LETRA S
Septiembre 5 de 2002

En busca de la identidad perdida


 

¿Por qué los hombres están tan obsesionados en parecerlo? ¿Qué los impulsa a afirmar constantemente su condición de hombres? ¿El miedo a revelar su fragilidad? ¿Cómo es que 'macho' llegó a ser sinónimo de 'mexicano'? ¿Viven los hombres actualmente una crisis de identidad? Como nunca antes, la masculinidad está siendo sometida a profundas reflexiones desde diversas disciplinas. Ejemplo de ello son los textos que aquí publicamos de dos de los estudiosos más destacados en el tema. Matthew C. Gutmann, profesor de la Universidad de California en Berkeley, reflexiona sobre los vínculos entre identidad nacional y machismo a partir de su investigación antropológica en una colonia popular de la ciudad de México. Mientras que el sociólogo Michael S. Kimmel, autor de Virilidad en América: una historia cultural, analiza la formación de la identidad masculina, apoyado en las teorías freudianas, y el miedo y la inseguridad que subyacen detrás de todo alarde de virilidad.


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Matthew C. Gutmann

En la colonia Santo Domingo del Distrito Federal es común escuchar que en el pasado solía haber muchos machos, pero que en la actualidad ya no son tan usuales. Algunos de quienes hacen estos comentarios son muy jóvenes como para saber de los machos de antaño, pero aún así están convencidos de que había más machismo en el pasado. A los de mayor edad les gusta dividir el mundo de los hombres en machos y mandilones, donde macho se refiere al hombre que asume la responsabilidad de mantener a su familia, es decir, al hombre de honor; y mandilón, a los hombres dominados por mujeres.

Los hombres casados más jóvenes suelen colocarse en una tercera categoría, la del grupo de los no machos. "Ni macho ni mandilón", es como se describen. Otros pueden definir a un amigo o pariente como el "típico macho mexicano", aunque con frecuencia el señalado rechace la etiqueta, enumerando todas las actividades que realiza en casa para ayudar a su mujer, y señalando que no la golpea. Pero lo que resulta significativo no es sólo que los términos macho, machismo y machista tengan varias definiciones sino que hoy en día los hombres de la clase trabajadora de Santo Domingo consideren peyorativos a esos términos, por lo que ya no se pueden tomar como modelo.

¿Qué fue primero, el macho o el mexicano?

En los periódicos mexicanos, en la literatura académica y en los diccionarios, los términos macho y machismo se han empleado de manera contradictoria. Las definiciones utilizadas o implícitas no sólo revelan una diversidad de opiniones en cuanto al contenido de los términos, sino también de conjeturas acerca de sus orígenes y significados. Los diccionarios disienten en cuanto a las raíces etimológicas de macho: algunas veces las rastrean en las palabras latinas y portuguesas para masculino y mula y en otras ocasiones encuentran los antecedentes culturales de macho en los soldados andaluces de la Conquista, en ciertos pueblos indígenas de las Américas o en los invasores yanquis de principios de siglo XX.

En su ensayo El machismo en México, Vicente T. Mendoza ilustra su análisis de la "idiosincrasia nacional" de México con las letras de canciones populares, corridos y cantares de fines del siglo XIX y principios del XX, y ahí establece una distinción entre dos clases de machismo. El primero y auténtico se caracteriza por el valor, la generosidad y el estoicismo; mientras que el segundo, básicamente falso, se fundamenta en las apariencias: la cobardía se esconde detrás de los alardes. Mendoza llama la atención sobre este dualismo en la historia de la palabra machismo y que, en algunos aspectos, se parece a los que mis amigos de Santo Domingo describen como los verdaderos machos de antaño y los machos bufones del presente.

En un brillante ensayo, The Anglo-American in Mexican Folklore, escrito pocos años después, Américo Paredes ofrece varias claves relacionadas con la historia del término machismo y en el proceso deriva relaciones claras entre el advenimiento del machismo y el del nacionalismo, el racismo y las relaciones internacionales. Paredes encuentra que en el folclor mexicano no aparecen las palabras macho y machismo antes de los años treinta y cuarenta. Otras expresiones eran mucho más comunes en tiempo de la Revolución Mexicana: hombrismo, hombría, muy hombre y hombre de verdad, así como valentía, muy valiente y otras más. En la década de los cuarenta, el mismo acento en lo masculino adquirió prominencia como símbolo nacional(ista). Para bien o para mal, México llegó a significar machismo y machismo, México.

