el anillo papal dio fin a toda una tradición laica del gobierno mexicano

El fervor católico del presidente Fox acabó de un plumazo con la separación Estado-iglesias

Marta Sahagún fue colocada a un lado del pontífice Asistió casi todo el gabinete

ROSA ELVIRA VARGAS Y JUAN MANUEL VENEGAS

Un instante después de dejar algunas palabras de bienvenida cerca del oído del pontífice, Vicente Fox disminuía su enorme estatura, se hacía minúsculo. Arrobado, tomaba con sus dos manos la diestra de Juan Pablo II para depositar un beso en el anillo papal. Y ahí terminaba, con ese gesto de fervor católico, de subordinada autoridad al jefe de otro Estado, el largo ciclo de la independencia de los poderes del Estado mexicano con las manifestaciones espirituales.

Punto. Desde ahora habrá un antes y un después. Y al argumento ufano del fin de las simulaciones que utiliza el Presidente para pasar por encima de las leyes que juró cumplir, sobrarán quienes antepongan los fundamentos laicos, históricos, del Estado mexicano. Pero por ahora, la transgresión ahí está.

Porque incluso para estos efectos, la mención a la pluralidad religiosa -que mereció una breve frase en el discurso foxista- pareció más un ornamento discursivo, hasta una lisonja innecesaria, ante el cúmulo de señales previas a ese acto, a cual más desmesurada y sin el mínimo recato

No era una visita de Estado. Se anunció siempre como un viaje pastoral, pero la organización, la ceremonia realizada en una instalación oficial, se diseñó para que la pareja presidencial y, por lo que se vio, casi todo el gabinete legal y ampliado, pudieran honrar al líder de los católicos del mundo.

Para qué disimular...

Ellos, que en las anteriores oportunidades tenían que aprovechar las invitaciones formales que les hacía el gobierno para satisfacer sus inclinaciones religiosas, ayer ya no tuvieron rubor ni pudor alguno para mostrar que están y son el poder en México y que no tienen empacho en usarlo.

Entonces, para qué guardarse si se puede disponer de todo lo imaginable para mostrar ese arrebato católico que otras veces tuvo que darse con disimulo y apenas mostrarse de lejecitos. Y así se hizo. Nada se regateó, porque hoy el catolicismo militante está en el poder presidencial. Cierto, nadie en su sano juicio esperaría que para cualquier mandatario recibir al obispo de Roma resulte un trámite más. Eso es claro, la inmensa mayoría de la población mexicana es católica. Pero cuatro veces vino antes Juan Pablo II a México y en ninguna de ellas el comportamiento oficial se trastocó a niveles como el de este martes.

Y entonces, ese gesto de Fox, resultó el corolario de una actitud que, a sabiendas o no, pero obligado por su investidura, olvidó aquello del ''principio histórico de la separación del Estado y las iglesias'', que consagra el artículo 130 constitucional.

Habilitado como un gran auditorio en previsión de lluvia, el hangar de la Presidencia de la República fue decorado a todo lujo, con predominancia de los colores amarillo y blanco distintivos del Vaticano. Una puerta blanca, adornada con delgadas cruces y dos marcos sobrepuestos, uno amarillo y otro más grande de madera, conformaban parte del escenario. Al frente, tres elegantes sillas blancas y por los márgenes coloridos arreglos florales.

A los lados, dos grupos de niños representando a los estados del país daban un toque de la candidez que seguramente se consideró que sí podía mostrarse. Porque hubo otro, aquél que se contenía en una gigantesca frase formada con flores y que, luego se vio, quedaría sólo ante el Papa, pero que logró atisbarse cuando la tarima que separaría al pontífice de los invitados se venció con el peso y alcanzó a leerse incompleto ''peregrino del amor y...''

Y qué decir del estruendo de los diminutos cañones que dispararon papel picado amarillo y blanco -nunca tricolor- cuando por fin el jefe de la Iglesia católica entró con toda su cansada humanidad a cuestas al hangar-auditorio. Pero eso era poco contra lo que ya se había visto. Cierto que la televisión recogió cada detalle de esa ceremonia diluida de todo civismo. Hubo mucho más. Desde los prolegómenos, desde los ''ensayos'' a los que se sometieron gozosos casi dos mil invitados, desde la conformación de clases y separación de ámbitos para ubicar a esos influyentes con acceso a la recepción, y desde el ocultamiento detrás de graderías de la banda militar que se encargó de los himnos, todo era para y por los católicos que pudieron conseguirlo.

Ellos, casi todos, que seguramente sin problema alguno podrían obtener un sitio en la Basílica de Guadalupe, mañana o pasado, utilizaron la oportunidad que les brindó el gobierno. Y estaban felices.

Divididos en seis secciones de 108 sillas -más un largo graderío para invitados de no tal alto linaje o prosapia política y la prensa que, eso sí, quedó más cerca del cielo que ningún otro invitado- los purpurados, los miembros del gabinete con sus familias, representantes de los poderes del Estado, algunos gobernadores (de todos los partidos), empresarios e integrantes del cuerpo diplomático fueron provistos a su llegada con pañuelos amarillos y blancos.

