Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 1 de agosto de 2002
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Editorial
 
ATRASO MEDIATICO, REGRESION POLITICA

SOLEstos días de visita papal serán recordados como uno de los episodios informativos más vergonzosos y como uno de esos momentos deplorables en los cuales el México oficial le da la espalda al México real. Salvando las diferencias, estas jornadas evocan las circunstancias en las que el poder público y la mayor parte de las entidades informativas se aliaron para imponer a la población un discurso oficial y una visión del mundo, como ocurrió durante el movimiento estudiantil de 1968 o en la campaña electoral de 1988.

Por lo que hace al poder público de estos tiempos democráticos, la misa de canonización de Juan Diego fue un acto oligárquico y porfiriano, una reunión de notables y de "gente bien", un encuentro de alta sociedad en el que el pueblo creyente quedó excluido. La asistencia de la mayor parte del gabinete a ese rito representó un nuevo y flagrante atropello a la laicidad del Estado, claramente establecida en la Carta Magna y en la Ley de Asociaciones Religiosas.

Del lado de los medios, el duopolio televisivo y las principales cadenas radiales se han dedicado a agregar ceros a los asistentes a los recorridos y actos papales y a transformar miles en cientos de miles; a confundir, en la persona de Juan Pablo II, liderazgo espiritual con santidad; a fomentar, en nombre de la religión católica, la idolatría y el paganismo --es decir, el culto a un individuo de carne y hueso a quien disparatada e impúdicamente se ha calificado de representante de Dios en la tierra--, y a convertir en espectáculo de masas los sufrimientos físicos de un hombre con un lamentable y evidente deterioro físico que a duras penas, y sólo por breves momentos, logra mantenerse en pie.

Si, como lo aseguran los jerarcas católicos de México y de Roma, es cierto que Karol Wojtyla aún conserva alguna capacidad de decisión y su vía crucis mexicano es producto de una elección consciente, no habría porqué responsabilizar a nadie más que al propio pontífice. Pero, si como sostienen algunos estudiosos del Vaticano, Juan Pablo II es, a estas alturas, mero instrumento de una burocracia que no ha concluido los amarres y los ajustes de cuentas de la sucesión papal, la sociedad capitalina estaría asistiendo a una manipulación cruel y anticristiana de sufrimiento humano, a cargo no sólo de la jerarquía eclesiástica sino también de las emisoras televisivas y radiales que, diríase, han apostado a que el Papa les haga el milagro de la multiplicación de las audiencias.

Por otra parte, la mayoría de los informadores en tiempo real han puesto entre paréntesis, durante más de 36 horas, el acontecer mundial y nacional, para divulgar en forma monotemática detalles intrascendentes del periplo papal y proferir las más pueriles exclamaciones de emoción seudorreligiosa. Los locutores que usualmente se solazan en pedir penas de cárcel para los responsables de la menor obstrucción de tránsito, han omitido, en esta ocasión, las molestias padecidas por los millones de automovilistas y usuarios del transporte colectivo varados durante horas a causa de los bloqueos de vialidades realizados en atención a Juan Pablo II.

Lo anterior no es culpa, ciertamente, del pontífice, por más que éste haya ideado y establecido, en sus buenos tiempos, un poderoso aparato de imagen pública que, a lo que puede verse, aún funciona de maravilla. En todo caso, esta visita papal ha permitido constatar lo que produce la combinación de atraso cívico, cultural e informativo con grandes capacidades tecnológicas, económicas y propagandísticas, así como la persistencia entre los medios de actitudes acríticas y obsecuentes --que parecían superadas-- para con las autoridades políticas. A estas últimas, ante su transgresora e indecorosa participación en actos públicos de culto religioso, cabe achacarles no un atraso, sino una manifiesta regresión a los tiempos del porfiriato, si no es que a los del virreinato.

 

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