La Jornada Semanal,   domingo 25 de agosto del 2002        núm. 390
Javier Sicilia

Un evangelio indio

Javier Sicilia se ubica “más allá de la polémica que la reciente canonización de Juan Diego suscitó” y en este ensayo se centra en los sincretismos que permitieron “la inculturación del Evangelio”. Para Sicilia, “el mensaje de Guadalupe continúa sin comprenderse y vivirse plenamente”, y éste puede ser útil en la construcción de un horizonte social más amplio “que los intereses del poder o del dinero”.

Más allá de la polémica que la reciente canonización de Juan Diego suscitó sobre lo sobrenatural o lo mitológico del acontecimiento guadalupano, un misterio sigue interrogándonos: la imagen de la Virgen de Guadalupe que permanece plasmada en la tilma que se venera en la basílica del Tepeyac. ¿Qué dice esa muchacha morena, esa dulce adolescente que contempla desde lo alto a un pueblo que día tras día, desde hace cientos de años, se arremolina a sus pies? Para una modernidad que ha despoblado a la imagen de su realidad simbólica o, para ser más precisos, de su realidad icónica –esa manifestación pictórica que se desarrolló durante la Edad Media y cuyo sentido no era presentar una ilustración, sino manifestar un misterio de orden invisible y sobrenatural–, la Virgen de la tilma es sólo una representación más de María, la madre de Jesucristo, en versión india. Sin embargo, para los indios, que no miran ni piensan de manera racionalista, sino simbólica, la tilma de Juan Diego es un evangelio.

En esa figura, que apareció en el Tepeyac, lugar de retiro de la diosa Tonantzin, la madre Tierra, el indio mira la irrupción de Cristo en y desde su historia. No es la visión cristiana occidental, sino la visión cristiana india.

Me explico. Desde San Agustín, la Iglesia desarrolló un concepto que denominó las Semillas del Verbo. Esto quiere decir que en cada cultura y en cada tradición religiosa existe en germen el misterio cristiano. Si, como dice el Evangelio de San Juan, "en el Principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el verbo era Dios"; si "todas las cosas fueron hechas por Él y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho"; si ese Verbo se encarnó en la Palestina del primer siglo de nuestra era como la culminación de la lenta pedagogía de Dios en el pueblo hebreo, entonces, ese mismo acontecimiento debe –porque el Verbo, a través del que se ha hecho todo, está en germen en cualquier tradición– revelarse en la culminación del desarrollo de una cultura.

En el mundo indígena –como lo han demostrado los interesantes trabajos del padre José Luis Guerrero, en Flor y canto del nacimiento de México, y del padre Mario Rojas, traductor del Nican mopohua, la eclosión surgió en el momento en que el mundo cristiano de Occidente chocó con el mundo indígena.

Al igual que los famosos reyes magos, que no son otra cosa que astrólogos de Oriente, habían visto –como lo muestran las tablas astronómicas encontradas en Sipar– que la posición de los astros que daban entrada a la constelación de Piscis señalaba el nacimiento de un mesías en las regiones palestinas, los indios de México, en el año 13 carrizo, en el mes de atemoshtli, el día 1 muerte, que marca el solsticio de invierno –entre el 29 de noviembre y el 18 de diciembre–, esperaban la llegada del Niño Agua Nueva.* Esa fecha, según la tradición recopilada en el Nican mopohua, cayó el 12 de diciembre de 1531, cuando el indio Juan Diego se topó con Guadalupe-Tonantzin en el cerro del Tepeyac y ella se plasmó en la tilma que Juan Diego, por su mandato, llevó a Zumárraga. En esa tilma los indios descubrieron al Niño Agua Nueva y su Evangelio.

Y en efecto, si observamos la tilma con los ojos del indio, vemos que la túnica de Guadalupe-Tonantzin está bordada con vegetales, xihuit, en lengua náhuatl; que el manto es de color jade y que toda la figura está rodeada por un inmenso resplandor. Ambas cosas también se dicen xihuit. Esa palabra que, como vemos, tiene diversas acepciones en el mundo indio, significa cosa excelsa, belleza, vida, realeza, virginidad. De modo que para la mentalidad indígena esa simbología significa que Guadalupe-Tonantzin es virginal. Si ahora nos fijamos en la parte de su vientre, se puede observar que hay ahí una flor de cuatro pétalos –todas las demás, que aparecen como una especie de dibujo barroco en su túnica, son de ocho pétalos. Esa florecita es la estilización del nahui ollin, es decir, de lo que hay en el centro de la Piedra del Sol, que aparece en los monumentos y en los códices del mundo náhuatl y que es el fundamento de su cultura.

