Jornada Semanal, domingo 8 de septiembre del 2002        núm. 392


MARÍA ESTHER RAMOS FLORES Y LA VARIEDAD 
DEL PAISAJE

La precisión del trazo de María Esther Ramos Flores, pintora laguense que ha recibido numerosos reconocimientos e importantes preseas, nos hace pensar que pertenece a la escuela hiperrealista. Sin embargo, su personal teoría de los colores y de las vibraciones que producen, sus ideas sobre el paisaje, su fascinación por las ruinas, los parajes ocultos y el misterioso halo que rodea las tapias caídas, los dinteles rotos, las ventanas vacías y las hiedras que día a día se apoderan de los huecos y borran las memorias de los que fueron cascos de prósperas haciendas, casas de ranchos pequeños o jacales de esos pueblos tlaxcaltecas aposentados en las inmediaciones de las lagunas, ojos de agua y manantiales favorecedores del verdor del valle de Lagos de Moreno, dan a su obra un carácter personalísimo que oscila entre lo real y lo onírico, entre la vida y la muerte. Si vale la comparación con el mundo de la literatura, podría decirse que la pintura de María Esther se acerca a los parajes de Juan Rulfo y al de las casonas de las haciendas descritas por González León con su pozo en el que brillan los círculos concéntricos del “agua desierta”. Los dueños de esas mansiones “paseaban por Europa” y sus fieles administradores se encargaban de todo y mantenían a raya (en todos sentidos) a los medieros y a la peonada. Recuerdo los terciopelos rojos de los muebles de aquellas salas art nouveau, los inmensos comedores, los desayunos hechos a base de frijoles recién cosechados, salsas de chile de milpa, cuajada con azúcar y canela, tortillas saliditas del comal, enormes vasos de leche bronca; los platos locales: frijoles con jocoque, granada con jocoque, tostadas fritas en el perol de las carnitas, fiambres, frutas en vinagre, quesos de adobera, panelas, jamoncillos, toda clase de dulces de leche, membrillos con carbonato, la ilustre y variada familia de las tunas, el colonche y el sápido queso de tuna. El tiempo, la reforma agraria, los nuevos intereses de los hijos de los hacendados... todo se juntó para que el mundo se volteara. Vinieron después las ruinas, la invasión de la maleza, las sequías interminables y algunas humedades misteriosas que la tierra ponía en movimiento por arte de milagrería. Aquí es donde aparece el minucioso pincel de María Esther para dar testimonio de la decadencia y el derrumbe de las obras humanas y de la persistencia de la madre naturaleza con sus ciclos de muerte y de vida, de floración y de caída de las hojas. Para lograr estos matices, la paleta de la artista cuenta con una notable variedad de verdes y de ocres y, de vez en cuando, aparece la nota blanca de una de esas estrellitas de San Juan tan ligadas a la esperanza de la lluvia.

María Esther ha expuesto su obra en ciudades de Jalisco, Guanajuato y Michoacán, así como en Brea, California. Dirige talleres de pintura para niños y adultos y, desde hace dieciocho años, es maestra de la Escuela de Arte Miguel Leandro Guerra de Lagos de Moreno. Esta escuela, heredera del liceo del mismo nombre, tiene una historia ilustre unida a los nombres de Agustín Rivera, Francisco González León, Mariano Azuela, José Becerra, Antonio Moreno y Oviedo y Bernardo Reina, entre otros muchos maestros de ciencias y de artes. Muchas generaciones pasaron por sus aulas y así lo hicieron constar en sus escritos y en sus memorias. Ahora, y en medio de las dificultades económicas crecientes que han afectado la vida cultural y artística del país desde hace varios años y, de manera muy especial, en este sexenio que ha mostrado tanto desdén e ignorancia respecto a la cultura, los jóvenes de Lagos de Moreno siguen llenando las aulas para estudiar música, danza, artes plásticas y para trabajar en talleres literarios. Algunos de ellos han visto la obra del originalísimo pintor laguense Manuel González Serrano y la admiran con una mezcla de temor por su atormentada temática y de respeto por la pericia formal que fue capaz de expresar una tensión espiritual hecha del amor por los colores y de la indómita voluntad de decir todo lo que pensaba y sentía de la vida, de los laberintos de su mente, de la belleza, la originalidad y la variedad del mundo y del vacío y del terror del cerebro atrapado por el desvarío. Después de ver algunos de los cuadros de María Esther Ramos Flores, comenté con Carlos Helguera, violista lleno de talento y escultor vigoroso y delicado a la vez, que la obra de la joven pintora no tiene relación alguna con la de González Serrano y, sin embargo, las une eso que los poetas lakistas llamaban feeling of desolation. Manuel vivió el sonido y la furia del mundo, viajó por toda clase de caminos (Carmen Miranda, la brasileña de la samba y el estrambote lo acompañó por un breve trecho del viaje) y todo lo trasladó a los lienzos en los cuales mezcló la angustia y el deslumbramiento ante “los alimentos terrenales”. María Esther se acerca a las ruinas y en el corazón de la nostalgia que de ellas emana, observa cómo las nuevas floraciones demuestran, a la vez, el fracaso y el renacimiento de la naturaleza.

Otra de las facetas de su obra es la del grabado. En este delicado terreno artístico muestra una muy apreciable pericia, originalidad en su temática y una sutil relación con su pintura minuciosa y sugerente. Sin embargo, tengo la impresión de que en el grabado se concede más libertades y se mueve con una soltura de estirpe expresionista.

Hace unas semanas, María Esther me mostró algunos de sus cuadros y grabados en el hermoso patio de la casi monástica casa de Carlos Helguera. El pozo, el naranjo y el jazminero se integraron por razones de milagrería a los cuadros que admirábamos Carlos, Conchita Anaya, Luis Tovar y el que escribe estas palabras dictadas por la admiración. Recuerdo, con especial gusto, un paisaje arbolado en el cual cada hoja, cada rama, cada brote, tenían una forma de ser individual e intransferible. Gracias a esta cualidad, la naturaleza nunca se repite y cada floración tiene una prodigiosa novedad. Todo esto se transmite a través de la exacta magia de la pintora laguense María Esther Ramos Flores.
 

HUGO GUTIÉRREZ VEGA
[email protected]