Del otro lado de la frontera, en Estados Unidos, el término machismo tiene una historia racista bastante explícita. Desde la primera aparición impresa del término, machismo ha sido asociado con rasgos negativos del carácter de los mexicanos, los México-estadunidenses y los latinoamericanos. En Estados Unidos, el uso popular contemporáneo del término sirve para clasificar a los hombres de acuerdo con un supuestamente inherente carácter nacional y racial. Este empleo del término, conlleva generalizaciones denigrantes sobre rasgos culturales ficticios de los hombres mexicanos.

Las distinciones entre ser macho y ser hombre empezaron a aparecer con mayor claridad en el cine mexicano de los cuarenta. Ser macho es ya una escenografía, una actitud. Son gestos, ademanes. Es la conciencia de que en la potencia genital está la raíz del universo. Se transita de la noción de peligro a la noción de la jactancia. Eso es lo que hace la diferencia entre hombre y macho.

De mandilones y mujeres dominantes

En Santo Domingo hay diferencias significativas en los usos y significados de los términos macho y machismo, las mismas que reflejan y concentran experiencias urbanas y rurales contrastantes, diferencias generacionales, estratificaciones de clase, etapas en la vida de los individuos y, en esta época de satélites televisivos, el efecto que sobre los mexicanos tiene lo que el resto del mundo dice sobre ellos y sus peculiaridades nacionales.

Entre los hombres de veinte y treinta años, resulta extraño oír que alguien se adjudique el título de macho. "¡Cómo, si yo lavo trastes y cocino!", protestan algunos cuando otro los denomina así. Los machos no hacen estas cosas, ni pasan mucho tiempo con sus hijos. El comentario más común para defenderse es: "no golpeo a mi esposa".

Hoy en día, para algunos hombres ser macho constituye también un papel lúdico que pueden representar cuando es necesario. En la mente de muchos hombres y mujeres jóvenes, el machismo es una especie de opción. Ya sea que se considere al macho como bueno o malo, una amenaza seria o un tonto risible, los hombres tienen la opción de dejar que su cuerpo controle su cabeza.

En Santo Domingo, hay muchas nociones diferentes sobre el macho, pero el elemento que suele aparecer con mayor frecuencia en estas definiciones es el de golpear a la esposa. Junto con las conquistas sexuales femeninas que realizan los hombres, el físico abusivo de éstos constituye para hombres y mujeres por igual la esencia del machismo.

El machismo ha sido desafiado ideológicamente, sobre todo por el feminismo popular y, de modo más indirecto, por los movimientos pro derechos de los gay y las lesbianas. No obstante también se ha enfrentado a los retos verdaderos --si bien ambiguos-- que se manifiestan en las tensiones de la migración, el descenso en la tasa de natalidad, la exposición a culturas alternativas en la televisión, etcétera. Estos cambios económicos y socioculturales no han llevado inevitablemente a modificaciones en la dominación masculina, ya sea en la casa, la fábrica o la sociedad en su conjunto. Pero la autoridad de muchos hombres, como esposos y padres, jefes y proveedores, ha sido socavada --si bien de forma limitada-- lo que ha tenido a su vez verdaderas consecuencias para el machismo.

La invención del macho

El del machismo como arquetipo de la masculinidad siempre ha estado íntimamente ligado al nacionalismo cultural mexicano. Para bien o para mal, Samuel Ramos y Octavio Paz le otorgaron al machismo el lugar de honor en la colección de los rasgos del carácter nacional. Mediante sus esfuerzos, y los de otros periodistas y científicos sociales en ambos lados del Río Bravo, el macho se convirtió en "el mexicano", lo que resulta irónico pues representa el producto de una invención cultural nacionalista: uno se da cuenta de que algo (el machismo) existe y en el proceso, ayuda a fomentar su existencia. En este sentido, se declaró parcialmente la existencia del machismo mexicano como artefacto nacional. Pero ya pasó la época en que ciertos rasgos culturales como la masculinidad eran considerados de carácter exclusivamente nacional. Hoy en día, y más que nunca, los procesos culturales son conducidos por etnopaisajes globales.