Se saludaban Santiago Creel y los cardenales, obispos y arzobispos; Francisco Gil, resolvía algún asunto con un empresario que fue en su búsqueda; el cardenal Norberto Rivera se paseaba entre las sillas saludando con algarabía, como lo haría cualquier buen anfitrión, y el vocero presidencial, Rodolfo Elizondo, quien apenas ayer corrió a más de 150 empleados de la oficina de Comunicación Social, se detenía largo a hablar con uno de los prelados; Reyes Tamez, el secretario de Educación Pública, no soltaba el teléfono celular, y el gobernador de Michoacán, Lázaro Cárdenas Batel, se dispensaba un frío saludo con Diego Fernández de Cevallos, quien nunca cruzó palabra alguna con Andrés Manuel López Obrador.

Poco a poco, esa multitud iría tomando sus lugares de privilegio y recibiría con alegría las instrucciones, el ensayo que, dirigido por Francisco Sánchez Armas, buscaba armonizar voces y movimientos para las canciones que se entonarían ante el pontífice. La orquesta y el coro marcaban la pauta, el animador pedía el movimiento de pañuelos y no pocos secretarios de Estado -y todas sus familias- lo obedecían. Y en primer lugar, llevando la pauta puntual, el secretario Gil Díaz.

También cantaban, agitaban las telas, la titular del Conaculta, Sara Bermúdez; la secretaria de Desarrollo Social, Josefina Vázquez Mota; el secretario particular del presidente, Alfonso Durazo; el secretario de Comunicaciones, Pedro Cerisola, y con ese ímpetu que también ha demostrado en los partidos de la selección mexicana de futbol se agitaba Xóchitl Gálvez, de la oficina de atención a indígenas.

Todavía momentos antes del arribo de la pareja presidencial y sus hijos, para solaz del respetable, se presentó -sin créditos pero con una factura incuestionable del Cepropie- un documental de las anteriores visitas papales, con un texto que luego de aludir en todos los tonos posibles a la fe católica de los ahí presentes, rubricaba pidiendo: ''Extendamos nuestros brazos y abramos nuestros corazones para recibir...''

Cuando ante la inminencia del arribo que traía a Juan Pablo II llegaron al hangar el presidente Vicente Fox y su esposa, Marta Sahagún, acompañados por los hijos de ambos, dedicaron largo rato a saludar a sus invitados. Ella, frente a cada prelado hacía una genuflexión de quien reconoce y repapa_tlalpan 4_pag7speta las jerarquías. También se dirigieron a los niños, al coro, al grupo de indígenas invitado, a los minusválidos instalados en uno de los extremos del auditorio. A todos saludaban, daban parabienes.

Y solos, ella y él, en medio del proscenio, se dispusieron a esperar la llegada del Papa, quien tuvo que ayudarse con los elementos mecánicos para descender y entrar llevado en la pedana, cuando el coro entonaba, preciso, Bendito es el que viene en nombre del señor...

Fue ahí que Vicente Fox y Marta Sahagún le entregaron su devoción católica. Cuando besaron el anillo del Papa y cuando el pontífice se dirigió en un lento y largo saludo a quienes lo vitoreaban con las consignas que todo mundo conoce.

Más tarde vino la obligada entonación del Himno Nacional mexicano, a lo que el Papa respondió con el gesto difícil, dada su quebrantada salud, de ponerse de pie. Ello apenas trajo al lugar algunos aires del para entonces maltrecho y rasgado laicismo, ese que distinguió siempre al país por encima de casi cualquier otra nación.

Juan Pablo II quedó en medio del Presidente y de su esposa. De ella recibió también los saludos y besos, pero él ni siquiera la mencionó en su mensaje. Y cuando escuchaba el mensaje presidencial sus manos temblorosas reposaban en su frente o sostenían su mentón.

Era la imagen de un hombre que decidió que lo suyo es el martirio y que su apostolado incluye llevar su escasa fortaleza a los límites del sufrimiento.

Vinieron después los saludos de los prelados que se arrodillaron frente a él. Sólo se escuchó en ese instante un largo aplauso de los invitados, cuando también con mucha dificultad se presentó ante el pontífice el cardenal en retiro Ernesto Corripio Ahumada, artífice del reconocimiento oficial a la Iglesia.

Y pasaron también los titulares de los poderes de la Unión. Nadie de entre ellos besó el anillo papal. Todos presentaron respetos. Y todo a punto de culminar cuando los indígenas nayaritas, la familia de Jesús y Lucía, entregaron un regalo al visitante.

Rodeado de los niños que representaban a cada estado, acompañado por las canciones de siempre, los vítores y las consignas de quienes les fue dada tan especial ocasión, se retiró Juan Pablo II en el papamóvil. Y Francisco Gil Díaz, el titular de la Secretaría de Hacienda, no cesaba de agitar su blanco pañuelo.

Ya nadie tenía porqué guardar rubores...

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