La Jornada Semanal,   domingo 11 de agosto del 2002        núm. 388
Roberto Garza Iturbide
el estado de las cosas

Mato, luego existo

Desde que estalló la segunda intifada, en septiembre de 2000, he juntado más de trescientas notas periodísticas de diversos medios impresos nacionales e internacionales, muchas de ellas de primera plana, cuyos encabezados y gráficos muestran el horror del conflicto entre israelíes y palestinos como algo tan común como los triviales desencuentros de Vicente Fox con el Congreso, o tan cotidiano como el cierre diario del tipo de cambio.

Un ejemplo reciente: En la primera plana de algunos periódicos reza el siguiente encabezado: "Israel bombardea Gaza: 15 muertos, 95 heridos" (la foto retrata a un palestino que alza el cuerpo muerto de una recién nacida ante una multitud enfurecida que reclama venganza); al día siguiente, la nota se la llevan los palestinos: "Nuevo atentado terrorista en Jerusalén" (ilustrada con una imagen de cinco judíos que agonizan tendidos en la calle, apenas unos instantes después del atentado); ese mismo día, Israel remedia para ocupar un espacio en el primer nivel de las versiones de Internet on line: "El asalto en Gaza, ‘uno de nuestros más grandes éxitos’: Ariel Sharon". En menos de treinta y seis horas junté tres notas de primera plana complementadas con varias relacionadas en la sección de información internacional, cuatro editoriales y media docena de artículos de opinión.

Después de dos años –algunos podrán decir diez, treinta o cincuenta– de ver estos gráficos y leer innumerables notas informativas, artículos y reportajes sobre el conflicto en Medio Oriente, y constatar que todo sigue igual o peor, el asiduo lector de periódicos y seguidor de noticiarios que esto escribe se ha transformado en un patético espectador pasivo de la barbarie humana. 

Debo confesar que he perdido la capacidad de asombro. Ya no me conmuevo como hace dos años ante la muerte de mujeres y niños inocentes (palestinos o israelíes), ni me enervo ante el cinismo descarado de Ariel Sharon y la torpeza de Arafat; vaya, ni siquiera me inquieta ya la parcialidad de Estados Unidos a favor de un desquiciado como Sharon, o las amenazas de Bush de invadir Irak.

Me siento saturado, asqueado de abrir los periódicos o prender la tele y toparme siempre con la misma historia. Sin ser un ferviente fanático de los noticiarios televisivos, me he convertido en ese "terrorista" o voyeur que describe Hans Magnus Enzensberger en el magistral ensayo Perspectivas de guerra civil (si tuviera un archivo de las imágenes audiovisuales sobre el conflicto en Medio Oriente difundidas por los noticiarios estadunidenses, créanme que contaría con una de las más extensas y eficaces campañas publicitarias de promoción de la cultura bélica).

Los medios hacen su trabajo: pese a los riesgos implícitos, decenas de camarógrafos y reporteros recorren la zona de conflicto cazando la nota; emplazan la cámara como si fuera la mira de un francotirador; registran con detalle cada masacre, a cada víctima; y en unos instantes, las imágenes y reportajes –siempre seleccionadas de acuerdo a los fines de quien los difunde– dan la vuelta al mundo. Luego viene la conferencia de prensa o el tándem de entrevistas con los artífices de la barbarie.

Desde que las cámaras de televisión encontraron su lugar en los campos de batalla, dice Enzensberger, los genocidios dejaron de ser secretos de Estado. Ahora los asesinos tienen el descaro de declarar ante los medios aberraciones verbales como esta: la ofensiva que causó la muerte de catorce civiles inocentes en Gaza es considerada un "éxito" porque la víctima número quince fue el líder militar del grupo radical Hamas (daño colateral al objetivo, diría McVeigh). La presencia de la televisión en el lugar de los hechos no es ningún impedimento para la consumación de las masacres; incluso, el periodista sabe que se juega la vida cada vez que cruza la línea de seguridad.

De tanto ver he dejado de observar. Si bien no he llegado al grado de confundir la ficción televisiva con el hecho real, el bombardeo de información me ha insensibilizado: soy un mirón de palo con el bocado de cena en la boca, capaz de brincar de un noticiario a una película de guerra y apenas notar la diferencia; soy un lector informado que de tanto preguntarse ¿qué puedo hacer al respecto? ha caído en el letargo de la indiferencia. Presiento que cada día me parezco más a la onu, o peor aún, a la pgr y las autoridades de Ciudad Juárez, para quienes, a estas alturas, las más de ciento cincuenta mujeres muertas y desaparecidas en dicha ciudad fronteriza, son tan sólo un frío dato estadístico.

Coincido con Enzensberger: estoy contagiado de violencia; la rabia me invade y el asesinato del otro se me presenta como principio universal de justicia. Todos mamamos odio hasta de la ubre de un televisor: si el enemigo ataca, hay que matarlo; si el vecino agrede, hay que golpearlo; si nos sentimos amenazados, hay que armarnos. Siempre alerta al peligro, imagino que torturo y hago sufrir hasta la muerte al enemigo, que bien puede ser un desconocido que me miró retador en la calle o el policía corrupto que abusó de su autoridad. 

En Estados Unidos es algo común que el desempleado se vengue a punta de balazos de sus ex jefes y ex compañeros de trabajo, o que los jóvenes de secundaria abran fuego contra todo lo que se mueva en la cafetería de la escuela. Recientemente en Alemania, un joven armado con una escopeta acribilló a una decena de profesores. En México, un mecánico arrolló con su camioneta a un grupo de infantes en Ecatepec porque odiaba a la directora del kinder. Hoy por la mañana, al entrar a la estación del Metro leí a ocho columnas: "Evita atraco a tiros; asesina al asaltante" (el muerto aparece tendido en el piso, bañado en un charco de sangre). En el mismo diario, otra nota, de menor relevancia para los editores me informó que anoche había aparecido muerta otra mujer en Ciudad Juárez.

La nota que informa sobre el grado de violencia que impera en las sociedades del mundo sólo evoca el morbo efímero y de inmediato se desvanece ante la imponente imagen de una supermodelo en bikini, o se degrada ante los melodramas y la cursilería de los reality show de moda. 

La lectura de la imagen violenta es, en la gran mayoría de los casos, superficial; sin embargo, la aparente indiferencia del espectador es en realidad un síntoma del contagio de rabia que a golpe de repetición se convierte en sed de violencia. Sin darnos cuenta, la violencia es ya una actitud socialmente asumida, así como la intervención armada en territorio ajeno es una política de seguridad de Estado asumida por algunos gobiernos del mundo.

Por más incómodo que nos resulte aceptarlo, los espectadores pasivos somos de algún modo corresponsables de la muerte de cientos de civiles en Medio Oriente, los Balcanes y Afganistán; y de igual manera estamos implicados en la desaparición de mujeres en Juárez, y compartimos culpa por el deceso de miles de africanos infectados de sida.

No hay escapatoria a esta espiral viciosa: la pasividad nos hace corresponsables; la actividad y toma de postura, copartícipes. Pero lo inevitable, no importa el grado de involucramiento, es la proliferación de la cultura de la muerte en el inconsciente colectivo. Mato, luego existo. Y para justificar este nivel de existencia basta con pensar la muerte del otro, aunque lo único que se puede hacer a gran escala en la praxis, como lo dicen con hechos Bush, Sharon y Arafat, es la guerra. Qué lamentable.