Al igual que la religiosidad, el individualismo, la modernidad y otros conceptos convenientes, el machismo se emplea y se comprende de diversas maneras.

Podemos aceptar que haya múltiples y cambiantes significados de macho y machismo, o bien podemos hacer que las generalizaciones sobre los hombres mexicanos se tornen esenciales.

La conciencia contradictoria de muchos hombres en la colonia Santo Domingo sobre sus propias identidades de género, su sentido y experiencia de ser hombres y machos, forma parte del caos reinante de sus vidas, al menos de la misma manera que la coherencia nacional imaginada, impuesta desde el exterior.

Versión editada de "El machismo" de Matthew C. Gutmann, en Masculinidades y equidad de género en América Latina.

Traducción de Nair Anaya Ferreira.

Michael S. Kimmel

Pensamos que la virilidad es eterna, una esencia sin tiempo que reside en lo profundo del corazón de todo hombre. Pensamos que la virilidad es innata, que reside en la particular composición biológica del macho humano, el resultado de los andrógenos o la posesión de un pene. Pensamos la virilidad como una propiedad trascendente y tangible que cada hombre debe manifestar en el mundo, la recompensa presentada con gran ceremonia a un joven novicio por haber completado exitosamente un arduo rito de iniciación.

La definición hegemónica de virilidad es un hombre en el poder, un hombre con poder, y un hombre de poder. Igualamos la masculinidad con ser fuerte, exitoso, capaz, confiable, y ostentando control. Las propias definiciones de virilidad desarrolladas en nuestra cultura perpetúan el poder de los hombres sobre otros, y de los hombres sobre las mujeres. Esta definición implica varias historias a la vez. Se trata de la búsqueda del hombre individual por acumular aquellos símbolos culturales que denotan virilidad, señales de que él lo ha logrado (ser hombre). Se trata de esas normas que son usadas contra las mujeres para impedir su inclusión en la vida pública y su confinamiento a la devaluada esfera privada. Se trata del acceso diferenciado que distintos tipos de hombres tienen a esos recursos culturales que confieren la virilidad y de cómo cada uno de estos grupos desarrolla sus propias modificaciones para preservar y reclamar su virilidad.

La huida de lo femenino

Se ha llegado a definir la masculinidad como la huida de las mujeres, el repudio de la feminidad. Desde Freud hemos llegado a entender que, en términos evolutivos, la tarea central de cada niño es desarrollar una identidad segura de sí mismo como hombre. Tal como Freud sostenía, el proyecto edípico es un proceso de la renuncia del niño a su identificación emocional con su madre, reemplazándola por el padre.

La huida de la feminidad es forzada y temerosa porque la madre puede castrar fácilmente al muchacho debido a su poder para volverlo dependiente, o por lo menos de recordarle la dependencia. Así, la hombría llega a ser una búsqueda de toda la vida porque nos sentimos inseguros de nosotros mismos. El impulso de repudiar a la madre tiene tres consecuencias para el muchacho: Primero, empuja lejos a su madre real, y con ella a los rasgos de acogida, compasión y ternura que pudiera haber encarnado. Segundo, suprime esos rasgos de sí mismo, porque revelarían su incompleta separación de la madre. Su vida deviene un proyecto permanente: demostrar que no posee ninguno de los rasgos de su madre. La identidad masculina nace de la renuncia a lo femenino, no de la afirmación directa de lo masculino, lo cual deja a la identidad de género masculino tenue y frágil. Tercero, aprende a devaluar a todas las mujeres, como encarnaciones vivientes de aquellos rasgos de sí mismo que ha aprendido a despreciar.

Admitir debilidad, flaqueza o fragilidad, es ser visto como un enclenque, afeminado, no como un verdadero hombre. Pero, ¿visto por quién?

Por otros hombres: estamos bajo el cuidadoso y persistente escrutinio de otros hombres. Ellos nos miran, nos clasifican, nos conceden la aceptación en el reino de la virilidad. Se demuestra hombría para la aprobación de otros hombres. Son ellos quienes evalúan el desempeño. Esto es consecuencia a la vez del sexismo y uno de sus puntales principales. Las mujeres llegan a ser un tipo de divisa que los hombres usan para mejorar su ubicación en la escala social masculina. La masculinidad es una aprobación homosocial. Nos probamos, ejecutamos actos heroicos, tomamos riesgos enormes, todo porque queremos que otros hombres admitan nuestra virilidad.

