Jornada Semanal, domingo 18 de agosto del 2002                       núm. 389

INTEGRISMOS Y SANTIFICACIONES

Intento poner en orden unas pocas y confusas ideas, una serie de anécdotas escuchadas de labios de mis viejos parientes alteños y algunos recuerdos tapatíos y laguenses que no estoy del todo seguro si son míos o son tomados de la memoria de la abuela, los tíos y las tías que vivieron la revolución, pasaron por las cristiadas (la primera o grande y la segunda que se apagó casi al empezar encabezada por un pequeño y semiolvidado caudillo, Lauro Rocha), perdieron casi todo lo que tenían, se quedaron con sus cascos de haciendas y, valiéndose de toda clase de artimañas legales o legaloides, conservaron algunos potreros y unas pocas tierras de secano visitadas por los vientos asesinos de nubes. Recuerdo los años en que tenían que tatemar nopales para dar de comer y de beber al ganado y otros más benévolos con sus hileras de pacas de chile ancho y el promisorio estruendo de las mazorcas desgranadas con la rueda de olotes.

Nacido en 1934, los recuerdos de las cristiadas son, obviamente, de segunda mano y los he confrontado con una buena cantidad de libros testimoniales y con las abundantes investigaciones del señor Jean Meyer, Mahoma indiscutido de esas guerras santas y de sus menos sacras secuelas. Tengo presentes las memorias del padre jesuita Heriberto Navarrete (lo conocí personalmente en el Instituto de Ciencias de Guadalajara), quien fuera mayor del Ejército Cristero, ayudante de Gorostieta, general en jefe de las Fuerzas del Norte y ex militar huertista contratado por los señores de la Liga Nacional de Defensa de las Libertades Religiosas. He releído a Rivero del Val, Salmerón, Macías, López Beltrán y Alvear; al Canónigo Ochoa, Palomar y Vizcarra y al Canónigo Ramírez; a Goitortua y Guadalupe de Anda (ambos muy lejos de la hagiografía y, por lo mismo, más cercanos a la llamada verdad histórica), a Degollado Guízar y a otros testigos de la “Santa Cruzada” (la retórica franquista también santificó a la suya e hizo de su espadón principal un “Caudillo de España por la gracia de Dios”). Estas sacralizaciones deben ponernos nerviosos, pues a su vera caminan los ánimos inquisitoriales, el garrote, los desorejamientos y todo el repertorio de represiones tendientes a eliminar el instinto de vida. El generalote Millán Astray entraba a combate gritando la paradoja que tanto repelió a Unamuno: “Viva la muerte.” Ante esos excesos lo único que puede defendernos es la austeridad republicana y laica que es indispensable para el mantenimiento de las libertades individuales. Hace poco se me enchinó el cuero al escuchar decir a uno de los gobernadores del ultramontano Bajío: “Que Dios los bendiga.” El tonito era anglosajón, pero, en el fondo brincaban las pulsiones de los grupos fundamentalistas que comparten el poder con lo que del pan queda y con los empresarios (ellos mismos lo son) con ideas modernas de este gobierno de un cambio que no se ve muy claro. En fin... esas bendiciones suenan un poco a extremaunción. Además, pienso que ese señor debe irse a bendecir a su abuela y no meterse con las conciencias de las personas. Si alguien necesita bendiciones ya irá a su iglesia a pedirlas a quien le dé su religiosa gana. Cada vez estoy más seguro de que la cultura del laicismo es lo mejor para la convivencia pacifica.

La lectura del libro de Edgar González Ruiz sobre la familia Abascal me ha puesto los pelos de punta, pues en esa narración bien documentada la extrema derecha se vuelve extremista y los ayatolas cristianos levantan dedos admonitorios para prohibirlo todo. Por los terrenos de esos integrismos andaban el viejo Vasconcelos con su Ulises criollo pavorosamente emasculado, sus fotos dedicadas por Franco y otros monstruos y su hispanismo cerril de charanga, pandereta, capirote, hoguera, valle de los caídos, chorizos y morcillas de tienda de ultramarinos finos; Guisa y Acevedo y sus morriñas de Lovaina unidas a la parafernalia de los sinarcas; Salvador Borrego, su antisemitismo rampante y su resquemor por la derrota de su héroe, Adolfo Hitler; los tecos de la Autónoma de Guadalajara y sus doctorados para los somozas, trujillos y stroesneres del desdichado subcontinente (uno de sus capitostes, Carlos Cuesta Gallardo, escribió, oculto tras el seudónimo de Traian Romanescu, otro libro de nostalgia nazi, Traición a Occidente) y varios arzobispos y obispos rijosos y fundadores de “muros” y otros grupos de pandilleros píos. Tal vez a los lectores jóvenes estos extremos les resulten pintorescos y hasta cómicos. Les aseguro que nada hay de eso. Por el contrario, predominan los aspectos siniestros que niegan la vida y afirman el instinto de muerte, así como una actitud morbosa y un absoluto desprecio por la dignidad y la libertad de los seres humanos.

Fue Salvador Abascal el ayatola máximo del integrismo mexicano. González Ruiz, con la mesura y la serenidad que vienen de una investigación seria e imparcial y sin intentar burlarse o caricaturizar (los excesos verbales e ideológicos de los personajes que analiza remontan la caricatura más grotesca y se instalan en el espejo de lo esperpéntico), hace su retrato de cuerpo entero y deja a los lectores los comentarios, conclusiones, dudas y perplejidades. En todos los campos metió Salvador Abascal su inquisitorial y, seamos justos, insobornable nariz y condenó a diestra y siniestra a todos los que, aunque fuera por un pelín, se apartaban de su cosmovisión. Entre otros a los judíos, los masones, los curas progresistas, los homosexuales, los fornicadores, las prostitutas, el cine, las minifáldicas, los masturbadores, los sindicalistas, los ejidatarios, los comunistas, los socialistas, los liberales, el cura Hidalgo, el cura Morelos, Samuel Ruiz, Vicente Guerrero, Guadalupe Victoria, Juárez, Ocampo, los chinacos, el Nigromante, Guillermo Prieto, Riva Palacio, Madero, Zapata, Villa, Obregón, Calles, los protestantes, los gringos, Méndez Arceo, Fidel Castro, los teólogos de la liberación, el rock, el jazz, el condón, el blues, los bailecitos, los noviazgos sin chaperona, las manitas sudadas, el laicismo, los indios remisos, la escuela pública, Marcos, los libros de texto gratuitos y más y más y más.... Hasta a la frenética Provida le puso algunos peros y le descubrió varias “debilidades”. Al final sólo se salvaron la Iglesia católica (no toda, por supuesto), la reina Isabel (don Fernando no tanto), la hispanidad, Hernán Cortés, la castidad, Iturbide, Miramón, Mejía (Maximiliano no, pues había sido carbonario), Porfirio Díaz, los cristeros, los sinarquistas, los panistas (no todos, por supuesto. Piensen en Aquiles Elorduy, Molina Font y los jovenzuelos democristianos inficionados de comunismo), el padre Cuevas, don Lucas Alamán y la familia Abascal.

Todo esto pertenece al pasado reciente. Es cierto, pero... las perseguidas minifaldas tapatías, los travestis correteados de Aguascalientes y de Veracruz, los alegatos sobre el aborto necesario y su prohibición en Guanajuato, el antiintelectualismo de importantes personeros del régimen, los ataques al laicismo y a la universidad pública... ¿serán polvos de aquellos lodos integristas o serán mis nervios?
 
 

Hugo Gutiérrez Vega
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