Aunque este signo es tan complejo que para comprenderlo en su profundidad tendríamos, como lo señala el padre Rojas, "que desglosar por lo menos ochenta nociones", baste decir que esta florecita significa para los indios "el centro del mundo, el principio y el fin, los cuatro rumbos del universo, el centro por el cual nos unimos con Dios y con el inframundo, las cuatro épocas por las que pasó la humanidad; en suma, esa florecita es la síntesis de toda esa cultura" (Ixtus, op. cit).

Así, lo que señala la flor de cuatro pétalos en el vientre de Guadalupe-Tonantzin es que esa muchacha lleva en sus entrañas al Niño Agua Sol, al Niño Principio y Fin, y que ella, la virginal, es la morada de Dios, el ombligo de la historia, la plenitud, la bisagra entre el cielo y la tierra, la madre de Ometeotl que para los indios es, como para nosotros el Verbo, el principio de todo lo creado y que tiene el aspecto de ser padre y madre a la vez.

A diferencia de lo que suponían los conquistadores y los primeros evangelizadores, la cultura india no era politeísta. Sus deidades no eran más que advocaciones de Ometeotl o, mejor, distintos aspectos del Dios infinito.

Foto: Alejandro Mejía Gaviño, 1998Hay así, en la tilma de Juan Diego, un inmenso acontecimiento, un Evangelio, una Buena Nueva india. Al quedar grabada en ella con esas características, Guadalupe-Tonantzin llevó a la cultura náhuatl al encuentro con Cristo a través de su propia cultura; nombró al indio su embajador y, al hacerlo, dio un paso gigantesco en la inculturación del Evangelio. Hizo algo más: permitió el encuentro de dos culturas. El obispo, al recibir el evangelio indio de la tilma, se volvió el destinatario de un mensaje divino que pide, a través de él, al cristiano occidental reencontrarse con el mundo indígena; Juan Diego, al volverse el embajador de esa Buena Nueva, se volvió también el destinatario de un mensaje que hace al indio reencontrarse desde su identidad con el mundo occidental. En la tilma de Guadalupe-Tonantzin no sólo está toda la raíz de México, sino también toda una respuesta al colonialismo y al expansionismo económico y cultural que el Renacimiento generó: el otro, el diferente, el distinto a mí, tiene la misma dignidad y debe ser respetado en lo que es.

Hoy, como lo ha dicho el padre Alberto Athié, en que el indígena ha vuelto a tener conciencia de que lo hemos relegado, en que el mensaje de Guadalupe continúa sin comprenderse y vivirse plenamente, "en que una cultura superpoderosa pretende –como en la época de la Colonia– imponer sus esquemas y sujetarnos a una modalidad" economicista y tecnocrática, se dio la santificación de Juan Diego y con ella volvió a actualizarse el sentido del Evangelio indio que señorea el cerro del Tepeyac: "México nunca podrá ser una nación si no reúne a los miembros que la constituyen dentro de una dimensión más amplia que los intereses del poder o del dinero. No podemos ser realmente nosotros mismos si no abrazamos al indígena" (Ixtus, op. cit.), si no respetamos su dignidad y su manera de ser y de vivir el misterio evangélico.

Sobrenatural o no, la tilma de Juan Diego tiene el sello de un milagro perpetuo. Su genialidad espiritual, que se adelantó a la reflexión del Vaticano II sobre la inculturación evangélica, continúa hablando y desafiando al mundo y a la Iglesia desde ese pequeño cerro llamado el Tepeyac.

* Es curioso constatar también, como lo señala el padre Mario Rojas, que en ese día "se concluía para los indígenas un ciclo de 104 años en el que se ajustaban los tres calendarios que ellos utilizaban: el astronómico, el adivinatorio y el solar. [Esto] coincidía con una conjunción de Venus y el Sol, en el que los indígenas esperaban algo" (Ixtus, núm. 15, "El misterio de Guadalupe", invierno, 1995).