La huida de la intimidad

Si la masculinidad es una aprobación homosocial, su emoción más destacada es el miedo. En el modelo de Freud, el miedo al poder del padre obliga al muchacho a renunciar al deseo por su madre y a identificarse con él. Este modelo une la identidad de género con la orientación sexual: la identificación del niño con su padre (que lo lleva a ser masculino) le permite ahora comprometerse en relaciones sexuales con mujeres (se vuelve heterosexual).

Pero hay una pieza que falta de este enigma. Si el muchacho en la etapa preedípica se identifica con su madre, ve el mundo a través de los ojos de ella. Así, cuando se confronta con su padre durante la etapa edípica, experimenta una visión dividida: ve a su padre como su madre lo ve, con una combinación de temor, maravilla, terror y deseo. Simultáneamente ve al padre como a él --el muchacho-- le gustaría verlo, no como objeto de deseo pero sí de emulación. Al repudiar a su madre y al identificarse con su padre, sólo da respuesta en forma parcial a su dilema. ¿Qué puede hacer con ese deseo homoerótico, el deseo que sentía porque veía a su padre de la manera que su madre lo veía?

Debe suprimir tal deseo. El deseo homoerótico debe ser desechado en cuanto es el deseo por otros hombres. La homofobia es el esfuerzo por suprimir ese deseo, para purificar todas las relaciones con otros hombres, con las mujeres, con los niños, y para asegurar que nadie pueda alguna vez confundirlo con un homosexual. La huida de la intimidad con otros hombres es el repudio al homosexual que está dentro de sí, tarea que nunca es totalmente exitosa y que por esto es constantemente revalidada en cada relación homosocial.

La homofobia es un principio organizador de nuestra definición cultural de virilidad, es más que el miedo irracional por los hombres gay, por lo que podemos percibir como gay, es el miedo a que otros hombres nos desenmascaren, nos castren, nos revelen a nosotros mismos y al mundo que no alcanzamos los estándares, que no somos verdaderos hombres. En un estudio se preguntó a hombres y mujeres qué era lo que más temían. Las mujeres respondieron que ser violadas y asesinadas; los hombres, ser motivo de burla. Este es entonces el gran secreto de la virilidad: estamos asustados de otros hombres. Nuestro miedo es el miedo a la humillación. Tenemos vergüenza de estar asustados.

La vergüenza conduce al silencio --los silencios que permiten creer a otras personas que realmente aprobamos las cosas que se hacen en nuestra cultura a las mujeres, a las minorías, a los homosexuales y a las lesbianas. Nuestros miedos son la fuente de nuestros silencios, y los silencios de los hombres es lo que mantiene el sistema.

Hombres a la defensiva

La homofobia está íntimamente entrelazada tanto con el sexismo como con el racismo. El miedo --consciente o no-- a ser percibidos como homosexuales nos presiona a ejecutar todo tipo de conductas y actitudes exageradamente masculinas, para asegurarnos de que nadie pueda formarse una idea errada de nosotros. Una de las piezas centrales de esa exagerada masculinidad es rebajar a las mujeres, tanto excluyéndolas de la esfera pública como descalificándolas cotidianamente. Las mujeres y los hombres gay se convierten en el otro contra los cuales los hombres heterosexuales proyectan sus identidades, contra quienes ellos barajan el naipe de modo de competir en condiciones que les asegure ganar, y de este modo, al suprimirlos, proclamar su propia virilidad. Las mujeres amenazan con castración por representar el hogar, el lugar de trabajo y las responsabilidades familiares, la negación de la diversión.

Ser visto como poco hombre es un miedo que impulsa a negar la hombría a los otros, como una manera de probar lo improbable, que se es totalmente varonil. La masculinidad deviene una defensa contra la percibida amenaza de humillación a los ojos de otros hombres, actualizada por una "secuencia de posturas" --las cosas que podríamos decir, hacer o incluso pensar, que, si pensamos cuidadosamente, podrían llevarnos a avergonzarnos de nosotros mismos.

Versión editada del ensayo "Homofobia, temor, vergüenza y silencio en la identidad masculina", publicado en Ediciones de la Mujer. Núm.24, Isis Internacional, 1997.

Traducción de Oriana Jiménez.